Ella lo estudió. No parecía que sospechara nada, estaba simplemente irritado.
– Si vieras las cosas que yo veo en el orfelinato, tú también estarías abatido. -Barbara lanzó un suspiro. ¿O no lo estaría? Puede que no.
– Vas a tener que dejarlo. Tengo muchas cosas en la cabeza en estos momentos.
– Es que estoy cansada, Sandy.
– Estás descuidando mucho tu aspecto. Fíjate en este jersey raído que llevas puesto.
– Me lo pongo para el orfelinato.
– Bueno, pero ahora no estás en el orfelinato. -Barbara se dio cuenta de que estaba muy molesto con ella-. Me recuerdas la vez que te conocí. Y te tienes que volver a hacer la permanente. Comprendo por qué aquellas niñas te llamaban cuatro ojos con ricitos. Y, además, te sigues poniendo las gafas.
La intensidad de su dolor y su rabia la dejó asombrada. Cuando hacía enfadar a Sandy, éste raras veces contraatacaba con semejante violencia. Sabía cómo herirla. Tuvo que hacer un esfuerzo para controlar el temblor de su voz. Se levantó.
– Voy arriba a cambiarme -dijo.
Sandy la miró con una sonrisa radiante en los labios.
– Eso ya está mejor. Tengo que leer unos papeles… dile a Pilar que cenaremos a las ocho.
Barbara abandonó el salón. Mientras subía al piso de arriba, pensó: «Cuando saque a Bernie de aquí, regresaré a Inglaterra. Lejos de este lugar horrible, lejos de él.»
Luis no estaba en el café cuando ella llegó al día siguiente. Miró a través de la luna que daba a la calle y sólo vio a unos cuantos obreros acodados en la barra. Era una tarde grisácea, muy fría y desapacible.
Se acercó a la barra y pidió un café. La gorda la miró inquisitivamente.
– ¿Otro trabajito, señora? -le preguntó, guiñándole el ojo.
Barbara se ruborizó sin decir nada.
– Su amigo es muy guapo, ¿verdad, señora? Aquí tiene su café.
Una pareja de ancianos permanecía sentada a una mesa, contemplando sus tazas vacías. Ya estaban allí la otra vez, pensó Barbara mientras se sentaba a su mesa de costumbre y encendía un cigarrillo. Los estudió. No parecían espías, simplemente una pareja de ancianos que se había ido a pasar un rato en el café porque allí se estaba calentito. Tomó un sorbo de su café; sabía a aguachirle caliente. Ya llevaba diez minutos esperando con creciente nerviosismo, cuando finalmente apareció Luis. Éste entró casi sin resuello y la miró como disculpándose. Pidió un café en la barra y se le acercó presuroso.
– Discúlpeme, señora, es que me he cambiado de casa.
– No se preocupe. ¿Tiene alguna noticia?
Luis asintió con la cabeza y se inclinó hacia ella con expresión anhelante.
– Sí. Hemos hecho progresos. Agustín ya ha conseguido que lo incluyan en los turnos de guardia de la cantera. En el momento oportuno, se pondrá de acuerdo con su amigo para que éste pida ir al lavabo diciendo que… -carraspeó como si le diera vergüenza-… tiene diarrea. Le propinará a Agustín un golpe en la cabeza, le robará las llaves de las esposas y escapará.
– ¿Van esposados? -Era uno de los horrores que había imaginado.
– Pues sí, tendrá que ir al lavabo esposado.
Barbara lo pensó un momento y después asintió con la cabeza.
– Muy bien. -Encendió otro pitillo y le ofreció la cajetilla a Luis-. ¿Cuándo? Cuanto más se prolongue la espera, tanto mayor será el peligro. Y no simplemente a causa de la situación política. Es que ya no aguanto más, mi… marido… se ha dado cuenta de que no soy la misma.
Luis se revolvió en su asiento.
– Me temo que ahí está el problema. Agustín tiene tres semanas de permiso a partir de la semana que viene. No regresará hasta principios de diciembre. Habrá que esperar hasta entonces.
– ¡Pero si todavía falta un mes! ¿No puede cambiar la fecha del permiso?
– Por favor, señora, baje la voz. Piense en lo sospechoso que resultaría si Agustín cancelara de repente el permiso que tenía previsto desde hace varios meses y, estando de servicio, se registrara una fuga.
– Todo esto me parece muy mal. ¿Y si España entra en guerra, y si yo me tengo que ir?
– Llevan desde junio diciendo que vamos a entrar y hasta ahora no ha ocurrido nada, ni siquiera después de la entrevista de Franco con Hitler. Le prometo, señora, que se hará lo antes posible, cuando Agustín regrese al trabajo. Y todo será más fácil cuando los días sean más cortos… la oscuridad favorecerá la fuga de su amigo.
– Se llama Bernie… Bernie. ¿Por qué no puede utilizar su nombre?
– Sí, claro, Bernie.
Barbara reflexionó cuidadosamente.
– ¿Cómo se podrá trasladar desde el campo de prisioneros hasta Cuenca? Irá vestido de paisano.
– Todo es territorio abrupto y rural hasta llegar a la garganta de Cuenca, con sitios de sobra donde esconderse. Y hay un lugar de Cuenca en el que usted se podrá reunir con él. Todo eso lo arreglará Agustín.
– ¿Cuál es la distancia entre el campo de prisioneros y Cuenca?
– Unos ocho kilómetros. Pero, mire, señora, su Bernie es un prisionero fuerte como el que más. Están acostumbrados al trabajo duro y a las largas caminatas invernales. Lo conseguirá.
– ¿Qué sabe Bernie? ¿Sabe que yo estoy intentando ayudarlo?
– Todavía no. Así es más seguro. Agustín sólo le dijo que ya llegarán tiempos mejores. No le quita el ojo de encima.
– Poco lo podrá vigilar desde Sevilla.
– Eso es inevitable. Lo siento, pero no podemos hacer nada más.
– Muy bien. -Barbara suspiró y se pasó una mano por la cara. ¿Cómo podría resistir las semanas que tenía por delante?
– Ahora ya está todo arreglado, señora. -Luis la miró con intención-. Acordamos que yo cobraría la mitad cuando todo estuviera arreglado.
Barbara denegó con la cabeza.
– No exactamente, Luis. Yo le dije que le pagaría la mitad cuando hubiéramos elaborado un plan. Eso significa cuando yo sepa cómo y cuándo se llevará a efecto el plan.
Vio un destello de furia en sus ojos.
– Su amigo tendrá que pegarle a mi hermano un fuerte golpe en la cabeza para que ellos se crean la historia. Después, Agustín se tendrá que quedar quizá varias horas en Tierra Muerta para darle ocasión de escapar. Y ya hay nieve en los picos de la sierra.
Barbara lo miró desde lo alto de su estatura superior.
– Cuando tenga una fecha, Luis. Una fecha.
– Pero…
Se calló de golpe. Dos guardias civiles acababan de entrar en el local con sus tricornios y sus capas cortas brillando cual carapachos de insectos. Las armas resultaban visibles en las fundas amarillas que llevaban al cinto. Se acercaron a la barra.
– ¡Mierda! -exclamó Luis por lo bajo. Hizo ademán de levantarse, pero Barbara apoyó una mano en su brazo.
– Siéntese. ¿Qué van a pensar si nos largamos en cuanto ellos aparecen?
Luis volvió a sentarse. La vieja atendió a los guardias, comentándoles el frío que hacía.
– Demasiado frío para irnos directamente a casa después del servicio, señora. -Tomaron sus cafés y se sentaron. Uno de ellos miró con curiosidad a Barbara y después le murmuró algo a su compañero. Ambos se echaron a reír.
– Vamos, señora, vámonos ahora mismo. -Luis temblaba de inquietud.
– De acuerdo. Pero muy despacio.
Se levantaron y salieron a la calle. Ambos lanzaron un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró a su espalda.
– Me ha decepcionado con eso del dinero, señora -dijo Luis con expresión enfurruñada-. Ciertas cosas escapan a mi control.
«¿Se habrá cambiado de casa confiando en el dinero que pensaba cobrar?», se preguntó Barbara. Habría sentido mucho que así fuera.
– Cuando yo tenga una fecha, usted tendrá el dinero.
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