C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¿Cómo está? -le preguntó a Barbara.

– Todavía inconsciente -contestó ella en voz baja-. Ya me preocupó al principio; pero es que ya estaba muy débil y ha perdido mucha sangre. -Levantó una mano manchada de sangre y consultó el reloj-. Has ido muy rápido.

– ¿Por qué no nos habrán obligado a detenernos? -preguntó Harry, muy nervioso.

– No lo sé. A lo mejor aquel guardia civil ha tardado mucho en regresar.

– Llevaba una radio. Y aquí las fuerzas policiales son lo único que funciona. -Una idea a la que había estado dando vueltas en su mente durante todo el viaje afloró ahora a la superficie-. A lo mejor esperan a atraparnos aquí, en Madrid. -Harry miró a Barbara a través del espejo retrovisor. Estaba pálida y agotada.

– ¿Dónde está la pistola?

– En el bolsillo de Bernie. No quiero molestarlo. El movimiento lo podría volver a hacer sangrar.

Harry vio pasar velozmente los altos edificios de las calles; se estaban acercando al centro de la ciudad.

– Puede que tengamos que abrirnos paso a tiros -dijo-. Deja que la lleve yo.

Barbara vaciló un instante y después palpó el bolsillo de Bernie. Le pasó la pistola a Harry, manchada de sangre negra reseca. Éste la acunó sobre sus rodillas. Tuvo un recuerdo fugaz de sí mismo sentado en la catedral con Sofía y, de repente, pegó un brinco y se desvió para evitar un gasógeno que avanzaba chisporroteando muy despacio por la calle. El conductor tocó enfurecido la bocina.

Al final, apareció ante sus ojos el edificio de la embajada. Harry pasó por delante de la entrada, despertando la curiosidad del único guardia civil que estaba de guardia, y después dobló la esquina para dirigirse al aparcamiento. Estaba casi desierto. Harry se detuvo junto a la puerta posterior. Estaban en territorio británico. En el primer piso, vio luz en una sola ventana protegida por una cortina; el funcionario de guardia. La cortina se movió y apareció una cabeza.

Harry se volvió hacia Barbara. En su blanco rostro destacaba una mancha de sangre.

– Alguien bajará dentro de un minuto. Vamos a sacar a Bernie. ¡Oh, Dios mío, qué mala cara tiene!

Bernie mantenía los ojos cerrados, su respiración era muy superficial y sus mejillas estaban más hundidas que nunca. Los pantalones de Bernie estaban fuertemente vendados con unas tiras anchas del forro del abrigo de Barbara.

– ¿Lo puedes despertar? -preguntó.

– No estoy muy segura de que convenga moverlo.

– Pero es que tenemos que llevarlo dentro. Inténtalo.

Barbara comprimió el hombro de Bernie primero muy suavemente y, después, con más fuerza. Bernie soltó un gruñido, pero no se movió.

– Me tendrás que ayudar a llevarlo -dijo Barbara.

Harry descendió del vehículo. Abrió la puerta de atrás y sujetó a Bernie por los hombros. Se sorprendió de lo liviano que era su cuerpo. Barbara lo ayudó a colocarlo en posición sentada. La sangre rezumaba a través del vendaje improvisado y había manchado todo el asiento de atrás y la ropa de Barbara.

Se oyó el ruido de unos pestillos que alguien estaba descorriendo. Después se abrió una puerta y unas pisadas crujieron sobre la nieve. Al volverse, vieron la mirada de Chalmers, un hombre alto y delgado de treinta y tantos años con una nuez muy pronunciada. Incluso a aquella hora de la noche vestía un convencional traje de calle. Les iluminó la cara con una linterna y abrió los ojos como platos al ver sus ropas manchadas de sangre.

– ¡Santo cielo!, ¿qué es eso? ¿Quiénes son ustedes?

– Soy Brett, uno de los traductores. Llevamos a un herido, necesita atención médica.

Chalmers concentró la luz de la linterna en Bernie.

– ¡Dios mío! -Iluminó el interior del automóvil y contempló horrorizado la sangre que empapaba los asientos de atrás-. ¡Dios mío!, pero ¿qué ha pasado aquí? ¡Éste es uno de nuestros vehículos!

Harry ayudó a Barbara a arrastrar a Bernie hasta la puerta abierta. Gracias a Dios, todavía respiraba. Emitió otro gemido. Chalmers corrió tras ellos.

– ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién es? ¿Ha habido un accidente?

– Le han disparado. Es británico. Por Dios bendito, hombre, ¿quiere usted hacer el favor de decidirse de una vez y llamar a un médico? -Harry empujó la puerta y entraron tambaleándose. Se encontraban en un largo pasillo; Harry empujó la puerta del despacho más cercano y entraron. Él y Barbara depositaron a Bernie cuidadosamente en el suelo mientras Chalmers se acercaba al teléfono.

– Doctor Pagall -dijo éste-. Llamen al doctor Pagall.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó Harry lacónicamente mientras Chalmers colgaba el aparato.

– No mucho. Pero, por el amor de Dios, Brett, dígame qué ha ocurrido.

La imagen del cuerpo de Sofía cayendo con una espasmódica sacudida hacia atrás apareció de nuevo en su mente. Harry dio un respingo y respiró hondo. Chalmers lo miraba con curiosidad.

– Oiga, llame a Simón Tolhurst, Operaciones Especiales, su número está en la agenda. Déjeme hablar con él.

– ¿Operaciones Especiales? Dios mío. -Chalmers frunció el entrecejo; a los funcionarios corrientes no les caían muy bien los espías. Marcó otro número y le pasó el aparato a Harry.

– ¿Sí, dígame? -contestó una voz soñolienta.

– Soy Harry. Es una emergencia. Estoy en la embajada con Barbara Clare y un inglés que ha resultado herido de bala. No, no es Forsyth. Un prisionero de guerra. Sí, de la Guerra Civil. Está gravemente herido. Ha habido un… incidente. El general Maestre ha muerto de un disparo.

Tolhurst actuó con sorprendente rapidez y decisión. Le dijo a Harry que estaría allí de inmediato y que llamaría a Hillgarth y al embajador.

– Quédate donde estás -terminó diciendo.

«Como si pudiera ir a otro sitio», pensó Harry mientras colgaba el teléfono. Recordó a Paco y Enrique, que esperaban en casa. Se estarían preguntando dónde estaban él y Sofía. Aquello sería el final para Paco.

– Le dije que no viniera -murmuró.

Tolhurst y el médico llegaron al mismo tiempo. El médico era un español de mediana edad, todavía medio muerto de sueño. Se acercó a Barbara y ésta le explicó lo ocurrido. Tolhurst se tomó con sorprendente calma la imagen de Bernie tendido en el suelo con la ropa empapada de sangre y la de Barbara tan empapada como la suya.

– ¿Es ésta la señorita Clare? -le preguntó a Harry en voz baja.

– Sí.

– ¿Quién es este hombre?

Harry respiró hondo.

– Un brigadista internacional retenido ilegalmente en un campo de trabajos forzados durante tres años. Somos viejos amigos. Teníamos un plan para rescatarlo; pero falló.

– ¡Qué barbaridad! -Tolhurst miró a Barbara-. Será mejor que los dos vengáis a mi despacho.

Barbara levantó la vista.

– No, soy enfermera; puedo ayudar.

El médico la miró con dulzura y le dijo amablemente:

– No, señorita, prefiero trabajar solo. -El médico había empezado a retirar el vendaje y Harry vio fugazmente un retazo de carne roja hecha papilla y hueso blanco. Barbara contempló la herida y tragó saliva.

– ¿Lo podrá… lo podrá ayudar?

El médico levantó las manos.

– Trabajaré mejor si usted me deja solo. Por favor.

– Vamos, Barbara. -Harry la sujetó por el codo y la ayudó a levantarse. Abandonaron la estancia con Tolhurst y subieron por una escalera oscura. En todo el edificio se estaban encendiendo las luces y se oían murmullos mientras el personal del turno de noche se preparaba para hacer frente a la crisis.

Tolhurst encendió la luz de su despacho y les indicó unos asientos. «Ayer estuve aquí -pensó Harry-, justo ayer. En otro tiempo, otro mundo. Sofía estaba viva.» Tolhurst se sentó a su escritorio, con sus rasgos mofletudos serenados en una tensa expresión de alerta.

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