Zhang Jie - Galera

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Zhang Jie trata en sus libros problemas de actualidad como la corrupción, la burocracia o los cambios económicos, con unos principios literarios que no están en realidad muy lejanos del realismo y el didactismo que imperaba en la China maoísta. Una de sus novelas más representativas es Galera (Fang zhou), crónica de tres mujeres mayores 40 años en la China de finales del siglo XX las tres marcadas por el divorcio y por un entorno que a pesar de los cambios revolucionarios y de las reformas modernizadoras sigue siendo hostil a la mujer que escapa a los papeles tradicionales familiares. Lo que salva una literatura como la de Zhang Jie, que tiene todos los números para convertirse en un aburrido excurso sociológico, es la gracia sutil de una escritura aferrada a las pequeñas cosas y a la vida cotidiana. El feminismo de manual queda atemperado por la capacidad de dar vida al mundo que recrea.

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No tienen intención de esperar a que acabe esta conversación. Es la típica conversación de los cómicos de Hou Baolin [21]. Cuando acaba el diálogo, la actuación ha terminado.

¿Y la otra?

Liu Quan pellizca el brazo de Jinghua.

¡Es Bai Fushan! Tiene el cráneo pegado al aparato, encorvado y sacando el culo, sosteniendo el teléfono con las dos manos. Una vista deplorable.

«Sí, sí. El camarada dirigente lo ha visto. Dice que la película puede traer problemas. ¿Qué? Sí, es cierto. Ya me acuerdo de ti, por eso me ocupo yo del asunto…».

Jinghua tiene escalofríos.

«¿Entiendes?».

Liu Quan le aprieta más el brazo.

«¿Mi mujer no te lo ha contado? ¿Pensabas que te iba a hablar de ello? Sólo busca la fama. Te aviso que ha actuado queriendo, para pisotear a los demás. Estos días, la tormenta ha pasado muy cerca. ¿No te has dado cuenta? Bien. Más vale que lo sepas. No me des las gracias. Hacemos eso ¿Vale? Hasta pronto».

Bai Fushan deja el teléfono y se da media vuelta. Ha dejado ver lo que había tras su máscara. Nada que se pueda comparar con un hombre distinguido. Se acabaron los pantalones con pliegues y las camisas de cuello. Su camisa desabrochada está muy arrugada como si fuese de tela muy basta. Está sudando como un descosido.

A eso se le llama caer sobre su enemigo en un rincón del bosque. Esas dos mujeres le traen mala suerte. Seguro que han oído su conversación. Si no fuese así no le estarían mirando como demonios esperando arrancarle el alma.

Pero ¿qué más da? ¡Mierda! Esas perras con los pechos caídos y dientes podridos no se atreverán a morderle. Tiene ganas de darles una patada como lo hace con todo lo que le obstaculiza su camino. A eso se le llama ojo por ojo, diente por diente. Si Liang Qian se ríe de él, él hará lo mismo.

Pasa como si no las viera o no las reconociera.

«Si no le da vergüenza, podría sentirse al menos confuso o molesto».

A Liu Quan le fastidia no haber encontrado ninguno de estos dos sentimientos en los ojos de Bai Fushan. Sus ojos colorados no expresaban nada, parecían aguas muertas, una marisma con reflejos verdes y ojos de bestias feroces que se alimentan de la sangre de sus víctimas. ¿Qué pueden ver semejantes ojos? ¿Cómo serán las personas y el mundo reflejados en ellos?

– Vaya marido, murmura Jinghua. -Ya se ve que no podemos contar con ellos. ¡Llamemos!

Liu Quan pedalea sin decir una palabra, con los dientes apretados. La cadena de su bicicleta hace ruido. Necesita que la revisen, o al menos que la engrasen.

Han llegado al este de la cuidad y ya son las nueve menos diez.

Deberían haber dejado las bicicletas en un garaje de Xidan y llamar un taxi. Pero ya están acostumbradas a sufrir. Como no tienen a nadie para que las consuelen, no saben lo que significa escucharse.

Semáforos rojos y verdes.

Semáforos verdes y rojos. Les gustaría que sólo hubiese semáforos verdes. Jinghua está muy cansada pero se calla. Se fija en la carretera y se da cuenta de que hay pocos vehículos, sobre todo bicicletas. Los ciclistas pedalean despacio, sin prisas, como la gente que se pasea por los parques. Nadie pedalea como ellas.

Jinghua tiene la sensación de no llegar nunca. Al bajar de la bicicleta ya no siente sus piernas.

Están frente a un bloque de edificios idénticos. A una gata le costaría encontrar a sus crías. Después de pasar por un laberinto de patios, dan con el piso de Zhu Zhenxiang.

– Sube, yo espero aquí. No te asustes. Sigue el plan que hemos preparado por el camino y que hemos repetido varias veces. Te acordarás, tienes buena memoria.

Jinghua intenta mantenerse impasible. En circunstancias como éstas, el espíritu de Liu Quan es similar al de un mechón de cabellos rebeldes. Cualquier estimulación exterior o alusión puede desviar su meta.

Jinghua se da la vuelta para no ver la cara de asustada que pone Liu Quan. Cuando ya está segura de que su amiga ha llegado a la casa de Zhu, se sienta en el suelo y fuma un cigarrillo. Para calmar su impaciencia, saca el humo de la boca con rapidez y suspira. Cuando un transeúnte la mira extrañado deja efe fumar.

Dios mío, Liu Quan ya no se acuerda de lo que tiene que decir. Su cabeza está vacía. No recuerda ni el nombre de su jefe. Últimamente tiene a menudo pérdidas de memoria. Primero pensaba explicar que fue con el consentimiento de su jefe que acompañó a los extranjeros al pequeño restaurante de Wangfujing y que como aquel restaurante no aceptaba los yuanes extranjeros, tuvo que pagar de su bolsillo. Por la noche, para darle las gracias, los extranjeros la invitaron a tomar una taza de café. También lo contó a su jefe… Pero de repente se siente desmoralizada. ¿Para qué contar todo esto? Parece mentira que con 40 años necesite correr de un lado para otro para justificarse y todo por un plato de sopa con tallarines y una taza de café. ¡Qué triste es verse reducida a tan poca cosa! Toda la energía que había almacenado durante el viaje se deshinchó poco a poco como la rueda trasera de su bicicleta.

La esposa de Zhu Zhenxiang trae dos vasos llenos de zumo y hielo. Los deja sin hacer ruido sobre una bandeja entre el sillón de Liu Quan y el de su marido. En esta casa, hasta los vasos son amables y educados como lo son sus amos.

– Sírvase.

– Gracias, -le contesta Liu Quan levantándose.

La esposa de Zhu le sonríe y le hace una señal con la mano para que se vuelva a sentar. Coge de nuevo la bandeja, sale cerrando tras ella la puerta. Ya no se oye la música dulce y lenta del cuarto contiguo.

Ni siquiera les ha mirado por curiosidad o sospecha. Este detalle tendría que haber dado a Liu Quan confianza, pero sigue muda.

Piensa demasiado y se complica la vida. Por eso parece un animal herido. Si tuviese más experiencia, como Zhu Zhenxiang, andaría más a su aire. Hay demasiada diferencia entre sus ojos y su corazón. Siempre se niega a ver lo que le muestran sus ojos y por ello nunca está preparada.

Zhu Zhenxiang ha investigado: sabe que Liu Quan ha cumplido con su trabajo, nadie tiene quejas. En pocos minutos asignó las 25 habitaciones a los huéspedes extranjeros, mientras que Qian Xiuying hubiese tardado diez veces más al no ser tan metódica. Qian Xiuying siempre trabaja con un diccionario grueso chino-inglés debajo el brazo. Mientras ésta habla con los huéspedes del tiempo, o pasa horas delante de un espejo maquillándose, Liu Quan anota en su cuaderno todo el programa del día siguiente, para poder satisfacer los gustos de los invitados. Nunca les pide, como Qian Xiuying, sacarse una foto o gestos muy familiares… pero ¿cómo explicarle que en su vida privada es todo lo contrario? Zhu Zhenxiang desea ayudarle. Sabe que no sabrá defenderse sola ante una persona mal intencionada. ¡Tiene piedad de ella!

– ¿Dónde vive?

Zhu intenta establecer un diálogo. Cuando empiece a hablar se sentirá más relajada.

– En la parte oeste de la ciudad, en la calle los Lotos.

– ¿Hay algún estanque de lotos allí?

– No. Tal vez lo hubiese antes.

Empieza a caer sudor de su frente. Tiene las manos heladas. Su vista se nubla y se siente débil. Apoya sin fuerza su cabeza contra el respaldo del sillón. ¿Qué le ocurre? ¡Si acaba de llegar!

– Las calles de Pekín tienen su historia… -Zhu mira a Liu Quan y se da cuenta de que tiene mala cara. Se levanta y llama a su mujer que está en el otro cuarto-: ¡Zhonglan!, la camarada Liu no se encuentra bien.

La esposa de Zhu llega enseguida. Levanta los párpados de Liu y le toma el pulso.

– ¿Hay que llamar a un coche?

– No hace falta. Prepara un vaso de leche y añádele azúcar.

Ha hablado rápido pero con tranquilidad.

– Lo siento… -dice Liu Quan con una voz muy débil.

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