Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Tras escuchar durante tres minutos las laboriosas explicaciones de Muo, la mujer lo interrumpió con un gesto.

– Nosotros, los comunistas, somos ateos, como bien sabe.

– ¿Qué tiene eso que ver con el psicoanálisis? -balbuceó Muo, desconcertado.

– Practicar el psicoanálisis es decir la buenaventura.

Una explosión. Esa mujer me daba miedo. Creía que nunca iba a concederme la puñetera autorización ¡Qué pena! Me había enamorado del mercado de las muchachas de servicio, que, según mis presentimientos Podía ser una mina de oro en mi búsqueda de una virgen.

Lunes 26 de junio . Ya está. Mi cuaderno ha vuelto a la vida. La señora Thatcher me ha autorizado a ejercer. Constato con orgullo que todo se pliega a mi voluntad, se acomoda a mis previsiones: ayer por la tarde, inesperadamente, la invitaron a una cena oficial organizada por la dirección regional.

Esta tarde, mi bandera ha ondeado en medio del mercado. (Hasta ahora, la buena suerte del psicoanálisis jamás me ha abandonado.) Mi instalación oficial en la calle del Gran Salto Adelante significa, sin lugar a dudas, que la misión que debo cumplir para el juez Di entra en una fase determinante.

De pasada, constato con placer e interés que mi vida de intérprete de sueños comienza a divertirme, sobre todo cuando se trata de decir la buenaventura.

Martes 27 de junio . A veces, la realidad se amolda tímidamente al sueño. La jornada resultó bastante decepcionante desde el punto de vista de mi búsqueda. Las mujeres que acudieron a consultarme pertenecían en su mayor parte a la minoría que podríamos llamar de las «semiviejas».

La caja de madera, procedente de la única tienda de alimentación de la calle, que me servía de asiento era bastante incómoda. Me sentaba en ella para conversar con mis dientas, a las que acomodaba a la sombra de la bandera, en una silla tradicional alquilada a un jubilado. Una silla baja de bambú, lo bastante larga para poder estirar las piernas encima de ella y vagamente parecida al diván de mis colegas occidentales.

Mis primeras clientas eran más ricas que las que tuve después. La tarifa de la consulta, que había fijado en tres yuans rayaba en la gratuidad, pero aun así pagarse una sesión de interpretación de sueños era un pequeño lujo burgués que distinguía a las «semiviejas» de las más jóvenes, principiantes en el oficio. La mayoría ya había trabajado en casa de presidentes de consejos de administración, médicos, abogados, catedráticos e incluso celebridades locales y gente del mundo del cine y el espectáculo. La silla de bambú crujía cuando se tumbaban en ella, a mi lado. Ninguna quería estar en esa postura mucho rato. «¡Oh, Dios mío! ¡Qué tortura!», decían entre risas. Preferían estar sentadas. Se esforzaban en conversar conmigo, sin conseguirlo. Querían contarme un sueño, pero se desviaban del tema constantemente. Sus sueños se les resistían. Cuanto más hablaban, más vago era lo que contaban. Animadas por mí, algunas querían abrir su corazón, hablar de sí mismas, pero no sabían hacerlo. A menudo, los detalles no casaban entre sí: un jarrón que se hacía añicos, la mitad de una manzana verde, el Gran Maestre de Falungong, un pescado reseco, cabellos que se caían a puñados o encanecían, una vela cuya llama vacilaba, una rata que chillaba en la oscuridad, la piel, que se les encogía o se les arrugaba como la de las serpientes…

Pese a la modestia de mis honorarios, me tomaba muy en serio mi actividad de psicoanalista. Cuando la memoria me lo permitía, nunca olvidaba rendir un homenaje casi ritual a mis queridos maestros, recitando un pasaje de Freud, Lacan o Jung, a propósito de los sueños que me contaban mis clientas. Hay que reconocer que el lenguaje psicoanalítico, con su terminología y sus giros propios, es casi intraducible. Cuando las recitaba en voz alta, no en mandarín, sino en sichuanés, dialecto bastante musical a menudo melodioso, las palabras cabalísticas adquirían un significado cómico que hacía estallar en carcajadas al grupo de mujeres, a menudo numeroso, que me rodeaba. Escuchándolas, cualquiera habría dicho que estaban ante un artista de variedades, ocupación que por lo general desprecio y condeno.

Mi primera clienta, una mujer de cincuenta años, llevaba permanente y un anillo de bisutería. Había soñado que pescaba un pez. Le pregunté si se trataba de un pez pequeño o de uno grande. Ya no se acordaba. Para hacerle entender la importancia de ese detalle, le traduje, lo mejor que pude, una larga frase de Freud, según la cual los peces pequeños simbolizan el esperma del hombre, y los grandes, los hijos; en cuanto a la caña de pescar, representa el falo. Por mucho que lo intentara, no podría describir el jolgorio, el risueño guirigay de gritos y exclamaciones que provocaron mis palabras. Mi analizada se sonrojó y escondió la cara entre las manos, mientras la muchedumbre de espectadoras no sólo reía a mandíbula batiente, sino que además nos dedicaba una salva de frenéticos y ensordecedores aplausos. Por unos instantes, el miedo al paro desapareció de sus rostros y tuve la impresión de que me habían adoptado, de que la calle del Gran Salto Adelante me aceptaba como humorista oficial.

En sus sueños aparecía a menudo un objeto: la plancha. Símbolo de conflictos y servidumbre. («Eso significa que quiere usted que su situación cambie», diagnóstico que no me cansaba de repetir a las que soñaban con planchas.) Una había soñado que bostezaba mientras estaba planchando (como en el cuadro de Degas, que testimonia su compasión por los pobres). Abría una boca de dos palmos y, al desperezarse, se daba cuenta de que llevaba la ropa de la hija de sus patrones, una niña de diez años.

Esa tarde, antes de recoger, recibí la visita de la señora Thatcher. A diferencia de las otras, se tumbó en el diván de bambú y apoyó la cabeza en el cojín de madera. Tenía el rostro tenso miraba hacia el suelo. Su cuerpo emanaba un extraño olor, que no era de un perfume ni del agua de colonia local. Hablaba con esfuerzo, en voz baja, casi tartamudeando. Me recordó a las histéricas descritas por Freud.

– Anoche volví a soñar con el perro disecado.

Intenté arrancarle algún detalle: ¿aparecía el perro en la misma posición? ¿Tenía el mismo tamaño? ¿Era de la misma raza que el otro? ¿Y de cuál? ¿La había mirado? ¿Le había ladrado? Pero nada. Había soñado con él, y eso era todo.

– Sorprendente, ¿no? -me preguntó ella.

– No. El retorno de lo ya conocido es un proceso típico de la expresión psíquica inconsciente. En los inicios de su carrera, Freud convirtió ese fenómeno en uno de los ejes de sus investigaciones. Y dijo: «La repetición de un hecho en el tiempo suele plasmarse en los sueños mediante la multiplicación de un objeto, que aparece otras tantas veces.»

La señora Thatcher parecía estupefacta. Supuse que no había oído el final de mi traducción, porque la gente soltó la carcajada en cuanto pronuncié el nombre del maestro. Algunas espectadoras jóvenes incluso lo canturrearon

– ¿Quién es ese tal Freud?

– Ya se lo dije la otra vez, el renovador de la interpretación de los sueños.

– Pues no entiendo una palabra de lo que dice.

– Sencillamente, nos enseña a buscar en nuestra infancia el origen de las cosas con las que soñamos. ¿Cuándo fue la primera vez que vio un perro disecado?

– No me acuerdo.

– Inténtelo, se lo ruego. Uno de los grandes descubrimientos de Freud fue el papel destructivo de esa repetición. Ya no se trata de descifrar un sueño, de resolver un enigma, sino de descubrir el modo de atajar una repetición sistemática a la que está usted sometida, abriendo el camino a derivaciones…

Una vez más, las risas del público me obligaron a interrumpir la cita freudiana. La mujer policía tenía el entrecejo fruncido y los surcos nasogenianos más marcados que nunca.

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