– Lo que yo quiero saber es qué presagia ese perro disecado. El dichoso Freud me la refanfinfla.
De pronto, la señora Thatcher se incorporó en la silla, presa de tics nerviosos que se traducían en chasquidos de lengua. Su voz se había vuelto aguda, casi histérica.
– Ahora me acuerdo. Era un perro que despedía un olor… Apestaba a libro mohoso -dijo, y acercó su rostro al mío-. Un olor que se parece un poco al de usted.
– Ese perro disecado significa que dentro de poco se quedará coja.
No era ni un pensamiento ni una visión; simplemente, llevado por la cólera, quise insultarla. Todavía no me explico cómo se me escapó semejante barbaridad de la boca. Del inconsciente. Hay una expresión china para designar a los tullidos: «Los picosos, los cojos, los tiñosos…»
– En el silencio, se oían los crujidos de la silla de bambú, los chasquidos de la lengua de la mujer policía y los bisbiseos de las espectadoras. Luego, la señora Thatcher se echó a reír.
Cuando subí a la motora con mi bicicleta, el barquero me dijo que ese mismo día las mujeres del mercado habían hecho apuestas sobre el futuro de los pies de la señora Thatcher.
Las dos de la mañana. De pronto, me he despertado he intentado recordar el sueño que acababa de tener. Me he levantado para escribirlo, pero desgraciadamente ya era demasiado tarde. Lo esencial del sueño se me ha escapado entre los dedos. ¡Ah, qué espantosa pesadilla, a juzgar por el puñado de imágenes que he conservado! Una reunión política al aire libre, en la calle del Gran Salto Adelante… Una marea negra de cabezas femeninas… Hacía mucho calor, el altavoz aullaba, yo estaba arrodillado en el centro de una tribuna… Tenía una pancarta de cemento, que pesaba una tonelada, colgada del cuello mediante un alambre que se me clavaba en la carne. En ella se leían mi nombre y mi crimen: ladrón de vírgenes. La señora Thatcher hablaba por el micrófono; era evidente que me estaba acusando, aunque yo no conseguía entender lo que decía. Hacía tanto calor que las gotas de sudor que me caían de la frente formaban un charco a mi alrededor. De pronto, con la absurda brusquedad de los sueños, me ataban con cuerdas a la bicicleta de mi padre (la rueda delantera giraba, salpicada de barro), en cuya parte posterior se alzaba mi bandera de intérprete de sueños. En medio de un guirigay de voces y gritos airados, las chicas me arrojaban al Yangtse. El agua oscura y profunda formaba olas. En el fondo había plantas (o más bien hierba, o una especie de algas) que se movían. El agua, que al principio era negra, se volvía verde esmeralda, para volver a oscurecerse y adquirir un tono oliváceo. La bandera se soltaba de la bicicleta giraba ondulando a mi alrededor y luego se alejaba ondeando silenciosamente en las olas.
* * *
Miércoles 28 de junio . El sueño siguió obsesionándome durante el largo y penoso camino hasta el mercado de las muchachas de servicio. Me decía: si la primera escena, la de la reunión política, podía encuadrarse en la categoría de sueños de juicio (acuérdate, Muo, del famoso comienzo del Proceso de Kafka, la frase más escalofriante de toda la historia de la literatura: «Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque una mañana, sin haber hecho nada malo, lo detuvieron»), la segunda, la del ahogamiento, representaba, de acuerdo con una lógica y una cronología incuestionables, la sentencia de ese juicio. No hacía falta ser psicoanalista para reconocer el símbolo de la amenaza inminente que se cernía sobre mi cabeza, de la catástrofe que se me venía encima. Ya veía la fatídica arma de la mujer policía encañonando mi pobre sien de intérprete de sueños. El instrumento del Destino. Traté de ahuyentar la angustia con un encogimiento de hombros, gesto de resignación mental, pero sentía que un sudor frío me empapaba la camisa.
Sin embargo, no estaba totalmente convencido. Me recreaba en mi congoja, estaba a punto de abandonar mi misión… Mi sentido de la lógica, el miedo y determinadas aseveraciones de mis venerados maestros seguían batallando en mi cabeza. Pero fue al llegar a la orilla del Yangtse, mientras esperaba la barca, cuando me acudió a la mente una frase de Jung a propósito del agua. ¡Revelación! Creí haber penetrado en la nebulosa de aquel extraño sueño: el juicio significaba que yo ocultaba un secreto (¿mi proyecto?, ¿mi plan?, ¿mi amor?); en cuanto al ahogamiento, era el agua la que desempeñaba el papel principal, pues, según Jung, es el símbolo primitivo de fuerzas a menudo caprichosas, pero fecundas. Por el momento, el título de la obra de Jung se me resiste, pero podría encontrarla en la biblioteca de cualquier universidad francesa. Recuerdo que me alegré tanto al pensar en esa nueva perspectiva que saqué mi termo de viaje y bebí varios sorbos de té verde, como se hace con un buen whisky. Me quité los zapatos, los até por los cordones, los coloqué en el manillar y, con el pantalón remangado y la bicicleta a la espalda, me metí en el agua. Los Zapatos se balanceaban del extremo de los cordones. Avancé con paso vacilante hacia la barca, que venía a mi encuentro, y subí a bordo. Miré a mi alrededor con un sentimiento de gozo y alivio. Las nubes se deslizaban en silencio y se fundían en el azul del cielo. El casco de la barca se mecía en la corriente. El agua del río murmuraba como para insuflarme una fuerza nueva en las venas.
«Gracias al juez Di -me dije-. Gracias a él, he conocido el corazón salvaje de la vida.»
No esperaba el recibimiento que me dispensaron en la calle del Gran Salto Adelante. Apenas llegué, fui acogido con una salva de chillidos agudos como cantos de grillo, y un torbellino de mujeres entusiasmadas -mis nuevas y fervientes admiradoras, alegres como mariposas- vino a mi encuentro para susurrarme al oído:
– La señora Thatcher está coja. Anoche, al bajar de la barca se torció el tobillo izquierdo.
Jueves 29 de junio . Contra su costumbre, la picosa señora Thatcher no apareció ayer ni ha aparecido hoy. La causa de su esguince de tobillo está por aclarar. Probablemente se trata de la ley psicológica que yo llamo «contrasugestion», según la cual cuanto más se teme un hipotético peligro más prudente se es y menos posibilidades se tiene de escapar de él. En modo alguno prueba que yo sobresalga en el arte de la videncia, en el sentido popular del término.
No obstante, durante dos largos días, he disfrutado de un aura de leyenda y mi clientela ha aumentado considerablemente. De repente, todo el mundo tenía algún sueño que contarme. En pleno mediodía, tras comerse un sándwich, mis clientas soñaban durante su breve siesta, sentadas en el suelo de la calleja. Lo que más me ha gustado es que mis contactos con la población joven del mercado se han multiplicado. (El ojo del ladrón de vírgenes acecha, sin piedad ni descanso. ¿Quién será la víctima del juez Di?)
Ahora puedo comprender la alegría puramente física del botánico que explora un continente desconocido. Se olvida de su misión de descubrir plantas y se deja impregnar por los nuevos olores, agridulces, penetrantes, aromáticos o almizclados, y se recrea la vista con formas extrañas y exquisitas y colores nunca vistos. Yo, por mi parte, temía que mi memoria sucumbiera ante todos los objetos de los sueños de aquellas chicas, unos más sugerentes que otros: un espejo, una puerta de hierro, otra de madera gruesa, un anillo roñoso, una carta manchada de salsa de soja, un frasco de cristal mate que contiene un perfume nacarado, una pequeña pastilla de jabón de forma ovalada, presentada en una cajita negra, un expositor de lápices de labios que gira y gira en una tienda, un puente derrumbado, una escalera excavada en la roca, cuyos peldaños se mueven, se parten y se separan, un trozo de carbón machacado, la caída de una bicicleta con un sillín de franjas multicolores, un cinturón viejo, unas sandalias de charol rojo que caminan por el barro de un sendero… Aquellas pobres chicas, en su mayoría llegadas de las montañas, nunca soñaban con muñecas, osos o elefantes de peluche, y menos aún con trajes blancos o rosa pálido de novia.
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