C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Bernie empezó a desnudarse, soltando dolorosos gruñidos mientras se quitaba la camisa que tantos días había llevado encima, pegada con tierra a su cuerpo. En medio de la oscuridad, Barbara distinguió vagamente unas cicatrices y vislumbró el cuerpo que tanto había amado convertido ahora en piel y huesos.

A los pocos minutos, él se le plantó delante vestido con un traje de Sandy, un abrigo y un sombrero de paño que ella se había llevado de casa; se habían arrugado en la mochila, pero le otorgaban un aspecto verosímil y normal, dejando aparte su cara sucia y su barba de mendigo. Barbara le alisó un par de arrugas.

– Bueno -dijo en un susurro. De repente, experimentó un deseo salvaje de echarse a reír-. Estás pasable.

La media hora que siguió a la partida del sacerdote fue la más larga de la vida de Harry. Él y Sofía paseaban sin descanso, mirando de la puerta al viejo y viceversa. Se habían librado del cura por los pelos. Él y Sofía se sentían al borde de la felicidad, y quizá Paco también. «Que nada más salga mal», le rogó al Dios en que no creía.

Al final, la puerta volvió a abrirse. Sofía se puso tensa. El anciano también miró atemorizado mientras Barbara y Bernie entraban muy despacio en el templo; Barbara sostenía a Bernie, el cual cojeaba a causa del esfuerzo. Al principio, Harry no reconoció la escuálida figura con barba; pero enseguida corrió a su encuentro, seguido por Sofía.

– Bernie -le dijo en voz baja-. Bueno, parece que has pasado lo tuyo.

Bernie rió sin poderlo creer.

– Harry, eres tú. -Parpadeó varias veces, como si el nuevo mundo en el que se encontraba fuera demasiado para él y no lo pudiera asimilar-. Jesús, no me lo podía creer.

Harry sintió que las facciones de su rostro pugnaban por reprimir la emoción al contemplar aquel semblante de espantapájaros.

– Pero ¿qué demonios has estado haciendo? ¡Mira qué pinta tienes! Rookwood tendría algo que decir al respecto.

Bernie se mordió el labio y Harry comprendió que estaba al borde de las lágrimas.

– He estado librando una batalla, Harry. -Se inclinó hacia delante y lo abrazó a la española. Harry se relajó en aquel abrazo y ambos permanecieron un momento fuertemente abrazados antes de que Harry se apartara, un poco cohibido. Bernie se tambaleó levemente.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sofía preocupada.

– Será mejor que me siente. -Bernie la miró sonriendo-. Tú debes de ser Sofía.

– Sí.

– Viva la República -dijo Bernie en voz baja.

– Viva la República.

– ¿Eres comunista? -le preguntó Bernie.

– No -Sofía lo miró con la cara muy seria-. No me gustaron las cosas que hicieron los comunistas.

– Pensamos que eran necesarias. -Bernie lanzó un suspiro.

Barbara lo tomó del brazo.

– Vamos, te tienes que afeitar. Ve a la pila bautismal. -Le entregó un neceser de afeitado y él se encaminó cojeando hacia la pila. Harry se acercó al anciano. Francisco lo miró enfurecido y con el rostro surcado por las lágrimas. Harry le entregó el fajo de billetes.

– Su dinero, señor.

Francisco lo arrugó en su puño con gesto airado. Harry pensó que lo iba a arrojar al suelo, pero el hombre se lo guardó en el bolsillo y se apoyó contra la pared. Bernie regresó con la cara no muy bien afeitada, más envejecida, delgada y marcada por profundas arrugas, pero ahora ya reconocible como la suya.

– Tengo que sentarme -dijo-. Estoy hecho polvo.

– Sí, claro. -Barbara se volvió hacia los demás-. Está muy cansado, pero nos tenemos que ir de aquí cuanto antes.

– ¿Ha ocurrido algo? -preguntó Sofía, cuyo áspero tono de voz indujo a Harry a levantar la vista. Barbara les contó lo de Sandy.

– Santo Dios -dijo Harry-. Se ha pasado de la raya. Está loco.

– En cualquier caso, medio loco de rabia.

– Tendríamos que irnos lo antes posible de aquí -dijo Sofía-. Temo que el cura diga en el convento que la catedral está cerrada y que envíen a alguien a la casa del viejo.

– Sí. -Harry miró hacia el lugar desde el cual Francisco los contemplaba con el rostro petrificado, y después apoyó la mano en el hombro de Bernie-. El vehículo se encuentra a pocos kilómetros de aquí. Fuera de la ciudad. ¿Crees que podrás caminar? Es todo cuesta abajo.

Bernie asintió con la cabeza.

– Lo intentaré. Si vamos despacio.

– Ya vuelves a tener aspecto de persona.

– Gracias. -Bernie levantó los ojos-. ¿Es cierto que Inglaterra sigue resistiendo?

– Sí. Los bombardeos son tremendos, pero resistimos. Bernie, nos tenemos que ir -le dijo Barbara.

– Muy bien. -Bernie se levantó haciendo una mueca.

«Está absolutamente agotado y consumido», pensó Harry.

– ¿Qué decíais de un sacerdote? -preguntó Bernie.

– Sofía y Barbara se cruzaron con él mientras se dirigían al puente. Después entró en la catedral para rezar, pero yo conseguí que el vigilante se librara de él. Fue un momento muy desagradable. De pronto lo vi rezando arrodillado como si tuviera que pasarse allí toda la vida, con su sotana negra y su cabello pelirrojo.

– ¿Cabello pelirrojo? -Bernie pensó un momento-. ¿Cómo era?

– Alto, joven. Un poco gordito.

Bernie respiró hondo.

– Dios mío, parece el padre Eduardo. Es uno de los curas del campo.

– Sí, ése era su nombre -dijo Barbara-. ¡Santo cielo! Pues no daba esta impresión.

– No es de ésos, es una especie de santo inocente o algo por el estilo. -Bernie apretó los labios-. Pero, como nos encuentre aquí, estamos perdidos. Pese a todo, nos denunciaría. -Respiró hondo-. Vamos. Vamos, nos tenemos que ir.

Harry tomó la mochila vacía y los cuatro se encaminaron hacia la puerta. Experimentó una abrumadora sensación de alivio al abandonar el templo. Se volvió para mirar al viejo; éste seguía sentado en su banco sosteniéndose la cabeza con las manos, una figura minúscula entre todos aquellos gigantescos monumentos a la fe.

48

El camino de vuelta a través de las empinadas y mal iluminadas callejuelas fue extremadamente lento. Bernie se sentía agotado. Las pocas personas que pasaban se volvían para mirarlos; Bernie se preguntó si, al verlo tambalearse de aquella manera, pensarían que estaba borracho. Y borracho se sentía efectivamente, intoxicado por el asombro y la felicidad.

Se había preguntado qué sentiría al ver a Barbara después de tanto tiempo. La mujer que había aparecido en la fría ladera de la colina era más dura y sofisticada, pero seguía siendo la misma Barbara de siempre; y él había percibido que conservaba todas las cosas que antaño apreciara en ella. Le parecía que había sido ayer la última vez que la había visto, que el Jarama y los últimos tres años no habían sido más que un sueño. Sin embargo, el dolor de su hombro era muy real y los pies hinchados en el interior de las botas viejas y cuarteadas lo estaban matando.

A medio camino de la pendiente, llegaron a una plazoleta con un banco de piedra bajo la estatua de un general.

– ¿Me puedo sentar? -le preguntó Bernie a Barbara-. Sólo un minuto.

Sofía se volvió y los miró con la cara muy seria.

– ¿No puedes continuar? -Contempló nerviosamente un bar situado a un lado de la plaza. Las ventanas estaban iluminadas y se oían voces que procedían del interior.

– Sólo cinco minutos -le suplicó Barbara.

Bernie se dejó caer en el banco. Barbara se sentó a su lado, mientras los otros dos esperaban a cierta distancia. «Como ángeles de la guarda», pensó Bernie.

– Perdón -dijo en voz baja-, es que estoy un poco aturdido. En cuestión de un minuto, me recupero.

Barbara le apoyó una mano en la frente.

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