C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– El camarada Stalin. -Vicente se rió con una carcajada hueca que acabó convirtiéndose en un acceso de tos.

Muy a lo lejos, allí donde la Tierra Muerta bajaba suavemente hasta perderse en la brumosa distancia, Bernie divisó un espectáculo extraordinario. Por encima de una capa de niebla blanca se distinguía un peñasco en cuya ladera se levantaban unas casas con las ventanas iluminadas por unos radiantes rayos de sol. Parecían muy cercanas, como si flotaran sobre la niebla. Era una jugarreta que la luz gastaba allí algunas veces, como un espejismo del desierto. Bernie le dio un suave codazo a Vicente.

– Mira allí, amigo mío, ¿no te parece un espectáculo por el que merece la pena vivir? Un panorama como éste no se ve muy a menudo.

Vicente atisbo en la distancia.

– No veo nada, no llevo las gafas. ¿Hoy se puede ver Cuenca?

– Se pueden ver nada menos que las casas colgadas; es como si flotaran sobre la niebla que se levanta desde la garganta de más abajo. -Bernie lanzó un suspiro-. Es como contemplar otro mundo.

Delante de ellos, Ramírez tocó el silbato.

– ¡En marcha! -gritó Agustín.

Bernie ayudó a Vicente a ponerse en pie. Mientras reanudaban su camino, Agustín se situó a su lado, acompasando el paso al suyo. Bernie observó que aquel hombre lo estudiaba con disimulo. Se preguntó si estaría interesado en su trasero; cosas que ocurrían en el campo.

La cantera era un inmenso y profundo corte excavado en la ladera de la colina. Se habían pasado varias semanas trabajando allí día tras día, arrancando enormes pedazos de piedra caliza y partiéndolos en trozos de tamaño más reducido que después se llevaban en camiones. Bernie se preguntó si la historia sobre el monumento de Franco sería cierta; a veces se preguntaba, como Vicente, si la extracción de piedras de la cantera no sería una simple excusa para matarlos a todos poco a poco a trabajar en aquel desierto.

Agustín y otro guardia encendieron una hoguera delante del cobertizo levantado a la entrada de la cantera, pero Ramírez no se acercó al calor como lo habría hecho Molina. Permaneció de pie sobre un montón de rocas, con las manos a la espalda mientras uno de los guardias montaba la ametralladora. Otros guardias empezaron a repartir los picos y las palas que se guardaban en el cobertizo. No había la menor posibilidad de que los prisioneros utilizaran las herramientas para atacarlos… el fuego de la ametralladora los habría abatido en menos que canta un gallo.

Bernie y Vicente encontraron un montón de bloques de piedra caliza en el que trabajar, parcialmente oculto por un saliente rocoso que se proyectaba hacia fuera. Allí trabajarían hasta la puesta del sol con sólo una breve pausa a mediodía para comer y beber. Ahora, por lo menos, los días eran cada vez más cortos; en verano, la jornada laboral duraba trece horas. El estruendo y el fragor de la piedra contra el metal resonaban en todos los rincones.

Una hora más tarde, Vicente tropezó y se dejó caer pesadamente sobre las piedras. Volvió a sonarse la nariz, se manchó la manga con un hilillo de mucosidad que parecía pus y emitió un gemido de dolor.

– No puedo seguir -dijo-. Llama al guardia.

– Descansa un poco.

– Es demasiado peligroso, Bernardo. Hay que llamar al guardia cuando alguien está enfermo.

– Calla esa boca burguesa.

Vicente permaneció sentado, respirando entre jadeos. Bernie siguió con su tarea, prestando atención por si oía unas pisadas detrás del saliente. Le dolían los pies dentro de aquellas botas viejas y cuarteadas y había alcanzado el primer grado de la sed cotidiana en el que la lengua se movía incesantemente alrededor de la boca en busca de humedad.

El soldado apareció sin previo aviso, asomando por detrás del saliente con demasiada rapidez para que Bernie pudiera decirle a Vicente que se levantara. Era Rodolfo, un curtido veterano de las guerras de Marruecos.

– ¿Qué haces? -gritó-. ¡Tú! ¡Levántate ahora mismo! -Vicente se levantó temblando.

Rodolfo se acercó a Bernie.

– ¿Por qué permites que este hombre eluda sus obligaciones? ¡Eso es un sabotaje!

– Es que se acaba de poner enfermo, señor cabo. Ahora mismo lo iba a llamar.

Rodolfo sacó el silbato del bolsillo y empezó a tocarlo con fuerza. Vicente encorvó la espalda, presa de la desesperación.

Se oyó el crujido sobre la tierra de unos pies calzados con botas y apareció Ramírez. Inmediatamente después, Agustín se acercó corriendo a su espalda. Ramírez miró enfurecido a Bernie y Vicente.

– ¿Qué cono pasa aquí?

Rodolfo enseguida levantó el brazo haciendo el saludo fascista.

– He sorprendido al abogado aquí sentado sin hacer nada -dijo-. Y el inglés lo estaba mirando tan tranquilo.

– Por favor, mi sargento -dijo Vicente-. Me he sentido indispuesto. Y Piper estaba a punto de llamar al guardia.

– Conque indispuesto, ¿eh?

A Ramírez se le salían los ojos de las órbitas a causa de la rabia. Con la mano enguantada, abofeteó el rostro de Vicente. El sonido resonó en la cantera como un disparo de fusil, mientras el abogado se desplomaba convertido en un guiñapo. Ramírez se volvió para mirar a Bernie.

– Y tú lo dejabas holgazanear, ¿verdad? Inglés comunista, hijo de la grandísima puta. -Dio un paso al frente para acercársele un poco más-. Tú eres uno de esos que mentalmente no se sienten derrotados, ¿verdad? Me parece que necesitas pasarte un día en la cruz.

Ramírez se volvió hacia Rodolfo, el cual sonrió e inclinó la cabeza con expresión sombría. Bernie apretó los labios. Pensó en el daño que le haría el estiramiento en la vieja herida del hombro… bastante le dolía ya después de una jornada de trabajo. Estudió los ojos de Ramírez. Algo en su aspecto debía de haber provocado el enojo del militar. Con una rapidez superior a la que la mirada habría podido seguir, éste sacó el látigo y azotó a Bernie en el cuello. Bernie lanzó un grito y se tambaleó mientras la sangre le brotaba entre los dedos.

Agustín se adelantó y rozó nerviosamente el brazo de Ramírez.

– Mi sargento.

Ramírez se volvió con impaciencia.

– ¿Qué?

Agustín tragó saliva.

– Mi sargento, el psiquiatra está estudiando a este hombre. Creo… creo que al comandante no le gustaría que sufriera algún daño.

Ramírez frunció el entrecejo.

– ¿Estás seguro? ¿Éste?

– Seguro, mi sargento.

Ramírez hizo pucheros como un niño al que acabaran de arrebatar una golosina, y asintió con la cabeza a regañadientes.

– Muy bien. -Se inclinó sobre Bernie y le arrojó a la cara un fétido aliento que apestaba a ajo rancio-. Que te sirva de advertencia. Y tú… -señaló a Vicente con un gesto de la mano-… vuelve al trabajo. -Luego se alejó, con Rodolfo a la zaga. Agustín los siguió apurando el paso, sin volverse para mirar a Bernie.

Aquella noche, mientras los hombres permanecían tumbados en sus literas a la espera de que apagaran las luces, Vicente se volvió hacia Bernie. El abogado se había pasado casi toda la tarde durmiendo.

– ¿Te encuentras mejor? -le preguntó Bernie.

Vicente lanzó un suspiro.

– Por lo menos, he descansado. -A la tenue luz de la vela, su rostro estaba arrugado y ojeroso-. ¿Y tú?

Bernie se tocó cuidadosamente la larga herida del cuello. Se la había lavado y confiaba en que no se le infectara.

– Todo irá bien.

– ¿Qué ocurrió esta mañana? -preguntó Vicente en voz baja-. ¿Por qué te soltaron?

– No lo sé, me he pasado todo el día tratando de averiguarlo. -La indulgencia de Ramírez era la comidilla de todo el campo; a la hora de la cena, Eulalio también se lo había preguntado, mirándolo con recelo-. Agustín me dijo que me estaba tratando el psiquiatra, pero yo creo que al psiquiatra le importa un bledo el estado en que yo me encuentre.

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