– Me han dicho que uno o dos hablan inglés. Creo que muchos argentinos lo hablan.
– Bueno pues, ya veremos cómo lo arreglamos. -Barbara adoptó el jovial y confiado tono de voz de solterona que solía utilizar con hombres como aquéllos. Esperaba salir airosa de aquella prueba con el difícil y sibilante acento argentino.
– Creo que el aparato está a punto de tomar tierra-dijo Gore-Brown-. Podríamos subir a verlo a la sala de espera.
– Sería estupendo -dijo uno de los hombres de negocios-, nunca he visto aterrizar un avión.
– Se ve que no ha estado usted en la RAF -dijo un rubicundo sujeto con bigote de guías enroscadas hacia arriba.
– Cinco años en acorazados, amigo. Derribé a unos cuantos, pero nunca he visto aterrizar ninguno.
Los componentes del grupo subieron entre risas la escalera que conducía a la cubierta de observación. Un amplio ventanal daba a la pista de aterrizaje. Había un par de aparatos cuyos pasajeros estaban desembarcando.
– Ya lo tenemos aquí -dijo el marino.
Barbara observó cómo un biplano de tamaño sorprendentemente pequeño se posaba en la pista y rodaba lentamente hacia ellos. Barbara sacó los papeles de la cartera de documentos. Gore-Brown se inclinó hacia ella.
– ¿Cuál es el hombre de Fray Bentos? -le preguntó.
– Barrancas.
– Estupendo. Encárguese de colocarlo a mi lado. Aquí podría hacer un buen negocio. Estoy en el sector de la distribución. Se puede sacar mucho partido a la cuota de carne -añadió, guiñándole el ojo.
El aparato ya se había detenido. Un par de operarios vestidos con monos acercaron la escalerilla a la puerta. Ésta se abrió y un grupito de hombres bajó los peldaños. Todos estaban muy bronceados y llevaban sombrero y pesados abrigos. Inglaterra debía de parecerles muy fría, pensó Barbara. Entornó los párpados y se puso las gafas. Algo en el último hombre del grupo se le antojaba familiar. Se mantenía ligeramente apartado de los demás y miraba alrededor como si lo que estaba viendo le encantara. Barbara se aproximó al cristal y observó al otro lado de éste.
Gore-Brown se acercó a ella.
– Este último es Barrancas -dijo-. Me enviaron la fotografía. Creo que es uno de los que hablan inglés.
Pero su apellido, en realidad, no era Barrancas, y Barbara lo sabía. Conocía a aquel individuo rechoncho, ahora un poco más corpulento y con los hombros encorvados, aquel rostro de facciones marcadas y bigote a lo Clark Gable. Vio cómo Sandy Forsyth cruzaba la pista de aterrizaje para acercarse a ellos, sonriendo como un emocionado y curioso colegial mientras levantaba el rostro a la soleada tarde inglesa.
Estoy profundamente agradecido a varios amigos que leyeron el manuscrito de Invierno en Madrid y que abordaron conmigo las cuestiones más peliagudas de perspectiva política, histórica y cultural que planteaba el libro a partir de una variedad sorprendentemente amplia de puntos de vista. Mi gratitud a Roz Brody, Emily Furman, Mike Holmes, Caroline Hume, Jan King, Tony Macaulay, Charles Penny, Mari Roberts por su revisión del manuscrito original y William Shaw; a mi agente Antony Topping y a mi editora María Rejt en Macmillan. Gracias también a Will Stone, por su ayuda en las investigaciones en una circunstancia decisiva. Como siempre, doy las gracias a Frankie Lawrence por el mecanografiado y por la identificación de algún que otro gazapo.
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