– Estoy haciendo una visita de inspección.
– De inspección, ¿de qué?
– De restaurantes.
– ¿Eres restaurador?
– No exactamente. Pero la prisión en la que cumplo condena ha abierto dos restaurantes, y soy el gerente. Mi suegro consiguió que me conmutaran la pena de muerte por cadena perpetua. Luego, le propuse al director abrir un restaurante y que me confiara la gestión, asegurándole que daría mucho dinero. Y así ha sido. Como estaba contento conmigo, ha abierto otro en este centro comercial.
– Pues no pareces haberte enriquecido.
– No. Todos los beneficios son para la prisión. Un precio razonable a cambio de mi libertad diurna.
– ¿Por qué diurna?
– En cuanto se hace de noche, vuelvo para dormir en la celda de los condenados a perpetuidad. Está justo al lado del corredor de los condenados a muerte. Cuando hay una ejecución, vemos al guardián pasar con un plato de carne por delante de nuestra puerta y tomar el otro pasillo; luego, lo oímos detenerse ante una celda y entregar el plato al que será ejecutado al día siguiente. En ese momento, me digo: ¡Joder, de menuda cena me he librado!
Los dos amigos celebraron su reencuentro en el restaurante que la prisión tenía en el centro comercial Las Cazuelas Mongolas, un autoservicio. Con un plato en la mano, cada cual elegía lo que le apetecía (la gente se empujaba) entre el centenar de bandejas expuestas en vitrinas en el centro de una gran sala: anguilas, sesos de cerdo, sangre de cabra, camarones, sepia, marisco, caracoles, ancas de ranas, muslos de pato, etc., por un precio único de veintiocho yuans, fórmula «bufet libre» (cerveza local incluida). Un centenar de mesas; con la cara congestionada sobre las cazuelas, colocadas sobre hornillos de gas, los comensales mojaban un trozo de carne o de verdura en un caldo espeso, grasiento, muy condimentado y cubierto de una espuma roja y aceitosa hacia la que ascendían en torbellino millones de diminutas burbujas. El humo, el vapor, las risas, las voces, las idas y venidas de los clientes entre las mesas y las vitrinas tenían aturullado a Muo, que ya no sabía lo que le estaba contando al ex condenado a muerte. El lugar de ejecución, el centro psiquiátrico, el abogado de Volcán de la Vieja Luna, el juez Di… El suelo del restaurante estaba pegajoso y resbaladizo de aceite y grasa. Los clientes se movían con cautela, como si caminaran sobre hielo. Para las personas mayores, o miopes y torpes como Muo, era toda una aventura. Un hombre ebrio resbaló en los lavabos e intentó levantarse, pero era tan difícil encontrar un punto de apoyo en el viscoso suelo que volvió a caerse y acabó quedándose dormido con la cabeza contra un urinario. Por supuesto, Las Cazuelas Mongolas debían su ambiente de fiesta y su prosperidad a la idea del yerno del alcalde de ofrecer la fórmula «bufet libre» por veintiocho yuans.
– Es un duelo -le explicó a Muo-. Entre el cliente y el dueño. El primero que abandona pierde la partida.
Estaba lloviendo. El coche del yerno del alcalde, un espléndido Fiat descapotable de un rojo chillón, subía animosamente la carretera que llevaba a la residencia del juez, conducido por un chófer con espaldas de boxeador. En Las Cazuelas Mongolas, el amigo de Muo se había propuesto «echarle un cable», y Muo, que ya no creía en su empresa humanitaria y amorosa, había estado a punto de soltar la lagrimita.
En lo alto de una colina, el ex condenado a muerte hizo parar el coche, encendió un purito holandés y se puso a reflexionar. Los dos pliegues que le surcaban la cara parecían aún más profundos. Muo no se atrevía ni a hablar ni a mirarlo. ¿Estaría puliendo su plan de ataque? ¿Querría telefonear para anunciar su visita? ¿Estaría a punto de renunciar? ¿O, por el contrario, armándose de coraje? Muo no sabía qué pensar. El chófer paró el motor y, durante unos instantes, los tres hombres permanecieron inmóviles en el interior del coche. Muo miraba fijamente la lluvia. Un ruido, álamos, un campesino cubierto con una capa de paja trabajando en un lejano arrozal… Al fin, su amigo indicó al chófer que volviera a arrancar. El Fiat se puso en marcha y avanzó a velocidad reducida hasta un portón metálico que cerraba un muro de dos metros de altura. El fornido chófer se apeó y abrió la puerta posterior del coche. El yerno del alcalde bajó y se acercó al interfono bajo la lluvia.
El aguacero cesó una hora después. Muo seguía solo en el coche cuando las estrellas aparecieron en el cielo. Pronto sería la hora en que su amigo, gerente de día y preso de noche, tendría que volver a la cárcel. Cuando empezaba a desmoralizarse, el portón se abrió y el yerno del alcalde salió y se acercó al Fiat sonriendo de oreja a oreja. Los dos surcos que el infortunio había trazado en su rostro se habían suavizado.
– Arreglado -dijo entrando en el coche-. Pero no quiere dinero. Ya tiene todo el que necesita. La única cosa que te pide a cambio es una virgen con la que acostarse. Una chica que aún no haya perdido la virginidad. Que tenga el melón rojo por abrir…
Aquella extraña expresión, «abrir el melón rojo», siempre le recordaba una noche lluviosa, el olor a sudor, unos porteadores de cangrejos frescos, la tibieza de un huevo duro y un rostro reluciente recortado contra una roca en una gruta de montaña en Fujian, la tierra natal de su padre, en la que había oído por primera vez aquella expresión para referirse a la desfloración de una virgen. Muo tenía diez años. Estaba pasando las vacaciones en casa de sus abuelos. Uno de sus tíos, catedrático de Matemáticas degradado a carnicero por motivos políticos, un hombre de treinta años tan encorvado que parecía un viejo, lo llevó a nadar a un río de montaña. Estalló una tormenta y se refugiaron en una gruta con desconocidos de todas las edades, gente de paso, campesinos y varios porteadores con cestas llenas de oscuros cangrejos pescados en un lago de alta montaña y destinados a la exportación a Japón. Sentado contra una roca, un porteador más viejo que los demás, cuyo rostro, tan picado de viruela que parecía un colador, aún permanece fresco en la memoria de Muo, contó un chascarrillo en voz baja, interrumpida por toses y escupitajos, mientras Muo pelaba un huevo duro aún tibio que una campesina le había puesto en la mano: durante la dinastía de los Tang, los japoneses, que acababan de unirse en torno a su primer rey, no conseguían idear una bandera nacional. Al final decidieron copiar a los chinos y mandaron un espía a China, que, más moderna y civilizada, vivía la edad de oro del Imperio. Tras las muchas peripecias del viaje por mar, el espía puso el pie en la costa china. Entró en el primer pueblo que encontró. Era de noche. Hacía buen tiempo. Vio gente excitada y alegre que gritaba bailaba, cantaba y bebía alrededor de una bandera blanca en cuyo centro había un redondel rojo, tirando a oscuro. Reinaba un ambiente de gran celebración. «Debe de ser su fiesta nacional -se dijo el espía-. Y ésa, la bandera china.» Escondido tras unos arbustos, esperó a que todo el mundo volviera a casa para acercase al objetivo de sus largos meses de viaje, marcados por el miedo a morir y la tortura del hambre. Lo robó y se perdió en la noche, sin saber que lo que se llevaba no era otra cosa que un paño manchado con el jugo del melón rojo de una recién casada, abierto durante la noche de bodas.
La expresión provocó una carcajada general que resonó en la cueva, mientras Muo, que no había entendido nada, hacía girar el huevo duro pelado entre sus ateridas manos para calentárselas. Sin saber por qué, se levantó y, muy decidido, fue hacia el cuentista, que estaba sentado ante un fuego que le iluminaba el torso desnudo y hacía vacilar su sombra. Se detuvo ante él y le metió el huevo duro en la boca por la fuerza. El hombre se lo tragó, medio ahogándose. Tenía la cara reluciente, recortada contra la roca a la luz de las llamas, y volvía los ojos, pequeños pero vivos, hacia todas partes. Muo aún recuerda la sensación que le produjo la piel de aquel rostro chupado, una piel que parecía un trozo de papel de estraza aceitoso. Contó las picaduras de viruela. Incluso extendió la mano para tocarlas. Y así fue como la expresión «abrir el melón rojo» se le grabó en la memoria, con todos aquellos colores unidos en una ola oscura y chorreante, que le inundó las venas y se le extendió por todo el cuerpo. El aire de la gruta, que olía a mar… La rugosa superficie de las rocas…
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