Pero la búsqueda de la virgen avanzaba poco, porque la mayoría de las chicas jóvenes habían abandonado el campo para trabajar en las grandes ciudades. De las que se habían quedado, ¿cuáles seguían conservando la virginidad? Buena pregunta. Desde un punto de vista profesional, Muo encontró algunos casos interesantes. En cuanto llegaba a casa de sus padres, sacaba sus cuadernos escolares franceses y su grueso diccionario para tomar notas en la lengua de Molière. Entre sus hazañas de intérprete de sueños, hay una o dos que merecen ser citadas.
Una mañana de junio, tras dejar la nacional 351, la bicicleta zigzagueaba entre charcos de agua por un camino de tierra que bordeaba un arroyo, en un valle tranquilo y verde. Muo pasó ante una casa aislada, con cubierta de tejas y paredes de madera, cuya puerta, de dos hojas de gruesa madera tallada y elevada medio metro por encima del suelo, tenía varios centenares de años de antigüedad. En el interior se veía un patio cuadrado y, en él, dos viejas que charlaban ante sendos ataúdes nuevos colocados encima de otro bajo un tejadillo seguramente sus propios féretros. (La costumbre local es preparar con antelación el ataúd de los padres ancianos y tenerlo donde puedan verlo hasta el día de su muerte, como una especie de garantía de morada en la otra vida.) Muo aparcó la bicicleta, franqueó el elevado umbral y se acercó a las ancianas. Inmediatamente, aparte del olor a madera de los ataúdes, percibió otro, extraño pero indefinible, que flotaba en el aire del patio. A gritos, cual peluquero, afilador o castrador de gallos a domicilio, Muo ofreció a las mujeres una interpretación de sus sueños a un precio módico, pero de la mejor calidad.
Las dos ancianas -Muo comprendió que eran hermanas, porque se parecían como dos gotas de agua- carraspearon, pero no mostraron el menor interés ante el discurso sobre los poderes mágicos del método ideado por su maestro Freud.
Muo no se sorprendió. Estaba acostumbrado. No esperaba que las hermanas le contaran un sueño. Por otra parte, ni siquiera estaba seguro de que siguieran soñando, Con aquellos dos ataúdes esperándolas bajo el tejadillo. Tras darle muchas vueltas al asunto, estaba a punto de preguntar si conocían alguna virgen en los alrededores, cuando una de las hermanas, con voz sardónica, casi hiriente, declaró: Somos dos hechiceras muy conocidas en la región. Nuestro padre era un médium que se ocupaba sobre todo de los sueños. Seguro que sabía más que tu maestro extranjero.
Desconcertado, Muo se aclaró la garganta. Ahora comprendía la naturaleza de aquel extraño olor que flotaba en el aire. Rió. Se disculpó. Volvió a reír. Y se dirigió hacia la puerta. Pero las ganas de provocar fueron más fuertes que él, y volvió la cabeza hacia las viejas.
– ¿No estarían ustedes enamoradas de su padre, por casualidad? -La pregunta, formulada en un tono de lo más inocente, cayó como una bomba en el patio. Hasta los ataúdes parecían haberse estremecido-. Según la teoría que yo aplico -siguió diciendo Muo-, durante su infancia, todas las mujeres han querido acostarse con su padre.
Muo esperaba una reacción de cólera. Y no tardó en llegar. Pero sólo por parte de una de las hermanas, que amenazó con echarle una maldición. La otra, sin embargo, la contuvo, pensativa.
– Lo que dice este hombre no es totalmente falso, sobre todo en lo tocante a ti. En cuanto mamá se levantaba, tú corrías a meterte en la cama con papá, que no tenía más remedio que echarte. ¿Es que ya no te acuerdas?
– ¡Lo que hay que oír! Eras tú, lagartona, la que hacía eso. Y era a ti a quien papá echaba de la cama a puntapiés para hacerte volver a la nuestra. Si hasta te escondías en la oscuridad para verlo mear… Eso te fascinaba.
– ¡Serás mentirosa!… Hace tan sólo unas semanas me dijiste que habías soñado que papá estaba orinando en el patio, que tú lo habías imitado, meando de pie como él, y que él se había echado a reír. ¿Es verdad o no?
Muo se alejó con calculada lentitud para no perder ripio de sus mutuas acusaciones. Cuando su bicicleta reanudó la marcha por el camino de tierra en dirección al siguiente pueblo del valle, lamentó no haberlas visto llorar. En cierto modo, le inspiraban mucha simpatía, aún más que sus otros «clientes». Le encantaban los ajustes de cuentas, semejantes a un río que se desborda y rompe los diques durante las mareas de plenilunio. Las revelaciones, las confesiones… ¡Qué mágico era el psicoanálisis! ¡Viva el lenguaje desnudo!
La exploración del valle fue poco fructífera. Había en él dos o tres pueblos, pero las jóvenes se habían marchado a la ciudad hacía mucho tiempo. Quedaban los viejos con sus ataúdes en los patios, mujeres casadas con bebés atados a la espalda, campos por cultivar y cerdos por alimentar. Por un instante, Muo creyó que la suerte le sonreía al ver a una chica regordeta de unos dieciocho años detrás del mostrador de la única tienda de un pueblo. Se acercó y la observó detenidamente. La muchacha apuntó unos números en un libro de cuentas y luego pegó un sello en un sobre dirigido a Hacienda. Parecía una chica animosa, decidida a mantener su negocio a flote. Sin embargo, las esperanzas de Muo se volatilizaron: el rostro casi infantil de la muchacha estaba contaminado por el influjo de la moda, como testimoniaban sus depiladas cejas. La sesión de interpretación de sueños, que fue gratuita, se tomó una confesión envuelta en lágrimas. La joven lloró su corta y desgraciada experiencia en la ciudad, donde había trabajado en un restaurante y perdido la virginidad para poder quedarse, pero en vano. ¡Qué desastre! Cuando Muo le preguntó por el aseo, la chica lo acompañó al de arriba, le indicó un cuartucho inmundo y, sin sonreír, con gesto grave, se deslizó al interior tras él. Un enjambre de moscas azules zumbaba y revoloteaba en el reducido espacio.
– ¿Puedo ayudarle a bajarse la bragueta? -le preguntó la chica con la naturalidad de una vieja prostituta
– No, gracias-respondió Muo, azorado.
– Lo que cobro no es nada para alguien rico como usted, señor profesor
– ¡Fuera! -le gritó Muo- Estás completamente loca. Además ¿de dónde has sacado que soy profesor?
La chica salió dócilmente volvió a ocupar su puesto detrás del mostrador. Si hubiera insistido, en nombre de su negocio o su familia, o se hubiera hecho la huérfana desesperada, Muo no sabía cómo hubiera acabado aquel sainete.
¡Muo el incorruptible! ¡Muo el fiel! Muo el caballero. Como don Quijote, invocó el nombre de Volcán de la Vieja Luna y evocó su imagen, mientras pedaleaba por el camino lleno de baches, con la bandera del ideograma del sueño izada a su espalda.
Aún no veía la carretera, pero ya oía los frenéticos bocinazos de los camiones. A lo lejos, se distinguían dos puntos negros en medio del camino de tierra, a la altura de una vieja casa de madera. La bicicleta chirriaba, el portaequipajes traqueteaba, el manillar temblaba y la cadena amenazaba con partirse a la siguiente pedalada. Tengo sed. Me conformaría con darle un lametón a un helado. Los dos puntos negros se cruzaban y cambiaban de posición, con movimientos claramente perceptibles. Muo inició la ascensión de una cuesta. La rueda delantera dejó de avanzar y el tiempo se detuvo; luego, con una sacudida, volvió a girar. ¡Ay, sorbete helado! ¿Dónde estás?
Por un instante, los dos puntos negros desaparecieron de su campo de visión, para volver a aparecer, todavía indistintos pero más grandes a medida que se acercaba a ellos, hasta adquirir la forma de las dos hechiceras, que le cerraban el paso. Su sola presencia bastó para hacerle bajar de la bicicleta. Estaba empapado en sudor, pero era sudor frío. No había sudado de aquella manera desde el comienzo de su excursión psicoanalítica.
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