C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Cuando Sandy se fue, Barbara bajó a buscar las cartas. Vio un sobre mecanografiado encima del felpudo con la cabeza del rey de Inglaterra en el sello, en lugar de la de Franco y su fría mirada. Lo rasgó para abrirlo. En frío tono oficial, el banco le comunicaba que había transferido sus ahorros a la cuenta que ella había abierto en Madrid. Más de 5.000 pesetas. Comprendió el tono de reproche que emanaba de la misiva por el hecho de haber sacado el dinero al extranjero en tiempo de guerra.

Regresó a la habitación y dejó la carta en su escritorio. Ahora guardaba en él dos guías de Cuenca que había estudiado cuidadosamente. Cerró el escritorio.

Se vistió a toda prisa; tenía que estar en el orfelinato a las nueve. Era su segunda mañana de trabajo allí. La víspera se había presentado con la ropa de costumbre, pero sor Inmaculada le había dicho que era una lástima que ensuciara un buen vestido. A Barbara le pareció un alivio volver a ponerse una falda vieja y un jersey holgado. Consultó su reloj. Ya era hora de irse.

Barbara había acordado acudir al orfelinato dos veces por semana, pero ya no estaba muy segura de poder seguir. Había trabajado como enfermera anteriormente, aunque jamás en condiciones como aquéllas.

Recordó con añoranza los pasillos impecablemente fregados del Hospital Municipal de Birmingham mientras se acercaba al orfelinato. Pasó un gasógeno, y el humo maloliente que se escapaba de la pequeña chimenea la hizo toser. Llamó a la puerta y le abrió una monja.

El edificio del siglo XIX era un antiguo monasterio construido alrededor de un patio central con un claustro de columnas. Los muros del claustro estaban cubiertos de carteles anticomunistas. Un ogro fiero con una gorra de la estrella roja se cernía sobre una joven madre y sus hijos; la hoz y el martillo en un montaje con una calavera y la leyenda: «Esto es el comunismo.» La víspera le había preguntado a sor Inmaculada si no temía que los carteles asustaran a los niños. La alta monja había denegado tristemente con la cabeza.

– Casi todos los niños proceden de familias rojas. Hay que recordarles que vivían a la sombra del demonio. Si no, ¿de qué otra manera se podrían salvar sus almas cándidas?

Cuando llegó Barbara, sor Inmaculada, que llevaba una palmeta metida entre el hábito y el cinturón, estaba terminando de pasar lista con una voz clara y bien timbrada que resonaba por todo el patio. Cincuenta niños y niñas de entre seis y doce años permanecían de pie en fila sobre el suelo de hormigón. La monja bajó la tablilla.

– ¡Ya os podéis retirar! -ordenó, levantando inmediatamente el brazo para hacer el saludo fascista-. ¡Viva Franco!

Los niños contestaron en un coro desigual mientras movían vagamente los brazos arriba y abajo. Barbara recordó el concierto y a Franco reprimiendo un bostezo. Se dirigió al dispensario; «España Reconquistada para Cristo», decía una leyenda pintada encima de la puerta.

Su primera tarea del día consistía en examinar el estado de salud de los niños recién llegados por si alguno de ellos necesitaba asistencia médica. En el interior del frío dispensario, con camas de hierro e instrumentos de acero colgados en las paredes, la esperaba la señora Blanco. Era una anciana cocinera retirada, una beata cuya vida giraba en torno a la iglesia. Tenía unos apretados rizos grises y llevaba un delantal de color marrón; su rostro mofletudo estaba arrugado y, a primera vista, parecía amable.

– Buenos días, señora Forsyth. Ya tengo preparada el agua caliente.

– Gracias, señora. ¿Cuántos tenemos hoy?

– Sólo dos. Traídos por la Guardia Civil. Un niño sorprendido robando en una casa y una chiquilla que andaba perdida por ahí. -La mujer meneó la cabeza piadosamente.

Barbara se lavó las manos. Los niños que llegaban al orfelinato vivían casi todos como salvajes y ejercían el robo y la mendicidad. La mendicidad era una molestia y, cuando la policía los pillaba, los solía entregar a las monjas.

La señora Blanco hizo sonar una campanilla y una monja hizo pasar a un niño de unos ocho años envuelto en un grasiento abrigo marrón demasiado grande para él. Sor Teresa era joven y tenía un rostro cuadrado de campesina.

– A esta pequeña fiera la pillaron robando -dijo en tono de amonestación.

– Qué niño más malo -comentó tristemente la señora Blanco-. Quítate la ropa, niño, que te vea la enfermera.

El niño se desvistió con aire malhumorado y se quedó en cueros: le asomaban las costillas a través de la piel y los brazos parecían palillos. Inclinó la cabeza y Barbara lo examinó. Olía a sudor rancio y a orina; su piel estaba fría como la de un pollo desplumado.

– Está muy delgado -dijo en voz baja-. Y tiene liendres, naturalmente. -El niño tenía en la muñeca un corte largo y enrojecido que supuraba-. Qué corte más feo, niño -le dijo con dulzura-. ¿Cómo te lo hiciste?

El niño levantó la cabeza y la miró con sus grandes ojos asustados.

– Un gato -contestó en voz baja-. Entró en mi sótano y entonces yo quise agarrarlo y me arañó.

Barbara sonrió.

– Gato malo. Te pondremos un poco de ungüento. Después te daremos algo de comer, ¿te parece bien? -El niño asintió con la cabeza-. ¿Cómo te llamas?

– Iván, señora.

La señora Blanco apretó los labios.

– ¿Quién te puso este nombre?

– Mis padres.

– ¿Y dónde están tus padres ahora?

– Los guardias civiles se los llevaron.

– I van es un mal nombre, un nombre ruso, ¿lo sabías? Las monjas ya te buscarán otro mejor.

El niño inclinó la cabeza.

– Creo que eso es todo -dijo Barbara.

Hizo una anotación en una tarjeta y se la entregó a la señora Blanco, la cual se retiró con el niño. Sor Teresa se retiró por la otra puerta para ir en busca del siguiente niño.

La beata regresó a los pocos minutos, limpiándose las manos en el delantal oscuro.

– Señor, qué mal olía.

Fuera hubo alboroto. Barbara oyó unos gritos estridentes antes de que la puerta se abriera de golpe. Sor Teresa llevaba a rastras a una escuálida niña morena de unos once años de edad, que forcejeaba violentamente con ella. La monja tenía el rostro arrebolado y, con la toca ladeada, parecía que estuviera borracha.

– Madre de Dios, se resiste más que un cerdo. -Sor Teresa inmovilizó a la niña sujetándola por los brazos y la obligó a estarse quieta-. Basta, si no quieres que te dé con la palmeta. Lleva el diablo dentro. Vivía en una casa abandonada de Carabanchel… los guardias civiles la tuvieron que perseguir por las calles.

Barbara se agachó ante la niña. Ésta respiraba afanosamente, sus labios entreabiertos mostraban una dentadura estropeada y sus ojos parecían tremendamente asustados. Llevaba un sucio vestido azul y sostenía en la mano un burrito peludo, tan sucio y destrozado que apenas se distinguía lo que era.

– ¿Cómo te llamas? -le preguntó Barbara amablemente.

La niña tragó saliva.

– ¿Usted es monja?

– No, soy una enfermera. Sólo te quiero examinar para ver si te hace falta un médico.

La niña la miró con expresión implorante.

– Por favor, déjeme ir. No quiero que me conviertan en sopa.

– ¿Cómo?

– Las monjas convierten a los niños en sopa y después se la dan de comer a los soldados de Franco. Por favor, por favor, pídales que me dejen ir.

Sor Teresa se echó a reír.

– Ya ve usted quién la ha educado.

La señora Blanco miró a la niña frunciendo el entrecejo.

– Éstas son las mentiras perversas que contaban los rojos. Eres una niña mala por decir estas cosas. Ahora quítate la ropa, que te vea la enfermera. ¡Y dame eso! -Alargó la mano hacia el burrito peludo, pero la niña lo agarró con más fuerza-. Te digo que me lo des. ¡A mí no me desafíes, rojita!

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