De pronto, sonó una campanilla, suspendida del cuello de un búfalo, que apareció al final de un brumoso sendero que serpenteaba entre las tumbas. Muo, que veía al juez Di por todas partes, fue presa del pánico una vez más, pero no tardó en tranquilizarse; detrás del animal caminaba una pareja: un joven campesino, que vestía chaqueta occidental y vaqueros remangados hasta las rodillas y llevaba un pesado arado de madera al hombro, y, a su lado, una muchacha con falda y zapatos de tacón alto y cuadrado de caucho que empujaba una bicicleta. El encuentro con Muo no pareció causar la menor sorpresa a aquellos dos jóvenes modernos, que le indicaron un camino sin interrumpir su conversación íntima, salpicada de risas, y se alejaron como en un poema pastoril, acompañados por el dulce tañido de la esquila del búfalo. ¡Qué armonía matinal! ¡Qué grande y digna del homenaje de uno de sus hijos errantes es mi patria socialista!
Contrariamente a lo que recordaba, el escenario de la tortura suprema, el fusilamiento, era de una insignificancia descorazonadora. Allí no había altas hierbas amarillas, oscilantes y susurrantes; ni tierra empapada con las lágrimas de las víctimas, amarillenta como el gargajo de un viejo enfermo; ni innumerables champiñones blancos y carnosos, proliferando a la sombra de los arbustos; ni aves carroñeras trazando círculos sobre su cabeza, negras al remontar el vuelo, negras al batir las alas, negras al planear en el aire… Un descampado insustancial, en extremo decepcionante. Carente de color, de ruido, de sentido. Solemnemente indiferente al sufrimiento. Los ojos de Muo no tardaron en habituarse a la penumbra y distinguir las siluetas de dos hombres que cavaban con palas, sin hacer apenas ruido.
«Puede que el juez Di haya cambiado de método de “beber en las fuentes” -se dijo Muo-. ¿O serán fantasmas? ¿Las almas de dos muertos que han vuelto para vengarse?»
El rostro de un amigo de la infancia olvidado hacía mucho tiempo regresó a su memoria. Se estremeció, aterrado. Era Chen, apodado Pelos Blancos, el único de sus amigos que, a principios de los años ochenta, había conocido la riqueza y el éxito y se había convertido en yerno del alcalde de la ciudad y presidente de una sociedad que cotizaba en bolsa, para acabar condenado a muerte, hacía tres años, por tráfico de automóviles extranjeros. ¿Lo habrían fusilado al pie de aquella colina? ¿De rodillas? ¿Con la espalda ofrecida al cañón de un fusil anónimo, a la detonación de un arma sin piedad disparada a unos metros detrás de él? Muo había oído decir que la posición de los dedos del condenado era determinante, y que le ataban cuidadosamente los brazos a la espalda para que las balas de los tiradores de élite penetraran precisamente por el pequeño cuadrado que formaban los dedos índice y medio, tras el cual se encontraba el corazón.
Los hombres de las palas vestían uniforme militar sin charreteras de oficial. Ninguno de ellos podía ser el juez Di. El calor volvió a inundar el rostro de Muo. Uno de los soldados llevaba un casco de metal demasiado grande para él y, al apoyar en la pala un pie calzado con una bota sucia y agujereada en la puntera para hundirla en la tierra, el casco, adornado en el centro con una estrella roja, se le cayó de la cabeza y fue a parar al fondo del hoyo, que casi había terminado de cavar. El hombre se agachó, lo recogió y descubrió, muerto de risa, un gusano de tierra marrón con listas verdosas que serpenteaba por la resbaladiza pared del casco. Lo hizo caer y lo cortó en pedazos con la pala. Los pequeños chorros de materia viscosa arrancaron fuertes risotadas a ambos soldados.
No era la primera vez que Muo se sorprendía a sí mismo, pero descubrir que tenía dotes de comediante le produjo una sensación embriagadora. Su mentira brotó con una naturalidad fluida, alada. «¡Oh, flor desnuda de mis labios!», que dijo Mallarmé. Incluso consiguió imitar el tono serio, un tanto académico, de un profesor de Derecho pekinés. Su falsa identidad le iba como un guante. Y su misión gubernamental impresionó a los dos soldados. Muo se interesó por la utilidad de los agujeros que estaban cavando.
– Es -dijo el asesino del gusano- para que, antes de dar la última boqueada, el fulano no ruede de aquí para allá y lo llene todo de sangre.
– Al criminal se lo ejecuta de rodillas -explicó el otro, que parecía más espabilado-, disparándole una bala al corazón. Cae fulminado al agujero. Si se retuerce durante la agonía, la tierra se desmorona a su alrededor y lo inmoviliza. A continuación, vienen los médicos para extraer los órganos. Mañana, si tiene curiosidad, pida una autorización especial. Verá cómo es la cosa sobre el terreno.
Muo lanzó una rápida mirada a los oscuros y malévolos agujeros y sintió que un escalofrío le recorría la espina dorsal.
– Sus explicaciones son muy claras -dijo haciendo como que tomaba notas en un cuaderno.
– Es el filósofo del escuadrón -respondió el asesino del gusano, señalando a su compañero.
Los soldados se despidieron con un respeto casi servil. Antes de que se marcharan, Muo vio aparecer a un hombre de unos cincuenta años, que llegó corriendo, vestido con una camisa blanca a rayas azules que parecía una chaqueta de pijama y a la que le faltaban dos botones.
– El juez Di, que viene a hacer footing -murmuró Muo con voz temblorosa pero particularmente excitada.
– ¿El juez Di? -le preguntó el asesino del gusano a su camarada-. ¿Quién es? Mira qué camisa lleva, parece de las que les ponen a los chiflados.
– ¿No has leído las novelas del holandés? -repuso el filósofo del pelotón-. El juez Ti… – ¡Qué magnífico personaje! ¡Qué detective tan agudo! ¿Sabes qué es la camisa que lleva? Una toga de juez de la dinastía Tang.
Con los ojos brillantes de orgullo, el soldado le estrechó la mano a Muo riendo y se fue con su camarada.
Pero Muo le dio alcance.
– ¿Se burla de mí? Espero al juez más importante de la región, un hombre que puede condenar a muerte a cualquiera. ¿Es él?
– Sí -confirmó el filósofo guiñándole el ojo disimuladamente a su compañero
– Es el famoso juez Di de Chengdu, el rey del infierno de los criminales -remachó el asesino del gusano.
Sentado en el suelo en medio del descampado, Muo siguió con la mirada la trayectoria circular del corredor. No se atrevía a molestarlo. Esperó. Los movimientos de aquel hombre eran tan regulares tan mecánicos, tan inexorables como los del ejército de hormigas que transportaban los trozos del gusano de tierra e iniciaban la difícil ascensión a un tronco de árbol. De pronto, el bocinazo de un vehículo lejano detuvo en seco la carrera del supuesto juez Di, que se quedó escuchando con una inmovilidad teatral. Muo dudó. Pasó otro minuto; luego, todo se produjo al mismo tiempo: la calma volvió; el corredor respiró aliviado; las hormigas reanudaron la marcha. Muo se levantó y, presa de la angustia mordiéndose el seco y agrietado labio, se dirigió hacia el hombre.
– ¿Es usted el señor juez?
El interpelado lo examinó sin responder. Muo tuvo la sensación de que esbozaba un movimiento de cabeza. Con un sentimiento complejo, mezcla de miedo, respeto, odio y desprecio, escrutó el pálido rostro del hombre, particularmente fatigado. Tenía el cuerpo tan delgado, tan huesudo, que parecía carecer de carne, de modo que la camisa blanca a rayas azules le sentaba como un saco. Llevaba el pelo desgreñado. Bajo los ojos, dos inmensas bolsas negras. De pronto, en la cabeza de Muo se hizo la luz: aquel hombre era un desgraciado, perseguido por los fantasmas de sus víctimas. No, él mismo se había convertido en un alma en pena. Olvidando la mentira que llevaba preparada, Muo le tendió la mano.
– Soy Muo, psicoanalista, recién llegado de París. Creo, señor juez, que estoy en condiciones de ayudarlo.
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