C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Tienes un poco de fiebre -dijo.

Sacó la cajetilla y le ofreció un cigarrillo. Él rió.

– Un cigarrillo como Dios manda. Gold Flake.

– Sandy solía conseguirlos.

Bernie tomó su mano y la miró a la cara.

– Traté de olvidarte -dijo-. En el campo.

– ¿Y lo conseguiste? -preguntó ella, con una frivolidad forzada.

– No. Intentas olvidar las cosas buenas para que no te atormenten. Pero vuelven incesantemente a tu memoria. Como las fugaces visiones de las casas colgadas. Las veíamos a veces, cuando subíamos a la cantera. Flotando por encima de la niebla. Eran como una especie de espejismo. Me han parecido muy pequeñas cuando antes pasamos por delante de ellas.

– No sabes cuánto siento lo de Sandy -dijo Barbara-. Pero es que… cuando pensé que habías muerto, me derrumbé. Además, al principio, era muy cariñoso; o, por lo menos, lo parecía.

– Jamás tendría que haberte dejado. -Bernie le apretó la mano con fuerza-. Cuando Agustín me dijo que eras tú la que estabas organizando la fuga, cuando me dijo tu nombre, fue el mejor momento, el mejor. -Experimentó una oleada de emoción-. Jamás te volveré a dejar.

Se abrió la puerta del bar y, a través de ella, se filtró al exterior un olor a vino rancio y a humo de cigarrillos. Salieron dos obreros y echaron a andar cuesta arriba, mirando con asombro al cuarteto que había junto a la fuente. Harry y Sofía se acercaron a ellos.

– No podemos quedarnos aquí -dijo Harry-. ¿Puedes seguir?

Bernie asintió con la cabeza. Al levantarse, fue como si introdujera los pies en el fuego; pero procuró no hacer caso, ya estaban casi a punto de llegar.

Caminaron muy despacio sin apenas decir nada. Bernie descubrió que, pese al dolor de pies, sus sentidos parecían haberse agudizado: el ladrido de un perro, la contemplación de un árbol gigantesco en medio de la oscuridad, el aroma del perfume de Barbara; las mil y una cosas que le habían sido arrebatadas desde el año 1937. Dejaron atrás la ciudad, cruzaron el puente y bajaron por la larga y desierta carretera hasta el campo donde estaba el automóvil. Se había puesto a nevar, aunque no mucho; unos minúsculos copos que emitían un suave susurro al caer sobre la hierba. La ropa nueva mantenía a Bernie abrigado y su insólita suavidad constituía para él una nueva sensación.

– Ya casi estamos -le murmuró Barbara al final-. El automóvil está tras aquellos árboles.

Cruzaron la entrada y siguieron los surcos del camino mientras Bernie apretaba los dientes cada vez que sus botas resbalaban sobre el terreno accidentado. Harry y Sofía caminaban un poco adelantados y Barbara seguía acompañando a Bernie. Éste distinguió de repente la forma borrosa de un automóvil algo más allá.

– Yo conduciré -le dijo Barbara a Harry.

– ¿Seguro?

– Sí. Tú nos has llevado a la ida. Bernie, siéntate detrás para estirar las piernas.

– De acuerdo. -Se apoyó contra el metal frío del Ford, mientras Barbara abría la puerta del piloto. Arrojó la mochila al interior y se deslizó hacia el asiento del copiloto para desactivar el dispositivo de apertura de las demás puertas. Harry abrió una puerta posterior y esbozó su tranquilizadora sonrisa de siempre.

– Su automóvil, señor.

Bernie le apretó el brazo.

De pronto, Sofía levantó la mano.

– Oigo algo -dijo en voz baja-. Entre los árboles.

– Será un ciervo -dijo Bernie, recordando el que le había pegado un susto en su escondrijo.

– Espera. -Sofía se apartó del automóvil y se acercó al carrascal. Los árboles arrojaban sombras alargadas y negras sobre la hierba. Los otros se la quedaron mirando. Se detuvo y atisbo entre las ramas.

– No oigo nada -murmuró Bernie. Miró hacia el interior del vehículo. Barbara se volvió para mirarlos inquisitivamente desde la parte anterior del automóvil.

– Anda, vamos -gritó Harry.

– Sí, ya voy. -Acto seguido, Sofía se apartó.

El rayo de luz de un reflector los iluminó desde los árboles. Una ametralladora empezó a escupir fuego desde la arboleda y Bernie vio volar unas ramitas por el aire mientras Sofía, iluminada por el reflector, pegaba un brinco y experimentaba unas sacudidas violentas, desgarrada por las balas. Unas salpicaduras de sangre volaron desde su pequeña figura cuando ésta cayó y alcanzó violentamente el suelo.

Harry quiso echar a correr hacia ella, pero Bernie lo agarró por el brazo y, con una fuerza insospechada, lo arrojó contra el costado del automóvil. Harry forcejeó un segundo, aunque enseguida dejó de hacerlo al ver aparecer por entre los árboles a una pareja de la Guardia Civil con sus negros tricornios brillando bajo la luz del reflector. El mayor de los guardias, un hombre de rostro severo, les apuntó con una pesada metralleta, mirándolos con frío e inexpresivo semblante. El otro, que era joven y parecía un poco asustado, no había echado mano al fusil, sino que empuñaba un revólver.

Bernie se quedó sin respiración. Jadeaba y trataba de respirar sin dejar de sujetar a Harry por los hombros. El guardia civil de mayor edad se acercó a Sofía y le levantó la cabeza con el pie, soltando un gruñido de satisfacción al ver que ésta caía exánime hacia atrás. Harry trató por segunda vez de soltarse, pero Bernie se lo impidió pese a lo mucho que le dolía el hombro.

– Demasiado tarde -dijo.

Se volvió para mirar hacia el automóvil. Barbara seguía inclinada sobre el asiento con expresión aterrorizada. Los guardias civiles se situaron a cierta distancia, apuntándoles con sus armas mientras dos hombres uniformados emergían de su escondrijo. Uno de ellos era Aranda, con su hermoso rostro iluminado por una sonrisa. El otro era mayor y más delgado, con unos mechones de cabello negro peinados hacia atrás sobre la calva y una siniestra expresión de satisfacción en su curtido rostro de soldado.

– Maestre -dijo Harry-. ¡Dios mío!, es el general Maestre. ¡Oh, Dios mío!, Sofía. -Se le quebró la voz mientras rompía en irreprimibles sollozos.

Los militares se acercaron a ellos caminando a grandes zancadas. Maestre miró a Harry con desprecio y dijo, levantando la voz:

– Señorita Clare, baje del vehículo.

Barbara salió. Parecía a punto de derrumbarse; se apoyó contra la puerta abierta, contemplando con expresión de profundo dolor el cuerpo de Sofía. Aranda miró a Bernie con una jovial sonrisa.

– Bueno, ya hemos vuelto a atrapar a nuestro pajarito.

Harry miró a Maestre.

– ¿Cómo lo supo? ¿Fue Forsyth?

– No. -El subsecretario lo miró fríamente-. Este rescate lo organizamos nosotros, señor Brett. El coronel Aranda y yo somos viejos amigos, servimos juntos en Marruecos. Una noche en el transcurso de una reunión me habló de un prisionero inglés del campo de Tierra Muerta que tenía una novia inglesa que ahora vivía en Madrid. El nombre me sonó. -Se introdujo ambas manos en los bolsillos-.Tenemos fichas de todos los que estuvieron relacionados con la República y, cuando vi que la señorita Clare se estaba haciendo pasar por la esposa de Forsyth, mi amigo y yo decidimos ponerlo en un apuro. Hoy habría sido un buen día para forzar el desenlace… mañana se celebra una importante reunión sobre el destino de la mina de oro.

– ¡Oh, no! -gimió Barbara.

Maestre extrajo un cigarrillo y lo encendió. Lanzó una nube de humo hacia el cielo y después volvió a mirar a Harry con dura concentración; como si lo odiara, pensó Bernie. Pero su voz seguía conservando un tono cortés y civilizado.

– Aunque, al final, resultó no haber ninguna mina de oro, ¿verdad? Ahora ya lo sabemos. -Harry no contestó. Parecía que ya ni siquiera lo escuchara. Trató de zafarse una vez más de la presa de Bernie; pero éste lo sujetó con fuerza, haciendo una mueca de dolor. Como intentara huir, lo más probable era que le pegasen un tiro. Maestre siguió adelante-. Sobornamos al periodista inglés Markby para que lo organizara; bueno, no ponga esta cara de asombro, señorita Clare, los ingleses también se dejan sobornar, y después el coronel Aranda consiguió que uno de nuestros antiguos guardias que estaba en el paro en Madrid desarrollara el proyecto. Sabía que él y su hermano necesitaban dinero para su madre.

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