C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Bueno, Harry. Dime exactamente qué ha ocurrido. ¿Qué demonios es eso de que Maestre ha muerto de un disparo?

Harry le contó la historia a partir del momento en que Barbara se había presentado en su casa para explicarle el plan hasta el rescate de aquella tarde. Tolhurst no paraba de mirar a Barbara. Ésta permanecía hundida en el sillón con sus empañados ojos perdidos en el espacio.

– ¿Y todo esto lo hizo usted sin decirle nada a Forsyth? -le preguntó bruscamente Tolhurst en determinado momento.

– Sí -contestó Barbara con indiferencia.

Harry le habló de la emboscada en el claro del bosque.

– Dispararon contra Sofía -dijo, y por primera vez se le quebró la voz-. Le pregunté a Maestre por qué y me dijo que porque los españoles necesitaban mano dura.

Tolhurst respiró muy hondo. «Ayúdanos, Tolly -pensó Harry-, ayúdanos.» Y, a continuación, pasó a describirle cómo habían escapado mientras Tolhurst volvía a mirar a Barbara con incrédulo asombro.

– ¿Usted pasó con el automóvil por encima de un hombre y mató a otro de un disparo?

– Sí -contestó Barbara, mirándolo a los ojos-. No me quedó más remedio.

– ¿Y el arma la tiene aquí ahora? -preguntó Tolhurst.

– No. La tiene Harry.

Tolhurst alargó una mano.

– Dámela, muchacho, por favor.

Harry se metió la mano en el bolsillo y se la entregó. Tolhurst la guardó en el cajón de su escritorio, haciendo una mueca de desagrado al ver la sangre que la manchaba. Se limpió cuidadosamente los dedos con un pañuelo y después se inclinó hacia delante.

– Eso es muy grave -dijo-. Un subsecretario ministerial muerto y un funcionario de la embajada implicado. Y después de lo que Franco le dijo ayer a Hoare… mierda -añadió, meneando la cabeza.

– No ha sido un asesinato -afirmó rotundamente Barbara-. Ha sido en defensa propia. La única que ha sido asesinada es Sofía.

Tolhurst la miró frunciendo el entrecejo como si fuera una estúpida incapaz de comprender la importancia de la situación. Harry sintió que el peso de la decepción se añadía al dolor sordo y profundo que experimentaba; esperaba que Tolhurst los pudiera ayudar y, en cierto modo, ponerse de su parte. Pero, en realidad, ¿qué otra cosa habría podido hacer?

Tolhurst volvió bruscamente la cabeza al oír el timbre del teléfono de su escritorio. Levantó el auricular.

– Muy bien -dijo, respirando hondo-. El capitán y el embajador están aquí. Tendré que informarles de lo ocurrido. -Se levantó y abandonó la estancia.

Barbara miró a Harry.

– Quiero ver a Bernie -dijo con firmeza.

Harry vio una mancha de sangre en sus gafas.

– Me ha parecido que el médico sabía lo que hacía.

– Quiero verlo.

Harry experimentó un repentino arrebato de furia. ¿Por qué ella había sobrevivido y, en cambio, Sofía había muerto? Era curioso, ambos se habrían tenido que consolar el uno al otro y, sin embargo, él sólo sentía aquella furia terrible. Al inclinarse sobre Sofía, había observado que sus ojos inexpresivos estaban entornados y que sus labios entreabiertos mostraban un atisbo de sus blancos dientes fuertemente apretados en el momento en que le habían arrancado la vida. Parpadeó, tratando de borrar aquella imagen de su mente. Ambos permanecieron sentados en silencio. La espera les pareció interminable. De vez en cuando, oían voces cortantes y pisadas en el exterior del despacho. Harry volvió a notar un zumbido en su oído malo.

Se oyeron otras voces en el pasillo. El profundo timbre de voz de Hillgarth y la estridente jerigonza del embajador. Harry se puso tenso cuando la puerta se abrió. Hillgarth vestía traje de calle y, como de costumbre, estaba más fresco que una rosa, con el cabello negro alisado hacia atrás y los grandes ojos castaños más penetrantes que nunca. En cambio, Hoare era un completo desastre, con el traje puesto de cualquier manera, los ojos enrojecidos y el fino cabello blanco de punta. Miró a Harry hecho una furia y palideció intensamente al ver a Barbara cubierta de sangre. Se sentó al escritorio de Tolhurst, con éste a un lado y Hillgarth al otro.

Hillgarth miró a Barbara.

– ¿Está usted herida? -le preguntó con sorprendente dulzura.

– No, estoy bien. Por favor, ¿cómo está Bernie?

Hillgarth no contestó, sino que se volvió muy despacio hacia Harry.

– Brett, Simón me dice que su novia ha muerto.

– Sí, señor. Los guardias civiles dispararon contra ella con una ametralladora.

– Lo siento muchísimo. Pero usted nos ha traicionado. ¿Por qué lo ha hecho?

– Dispararon contra ella con una ametralladora -repitió Harry-. Porque quebrantó la ley y hay que tener mano dura con la gente.

Hoare se inclinó hacia delante con una cara que era la viva imagen de la indignación y la furia.

– ¡Y a usted también lo reclaman por asesinato, Brett! -El embajador se volvió y señaló a Barbara con el dedo-. ¡Y a usted también! -Ella lo miró con asombro. El embajador levantó la voz-. He telefoneado a uno de nuestros amigos del Gobierno. Lo saben todo al respecto, aquel guardia civil regresó al claro del bosque y se encontró con una carnicería. Sus superiores acudieron a El Pardo. Han tenido que despertar al Generalísimo. ¡Mierda! -gritó-. ¡Los tendría que entregar a los dos para que los llevaran al paredón y los fusilaran! -Le temblaba la voz-. ¡Un subsecretario del Gobierno muerto de un disparo!

– Fue Piper quien lo hizo -terció Hillgarth en un susurro-. A ellos no les interesan realmente Brett y la señorita Clare; Sam, Franco no quiere por nada del mundo que ahora se produzca un grave incidente diplomático. Piénselo bien, habrían podido detenerlos por el camino, pero les han permitido llegar hasta aquí.

Hoare volvió a dirigir su atención a Harry, parpadeando a ritmo sincopado a causa de un tic en la mejilla.

– ¡Lo podría acusar de traición, joven, lo podría enviar a casa para que lo metieran entre rejas! -Se pasó una mano por el cabello-. ¡Yo habría sido virrey de la India, Winston prácticamente me lo había prometido! ¡Habría sido virrey en lugar de tener que enfrentarme con esta locura, estas imbecilidades, estos necios! Eso podría estar muy bien para este nuevo hombre de la oficina de Madrid en Londres… ¿cómo se llama…?

– Philby -dijo Hillgarth-. Kim Philby.

– ¡Eso estaría muy bien para que lo manejara Philby! ¡Pero ahora Winston me va a echar la culpa a mí!

– Bueno, Sam -dijo Hillgarth en tono apaciguador.

– ¿Cómo que bueno?

Barbara preguntó con un hilillo de voz.

– Por favor, ¿me pueden decir cómo está Bernie? Por favor. Esta sangre es suya, lo hemos traído desde Cuenca; por favor, díganme algo.

Hoare hizo un gesto de impaciencia.

– El médico ha dispuesto su envío al hospital, necesita una transfusión. Esperemos que tengan el equipo necesario porque, lo que es yo, no pienso enviarlo a una clínica privada. Si sale de ésta, quizá no pueda volver a utilizar la pierna izquierda, daño neurológico o algo parecido. -El embajador miró a Barbara frunciendo el entrecejo-. Y, si no sale, por lo que a mí respecta, ¡que tenga un buen viaje! ¡Un grave incidente diplomático por culpa de un terrorista rojo de mierda! Al menos, no tenemos que preocuparnos por la otra, la española que ha resultado muerta.

Barbara pegó un respingo hacia atrás en su asiento, como si acabaran de propinarle un puñetazo. Una momentánea expresión de satisfacción se dibujó en el rostro de Hoare, lo cual ejerció un efecto definitivo en Harry: todo el dolor, el pesar y la cólera se concentraron de golpe en su mente; por lo que, lanzando un grito, éste cruzó la estancia en dirección a Hoare y rodeó el huesudo cuello del embajador con sus manos. El hecho de apretar su piel reseca y de sentir cómo los tendones cedían bajo su presa, lo llenó de una inmensa sensación de liberación. El rostro de Hoare se congestionó y la boca se le abrió. Harry pudo contemplar directamente el fondo de la garganta del embajador de su majestad británica en Misión Especial ante la Corte del generalísimo Francisco Franco. Los brazos de Hoare se agitaron débilmente mientras éste trataba de agarrar los hombros de Harry.

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