Luis se encogió de hombros con gesto airado.
– Regresaré a Cuenca este fin de semana, veré a Agustín antes de que se vaya a Sevilla. Podemos volver a reunimos dentro de una semana.
Y después, para asombro de Barbara, le estrechó de nuevo la mano con aquella rígida formalidad tan propia de él antes de dar media vuelta y perderse en la tarde gris. «Más semanas -pensó Barbara-, más semanas de lo mismo.» Apretó los puños. Mientras se alejaba, evitó mirar a los guardias civiles a través de la luna del local, pero observó que los ancianos mantenían las cabezas inclinadas sobre sus tazas de café y miraban furtivamente a los guardias con expresión atemorizada. Ellos también les tenían miedo; no vigilaban a nadie.
Ya habían caído las primeras nieves sobre los picos de la sierra de Valdemeca, allá lejos hacia el noreste. Aquella mañana habían visto por primera vez una blanca capa de escarcha en el patio del campo, una finísima piel de hielo en los pequeños charcos. Los primeros rayos de sol iluminaron la nieve de las lejanas montañas, tiñéndola de un delicado color rosa que a Bernie le pareció hermoso mientras permanecía de pie envuelto en su delgado mono de trabajo, a la espera de que Aranda pasara su lista de la mañana.
A su lado, Vicente se sonó la nariz con la manga e hizo una mueca al ver en ella unos trazos de moco de intenso color amarillo. Algo le ocurría a su nariz; le dolía mucho la cabeza y soltaba constantes mucosidades.
Aranda salió de su barraca con su gabán y sus guantes y se dirigió a la plataforma. Una vez allí, se quitó los guantes, se sopló las manos y miró con semblante enfurecido a los prisioneros. Una brisa gélida soplaba desde la sierra, y alborotaba con sus ásperos dedos el cabello de los prisioneros mientras la voz sonora de Aranda los iba llamando por sus nombres. Había media docena de nuevos prisioneros, republicanos que habían huido a Francia tras la victoria de Franco y habían sido devueltos por los nazis. Ahora contemplaban su nueva prisión sin el menor interés. Uno de ellos dijo que el presidente catalán Companys había sido devuelto a Madrid y enviado a Barcelona para acabar siendo fusilado en el castillo de Montjuic. En la barraca del comedor, Bernie se sentó con algunos de los comunistas a la hora del desayuno. Pablo, un ex minero de Asturias, se desplazó un poco para hacerle sitio en el banco.
– Buenos días, camarada. Hoy hace frío, ¿no?
– Mucho frío. Este invierno ha llegado muy pronto.
Bernie se fue comiendo a cucharadas el líquido puré de garbanzos. Eulalio lo miró desde el fondo de la mesa. Su sarna había empeorado y su cara estaba cubierta de ronchas rojas en las zonas donde se había rascado. Una mancha dura y enrojecida en la muñeca revelaba que la enfermedad había alcanzado la fase de la formación de costras y pústulas bajo las cuales se ocultaban los ácaros y los huevos.
– Compañero Piper, veo que hoy has decidido unirte a nosotros.
– Verás, compañero, a mí me gusta moverme un poco por ahí, de esta manera te enteras de más noticias.
Eulalio lo miró con sus duros y penetrantes ojos grises.
– ¿Y de qué noticias te has enterado por ahí?
– Pues de que uno de los guardias le ha dicho a Guillermo que la piedra de la cantera es para un monumento que Franco está empezando a construir en la sierra de Guadarrama. Al parecer, quiere que sea su sepulcro; tardarán veinte años en terminarlo.
– Si está en la sierra de Guadarrama, ¿por qué quieren piedra caliza de aquí?
– Más apropiada para los adornos monumentales, dice Guillermo.
Eulalio soltó un gruñido.
– A mí todo eso me suena a propaganda. Los guardias siembran todas estas historias para hacernos creer que Franco siempre estará aquí. Deberías analizar un poco lo que te dicen, camarada.
– Ya lo hago, camarada Eulalio.
Bernie le devolvió la gélida mirada. Con su calva abombada y los pelillos que tenía en el cuello, Eulalio le recordaba a las lagartijas que se veían en verano escabullándose entre las rocas. Eulalio sonrió fríamente.
– Confío en que analices muy especialmente lo que te diga este burgués de Vicente.
– Lo hago. Y él analiza a su vez lo que yo le digo.
– ¿Sigues en la cuadrilla de la cantera? -le preguntó Pablo, cambiando de tema.
– Toda esta semana. Preferiría estar en la barraca de la cocina contigo.
El guardia tocó el silbato.
– Vamos, a ver si termináis. ¡Ya es hora de trabajar!
Bernie recogió con la cuchara lo último que le quedaba del puré y se levantó. Con la boca torcida en una mueca de dolor, Eulalio se rascaba las costras de la muñeca.
Los prisioneros formaron largas filas en el patio. Ahora el sol asomaba por encima de las pardas y las yermas colinas, y el ambiente era un poco más cálido; el hielo de los charcos se empezaba a fundir. Se abrieron las verjas y la cuadrilla de Bernie salió, formando una larga fila mientras los guardias armados con fusiles ocupaban sus posiciones a cada pocos metros. El sargento Ramírez bajó muy despacio a lo largo de la fila, contemplando con rostro enfurruñado a los prisioneros. Era un gordinflón de cincuenta y tantos años con un desordenado bigote gris, un rubicundo rostro y una bulbosa nariz de borracho. Ofrecía un aspecto decrépito; pero era muy peligroso, un volcán ardiente en cuyo interior se agitaban toda suerte de odios reconcentrados. Era un viejo soldado profesional, de esos que por regla general solían ser los más crueles, pues normalmente, los reclutas preferían tomarse la vida con más calma. Bajo su gabán, se distinguía el bulto de su látigo metido en el cinturón. Llegó al principio de la fila, tocó el silbato y los prisioneros iniciaron el ascenso a las colinas.
Era un paseo de casi cinco kilómetros. El nombre de Tierra Muerta le iba que ni pintado: un territorio raso y pedregoso, unos pocos campos de labranza protegidos por chaparros y arañados en las hondonadas abiertas entre las colinas. Pasaron por delante de una familia de labriegos que trabajaba la tierra pedregosa con un arado de bueyes. Los labriegos no levantaron la vista al paso de la columna; por acuerdo tácito, los prisioneros eran invisibles.
Un poco más allá, coronaron una colina y Ramírez tocó el silbato para anunciar un descanso de cinco minutos. Vicente se sentó en una roca. Estaba muy pálido y respiraba con jadeos entrecortados y ásperos. Bernie miró al guardia más próximo y se sorprendió de que fuera Agustín, el hombre que una semana atrás le había hecho aquel extraño comentario tras su visita al psiquiatra.
– Hoy me encuentro muy mal, Bernardo -dijo Vicente-. Tengo la cabeza a punto de estallar.
– Molina regresa la semana que viene… él dejará que te lo tomes con más calma. -Bernie se inclinó un poco más hacia él-. Trabajaremos juntos, así podrás descansar.
– Eres bueno, para ser un viejo burgués -dijo el abogado en un intento de dárselas de gracioso. Estaba sudando, y la humedad le brillaba en la frente arrugada-. Empiezo a preguntarme de qué sirve seguir luchando. Al final, los fascistas nos van a matar a todos. Eso es lo que quieren, matarnos a trabajar.
– Serán derrotados. Tenemos que resistir.
– Han ganado en todas partes. Aquí, en Polonia, en Francia. Inglaterra será la siguiente. Y Stalin ha firmado un pacto de no agresión con Hitler porque se muere de miedo.
– El camarada Stalin firmó ese pacto con Hitler para ganar tiempo.
Era lo que Eulalio había dicho al enterarse a través de los guardias del pacto nazi-soviético. Bernie no podía aceptar la idea de que aquella guerra contra el fascismo se tuviera que llamar ahora guerra entre potencias imperialistas. Fue entonces cuando empezó a poner en duda por vez primera la línea de conducta del partido.
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