– ¿Ayudarme?
– Sí. Salta a la vista que necesita usted un psicoanálisis, basado en las teorías de Freud y Lacan.
Freud. Un nombre que no debía pronunciarse delante de aquel hombre bajo ninguna circunstancia. Demasiado tarde.
Sin dar tiempo a que Muo acabara la frase, el falso juez Di dio rienda suelta a su locura y le propinó un puñetazo en pleno rostro con tal fuerza que le clavó las gafas en la carne. Aullando de dolor, Muo oyó un zumbido en el interior de su cabeza y vio estrellas revoloteando a su alrededor. Luego, todo se oscureció. Muo no comprendía por qué estaba tumbado en el suelo, pero instintivamente se quitó las gafas, accesorio esencial en la vida de un intelectual miope, y perdió el conocimiento, mientras el corredor seguía dándole patadas en la cabeza, la entrepierna, los riñones y el hígado con salvaje violencia. Pura locura.
El falso juez Di se marchó. Pero, cuando apenas se había alejado unos metros, se detuvo y volvió sobre pasos. Se acercó a Muo, que seguía inconsciente, y, con extraordinaria sangre fría, le cambió la chaqueta por su camisa a rayas. Con una sonrisa perversa, se la abotonó hasta el cuello. Un nuevo toque de claxon le hizo dar un respingo. Vestido con la chaqueta de Muo, se marchó a la carrera, perseguido por el ulular de una sirena que pertenecía a la ambulancia de un centro psiquiátrico. El vehículo irrumpió en el descampado y trazó una circunferencia alrededor de Muo. Dos enfermeros de impresionante corpulencia se apearon de ella con una foto en las manos y se acercaron a Muo con precaución.
Muo se despertó, abrió los ojos y vio, en contrapicado, a dos gigantes que lo miraban de hito en hito. También descubrió que llevaba la camisa a rayas de su agresor, cuyo olor le revolvía el estómago.
– Cómo apesta esta ridícula camisa… – murmuró, y volvió a sumirse en la inconsciencia.
Los dos enfermeros efectuaron una minuciosa comparación con la foto. Sin gafas, con la cara desfigurada por enormes moretones y con la nariz sangrándole, Muo estaba irreconocible. Los enfermeros acabaron decidiendo que era el hombre de la foto, el loco que había huido de su centro por el pozo de las letrinas. (Llevaban dos días buscándolo y habían conseguido localizarlo gracias a la llamada telefónica de una pareja de campesinos.) Le propinaron unas cuantas bofetadas para reanimarlo, pero en vano.
Con el faro giratorio encendido, la ambulancia se puso en marcha abandonó el descampado, con Muo esposado en su interior. Ese domingo, el juez Di, el verdadero, no había podido cumplir su deseo de beber en las fuentes; estaba resfriado, después de pasar la noche en blanco jugando al mah-jong . Cómo no. El inevitable mah-jong .
SI SÚBITAMENTE
NOS CONVIRTIÉRAMOS EN OTRO
( De nuestro enviado especial en Chengdu .) Hará aproximadamente una semana, el señor Ma Jin, huido del hospital psiquiátrico, fue encontrado inconsciente al pie de la Colina del Molino, en el lugar de ejecución de los condenados a muerte. Tenía el rostro ensangrentado y cubierto de hematomas. Sufría una leve conmoción cerebral. De regreso en el centro psiquiátrico, al volver en sí, rechazó categóricamente esa identidad y aseguró ser un tal Muo, psicoanalista llegado de Francia en fechas recientes, discípulo de Freud, si bien consideraba a Lacan «intelectualmente interesante, dotado de una fuerte personalidad, capaz de hacer pagar a su clientela parisina fabulosos honorarios por sesiones de consulta que nunca pasaban de los cinco minutos». El doctor Wang Yusheng, uno de los psiquiatras más prestigiosos de nuestro país, subdirector del Centro de Tratamiento de Enfermedades Mentales de Pekín, y el señor Qiu, catedrático titular de Francés de la Universidad de Shanghai, fueron convocados para estudiar al sujeto. Las dos eminencias universitarias sometieron al evadido, señor Ma Jin, a una serie de tests. El paciente recitó en voz alta, y en francés, pasajes enteros de Freud, frases de Lacan, Foucault, Derrida, el comienzo de un poema de Paul Valéry, el nombre de la calle en la que vivía en París, el de la boca de metro más próxima y el del estanco de al lado, El Perro Fumador, el de la cafetería de debajo de su casa, el de la de enfrente, etc. A continuación, invitó a sus examinadores a saborear la belleza de la palabra francesa «amour», así como la riqueza y la intraducible complejidad del vocablo «hélas ». Nuestro brillante francófilo ¿Ma Jin o Muo?) pretendía haber sido agredido y robado por un corredor desconocido. En cuanto a la razón de su presencia en el lugar de ejecución, confesó no recordarla. Un lapsus de memoria probablemente debido al shock que había sufrido.
La conclusión de los dos expertos fue categórica: se trata de uno de los casos más desconcertantes de la historia de la Psiquiatría, conclusión que convulsionó inmediatamente los medios intelectuales de Chengdu. Catedráticos, investigadores, periodistas, estudiantes de Humanidades y sobre todo estudiantes de Filosofía que acariciaban desde hacía mucho tiempo la ambición de convertirse en psicoanalistas acudieron en peregrinación al centro psiquiátrico en las horas establecidas, y la habitación del evadido francófilo no tardó en rebosar de visitas. Era una habitación individual dotada de nuevas medidas de seguridad, con rejas reforzadas y un enfermero-guardián que tenía el ojo pegado a la mirilla de la puerta permanentemente. El enfermo se convirtió en el objeto de todas las especulaciones intelectuales de nuestra ciudad. Cuando lo visité en persona, lo estaba entrevistando un investigador universitario especializado en mitología china, que emborronaba de notas un grueso cuaderno, al tiempo que grababa la conversación en un magnetófono. La pretensión de dicho investigador era establecer una relación entre Ma Jin-Muo y el famoso inmortal cojo, personaje mítico muy popular. (Según la leyenda, cuando el alma de éste regresó de un viaje espiritual, descubrió que uno de sus discípulos había incinerado por error su cuerpo, inanimado desde hacía siete días. Apiadado, el Dios de la Misericordia hizo un milagro, que permitió al alma errante transmigrar secretamente al cadáver de un mendigo cojo que había muerto hacía poco. El resto es fácil de imaginar: de pronto, el cuerpo inanimado despertó, se levantó, soltó una carcajada triunfal y se dirigió renqueando a su antiguo templo, para salvar al traumatizado discípulo, que quería suicidarse.) Entre los regalos de las visitas, esparcidos sobre la cama metálica, encontré y pude hojear una revista estudiantil local impresa artesanalmente, en uno de cuyos artículos se defendía la siguiente hipótesis: el evadido era la reencarnación de un traductor de francés fusilado hace tiempo. Antes de abandonar el centro, pude recoger diversos testimonios que Coincidían unánimemente sobre este punto: el paciente no tenía nada que ver con los otros enfermos. Nunca se quejaba de la comida ni de la rigurosa disciplina. Daba la sensación de estar a gusto allí. No paraba de decir y no precisamente en broma, que un manicomio es la mejor universidad del mundo. Un hombre educado, amable, atento, que tomaba nota de todo, de los gritos histéricos nocturnos, de los efectos de los electroshocks, de los sueños de los demás enfermos, etc. «Era un hombre muy romántico -declaró su enfermero-guardián-. Pese a todos los calmantes que tomaba mañana y tarde, me contó un montón de historias, más o menos picantes chinas o extranjeras y, a cambio, me pedía que le trajera hojas de papel. Escribía cartas de amor largas como novelas, aun sabiendo que nunca llegarían a su destino, dirigidas siempre a la misma mujer, una presa, su amor, de nombre cómicamente inolvidable, según sus propias palabras. Pero nunca me lo reveló. Era su secreto.»
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