C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¡No!

El militar más joven, el que se había estado burlando de Harry, consiguió saltar a un lado, pero cayó hacia atrás. Por una décima de segundo, Barbara vio a través del espejo retrovisor una expresión de indignado asombro en el rostro del otro militar, el coronel del campo de prisioneros. Después, éste cayó bajo el vehículo; Barbara oyó un grito y percibió un crujido cuando las ruedas le pasaron por encima.

El guardia civil permaneció de pie con una expresión de asombro en la cara y después se volvió y levantó la pesada metralleta para apuntar contra el automóvil. Sin embargo, aquellos pocos segundos le dieron a Barbara tiempo suficiente para cambiar de dirección; la esquina posterior del vehículo golpeó violentamente al hombre y la metralleta se le escapó de las manos y voló por los aires, rebotando ruidosamente sobre la capota mientras el hombre se desplomaba. Barbara accionó el freno de mano y saltó, extrayendo el arma del bolsillo de su abrigo. El motor seguía en marcha.

Harry y Bernie se estaban levantando de la hierba. Harry parecía aturdido, pero Bernie se mantenía alerta.

– ¡Cuidado! -gritó.

El guardia civil, que se estaba incorporando medio atontado, alargó la mano hacia su pistola. Barbara no lo pensó, simplemente levantó la Mauser y disparó. Un rugido, un destello y enseguida brotó un chorro de sangre del pecho del hombre. El guardia se tambaleó hacia atrás y quedó tendido inmóvil en el suelo. Barbara contempló horrorizada lo que había hecho. Se volvió hacia el lugar donde Aranda yacía bajo el automóvil. También estaba muerto; sus ojos miraban hacia arriba con incredulidad y su boca abierta dejaba al descubierto unos blancos dientes en una definitiva mueca de rabia, mientras un riachuelo de sangre le bajaba por la barbilla.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó Barbara.

Maestre se incorporó medio aturdido, con los mechones de cabello negro inicialmente peinados sobre la calva caídos ahora de una manera absolutamente absurda a un lado de su rostro.

– No me dispare -gritó con una nueva voz, áspera y aterrorizada. Levantó la mano como para protegerse de las balas-. Por favor, por favor.

Barbara dejó que Bernie la sujetara por el brazo y le quitara el arma de la mano. Éste apuntó a Maestre.

– Sube al automóvil -gritó a Barbara en tono apremiante por encima del hombro-. Ayuda a Harry a subir. ¿Sabes conducir?

– Sí.

– No disponemos de mucho tiempo -dijo Bernie-. El otro no tardará en regresar.

Maestre permanecía tumbado boca arriba sobre la hierba, apoyando el peso del cuerpo sobre los codos. Barbara observó cómo Bernie se le acercaba lentamente, apuntando el arma contra su cabeza. El general parpadeó para apartarse la nieve de los ojos. La nevada se había intensificado y ahora los copos se le posaban sobre el uniforme. A su lado, el cuerpo de Sofía se había convertido en un montículo blanco.

Barbara no soportaba la idea de oír otro disparo, de ver morir a otra persona.

– Bernie -dijo-, Bernie, no lo mates.

Bernie se volvió para mirarla y, justo en aquel momento, Barbara vio cómo la mano de Maestre se desplazaba hacia su bolsillo, rápida como una serpiente en pleno ataque.

– ¡Cuidado! -gritó, mientras el general extraía un arma. Bernie se volvió y abrió fuego al mismo tiempo que Maestre. Tanto el general como Bernie cayeron hacia atrás. Barbara vio saltar volando la parte lateral del rostro de Maestre mientras su sangre y su cerebro brotaban como un chorro y Bernie se tambaleaba y se desplomaba contra el costado del automóvil. Oyó un grito animal y cayó en la cuenta de que era su propia voz.

– ¡Bernie!

– ¡Mierda! -gritó él-, ayúdame a subir al automóvil. -Le rechinaban los dientes a causa del dolor y se sujetaba el muslo mientras la sangre se escapaba a través de los dedos.

Harry había contemplado la escena con expresión aturdida, pero ahora parecía haberse recuperado. Miró a Bernie.

– Oh, no, Dios mío -gimió.

– Ayúdame a subirlo -le dijo Barbara. Harry se adelantó y entre los dos consiguieron colocar a Bernie en el asiento de atrás-. Conduce tú, Harry, por favor -le pidió-. Yo tengo que atenderlo. Nos tenemos que ir ahora mismo, antes de que regrese el otro guardia. ¿Podrás hacerlo?

Harry miró a Sofía más allá de donde Barbara se encontraba.

– Está muerta, ¿verdad? Ya nada podemos hacer por ella.

– Nada, Harry, ¿puedes conducir? -Barbara le sujetó la cabeza con las manos y lo miró a los ojos. Temía que el motor se volviera a calar.

Harry respiró hondo y clavó los ojos en ella.

– Sí, sí. Lo haré.

Bernie experimentaba un dolor pulsante en el muslo. No podía mover la pierna y sentía que la sangre se le escapaba a borbotones entre los dedos. Barbara se había quitado el abrigo y arrancaba el grueso forro. Desde el asiento de atrás, Bernie podía ver la parte posterior de la cabeza de Harry y sus manos firmemente agarradas al volante. Bajo el resplandor de los faros delanteros, la nieve caía en implacables remolinos.

– ¿Adónde vamos? -preguntó.

– De regreso a Madrid, la embajada es nuestra única esperanza.

– Cuando vuelva el guardia civil, ¿no empezarán a dar la voz de alarma para que intenten detenernos?

– Tenemos que intentar regresar a Madrid. No hables, cariño. -Lo seguía llamando cariño, como en los viejos tiempos. Bernie la miró sonriendo y después hizo una mueca cuando ella sacó unas tijeras de manicura y le cortó la pernera del pantalón-. Te ha machacado la pierna, Bernie. Creo que la bala está alojada en el hueso. Te voy a vendar. Te llevaremos a un médico en Madrid. Procura incorporarte un poco. -Y sus manos frías y expertas empezaron a vendarle la pierna con las tiras del forro.

Cuando terminó, Bernie se dejó caer sobre el asiento. Tuvo que hacer un esfuerzo para no cerrar los ojos. Buscó su mano y se la apretó. Se pasó un rato desmayado; cuando volvió en sí, Barbara le seguía sujetando la mano. La nieve se arremolinaba ante las luces delanteras. Bernie se notaba la pierna entumecida. Barbara lo miró sonriendo.

– Recuerda una cosa por mí, Barbara -dijo-. ¿Recordarás una cosa?

– Te pondrás bien. Te lo prometo.

– Pero, por si acaso. Recuerda una cosa.

– Lo que tú quieras.

– La gente, la gente normal, parece que haya perdido; pero algún día, algún día la gente ya no será manipulada y perseguida por los jefes y los curas y los soldados; algún día se liberará, vivirá con libertad y dignidad, como estaba destinada a vivir.

– Te pondrás bien.

– Por favor.

– Lo haré. Sí. Lo haré.

Cerró los ojos y se volvió a quedar dormido.

49

Harry conducía rápido y seguro como un autómata. Procuraba concentrarse en la mancha de luz creada por las luces delanteras del automóvil. Todo lo que había más allá de su blanco resplandor estaba oscuro como la boca del lobo. Al cabo de un rato dejó de nevar, pero seguía resultando muy difícil conducir por la accidentada carretera en medio de la oscuridad. Harry experimentaba la constante sensación de un terrible agujero negro en el estómago, como si a él también le hubieran pegado un tiro. La imagen del cuerpo de Sofía acribillado a balazos se le clavaba en el cerebro y le provocaba deseos de llorar; pero hacía un esfuerzo por apartarla a un lado y concentrarse en la carretera, la carretera, la carretera. A través del espejo retrovisor, podía ver el rostro angustiado de Barbara, inclinada sobre Bernie. Estaba dormido o inconsciente; pero, por lo menos, el rumor de su respiración pesada y afanosa significaba que todavía estaba vivo.

En cada pueblo o ciudad temía que aparecieran los guardias civiles y les ordenaran detenerse, pero apenas vieron un alma durante todo el viaje. Poco después de las once, llegaron a las afueras de Madrid y Harry aminoró la marcha mientras se dirigía a la embajada a través de las calles todavía cubiertas de nieve.

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