C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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De pronto, Harry oyó gritar a Barbara «¡Cuidado!» justo antes de recibir un fuerte golpe en el cuello. Miró aturdido alrededor y vio que había sido Tolhurst el que lo había golpeado; Tolhurst, que lo apartaba del embajador con una fuerza sorprendente y un rostro horrorizado. Hoare había caído hacia atrás en su sillón y ahora, con dos inflamadas ronchas rojas en su garganta, vomitaba en medio de unas fuertes náuseas.

Harry se mareó y notó que las piernas le flaqueaban. Mientras se desplomaba, captó en el rostro de Hillgarth una expresión extraña, algo que casi se habría podido definir como admiración. «A lo mejor, se piensa que todo esto no es más que una aventura», pensó antes de perder el conocimiento.

Epílogo

Croydon, mayo de 1947

La escuela se encontraba en un frondoso barrio residencial con edificios de falso estilo Tudor. Barbara bajó desde la estación a través de toda una serie de calles flanqueadas de árboles bajo un sol primaveral. Llevaba colgada del hombro la cartera de documentos en la cual guardaba los papeles correspondientes a la reunión. La zona de los agentes de bolsa, pensó. Pero hasta allí habían llegado las cicatrices: cráteres de bomba cubiertos de maleza.

Oyó la escuela antes de verla, una cacofonía de voces infantiles cada vez más fuerte. Caminó pegada a un alto muro de ladrillo, hasta llegar a una puerta con un rótulo de gran tamaño en la parte exterior y el nombre de Haverstock School en letras negras bajo un escudo de armas.

Avanzó entre apretujones hasta la entrada principal. Los chicos no le prestaron la menor atención; tuvo que apartarse a un lado para esquivar un partido de fútbol que se disputaba demasiado cerca de allí.

– Suelta el balón, Chivers -gritó alguien.

Todos hablaban con el típico acento de la clase alta, arrastrando las vocales. Barbara se preguntó cómo sería darles clase. En un rincón alejado, tenía lugar una pelea: dos muchachos rodaban por el suelo y se propinaban puñetazos mientras un grupo los jaleaba. Apartó los ojos.

Entró en un inmenso vestíbulo con vigas de madera de roble y un estrado al fondo. No había nadie; por lo visto, todo el mundo estaba fuera disfrutando del sol. Era un ambiente impresionante, muy distinto de los estrechos pasillos pintados de su antiguo instituto de enseñanza secundaria; aunque el penetrante aroma a desinfectante fuera el mismo en ambos casos. Una nueva lápida conmemorativa de la guerra en reluciente bronce se había colocado a un lado del escenario bajo la inscripción 1939-1945 por encima de una lista de nombres. La lista era más corta que la de la lápida de 1914-1918 del otro lado; pero bastante larga, de todos modos.

Harry le había indicado en su carta el camino de su aula. Encontró el pasillo y siguió las puertas numeradas hasta llegar a la 14A. Lo vio a través de una ventana, sentado a su escritorio corrigiendo exámenes. Llamó con los nudillos y entró.

Harry se levantó sonriendo.

– Barbara, cuánto me alegro de verte.

Llevaba una chaqueta de tweed con coderas de cuero como una caricatura de maestro de escuela, y había engordado considerablemente; ahora tenía papada y su cabello negro estaba salpicado de hebras grises; como, ella, rondaba ya los cuarenta.

Barbara le estrechó la mano.

– Hola, Harry. Dios mío, cuánto tiempo ha transcurrido, ¿verdad?

– Casi un año -dijo él-. Demasiado.

Barbara miró alrededor. Pósters de la torre Eiffel, tablas de verbos irregulares franceses, hileras de pupitres cubiertos de rayas.

– O sea que es aquí donde das clase.

– Pues sí, aquí vive el profesor de francés. Los profesores de francés tienen fama de ser unos blancos muy fáciles, ¿sabes?

– No me digas.

– En efecto. -Harry señaló la palmeta que descansaba en el otro extremo de su escritorio-. Por desgracia, a veces la tengo que utilizar para recordarles quién manda aquí. Anda, vamos a comer algo. Hay un pequeño pub muy agradable no muy lejos de aquí.

Abandonaron el edificio y regresaron al centro de la ciudad. Los árboles estaban en flor. Mientras pasaban junto a un cerezo, la cálida brisa hizo que se desprendiera una nube de pétalos blancos que flotó a su alrededor, recordándole a Barbara unos copos de nieve.

– ¿Enseñas algo de español? -preguntó Barbara.

– No hay suficiente demanda. Sólo francés. Se limitan a aprender unas cuantas frases para salir del paso. -Con una sonrisa en los labios, Harry señaló la cartera que ella llevaba-. Aquí la experta en español eres tú. ¿A quién vas a recibir en el aeropuerto de Croydon?

– Pues a un grupo de hombres de negocios de Argentina. Han venido acompañando la gira europea de Eva Perón y, desde aquí, volarán a París para echar un vistazo a las oportunidades comerciales. Carne de vaca en conserva y productos cárnicos, no demasiado interesante que digamos.

A su regreso a Inglaterra en 1940, Barbara se había puesto a trabajar como intérprete y traductora de español. El dinero le había servido para ayudarla a cubrir gastos durante el largo período de convalecencia de Bernie. Le habían dicho que éste jamás volvería a caminar con normalidad; pero, con un enorme esfuerzo, él les había demostrado que se equivocaban. Cuando se habían casado en 1941, Bernie había podido avanzar por el pasillo sin ayuda de nadie y sin el menor atisbo de cojera, a pesar de la bala que tenía alojada en el fémur. Lo cual había aliviado el remordimiento de Barbara, pues ésta sabía que, de no haber gritado llamando a Bernie, Maestre no habría tenido tiempo de alargar la mano para empuñar su arma.

– ¿Sigues trabajando con los refugiados? -le preguntó Harry.

– Sí. Ahora el trabajo es más bien de tipo teórico, la resistencia ya está prácticamente derrotada. En estos momentos, enseño inglés a un escritor de Madrid. -Miró a Harry-. ¿Alguna noticia de Paco y Enrique?

El rostro de Harry se iluminó con una sonrisa.

– Hace un mes recibí una carta, ahora ya no recibo noticias suyas tan a menudo. Paco empezará a trabajar en una granja.

– ¿Cuántos años tiene ahora?

– Dieciséis. Nunca pensé que pudiera superarlo, pero lo ha conseguido. Enrique dice que no habla mucho, pero que disfruta con su trabajo.

– Enrique lo salvó.

– Sí.

Después de la matanza, Barbara, Bernie y Harry habían sido sacados de España en el primer avión. Nada más llegar a Inglaterra, Harry le había escrito una carta a Enrique; ni siquiera sabía si el hermano de Sofía había sido informado de lo que le había ocurrido a su hermana. Unas semanas después, recibió respuesta desde el norte de España. La Guardia Civil se había presentado para comunicarle a Enrique la muerte de Sofía y, aquella misma noche, Enrique había hecho un par de maletas, se había ido con Paco a la estación y había subido a un tren con destino al norte. Se había acogido a la benevolencia de unos parientes lejanos que tenían una pequeña granja cerca de Palencia. Éstos les habían ofrecido cobijo y, desde entonces, Paco y Enrique vivían allí. De vez en cuando, Harry les enviaba dinero. Apenas ganaban para vivir, pero Enrique decía que el campo era un lugar muy tranquilo y agradable, y que eso era lo que Paco necesitaba. Ahora el muchacho ya estaba mejor, pero Enrique pensaba que jamás abandonaría el pueblo. Se había librado del orfelinato, a diferencia de Carmela Mera. Ahora Carmela ya debía de ser una adolescente, pensó Barbara. En caso de que hubiera sobrevivido. Era una de las cosas en las que procuraba no pensar. Meneó la cabeza para que se le despejara la mente.

– Es una lástima dejar perder una lengua -le dijo a Harry-. Tendrías que practicar un poco.

– Bueno, ya tengo suficiente con el francés. -Harry la miró con una triste sonrisa en los labios-. Tuve que desprenderme de muchas cosas cuando en Cambridge se negaron a volver a concederme la plaza.

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