C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Ahora tengo que guisar y limpiar para todos.

– No… yo no quería…

– Siéntese, por favor.

Le indicó a Harry una silla junto a la mesa de la cocina y ella se sentó frente a él con las manos cruzadas delante. Después lo miró con expresión pensativa.

– No esperaba que regresara -le dijo.

Harry la miró sonriendo.

– No he recibido la factura del médico.

– Esperaba que la pierna de Enrique se curara sola. -La joven lanzó un suspiro-. Pero la infección no cede. Creo que sí, que necesita un médico.

– Mi ofrecimiento sigue en pie.

Ella frunció el entrecejo.

– Disculpe, señor, pero ¿por qué tiene usted que ayudarnos? ¿Después de que Enrique lo espiara?

– Me sentí obligado de alguna manera. Por favor, no son más que los honorarios de un médico; en eso la puedo ayudar. Me lo puedo permitir.

– Como la vieja del piso de al lado se entere de que recibo dinero de diplomáticos extranjeros, ya sé yo lo que va a pensar.

Harry se ruborizó. ¿Eso era lo que Sofía pensaba también?

– Disculpe, no quería ponerla en un apuro. -Harry se dispuso a levantarse-. Sólo quería ayudarla.

– No, ya lo veo. Quédese, por favor. -El tono de Sofía era de disculpa. Se sentó y encendió un cigarrillo-. Pero es una sorpresa que un extranjero nos ofrezca ayuda, después de lo que hizo Enrique. -Se mordió el labio-. Creo que mi hermano necesita un poco de esa nueva penicilina.

– Pues entonces, deje que la ayude. Veo que la situación es… difícil.

Sofía sonrió, y después se le iluminó el rostro.

– Muy bien. Muchas gracias.

– Vaya en busca de un médico, compre las medicinas que su hermano necesita y después envíeme la factura de los gastos.

Ella lo miró avergonzada.

– Perdone, señor Brett, usted ha salvado la vida de mi hermano y yo ni siquiera le he dado las gracias como es debido.

– No se preocupe.

– Hoy en día, todo el mundo sospecha de todo el mundo. -Sofía se levantó-. ¿Le apetece un café? No es muy bueno, no será como ése al que usted está acostumbrado.

– Sí, gracias.

Llenó una tetera negra de gran tamaño en el fregadero.

– Esta bruja que ha visto usted en el rellano, ahora que Enrique está enfermo, quiere que entreguemos a Paquito al orfelinato de la iglesia. Pero no lo haremos, no son buenos sitios.

– Ah, ¿no?

Estaba a punto de decirle que conocía a alguien que iba a trabajar como voluntaria en uno de ellos, pero decidió no hacerlo. Sofía le ofreció una taza de café. Harry la miró. ¿De dónde sacaba tanta serenidad y tanta energía? Su cabello negro azabache adquiría reflejos castaños cuando le tocaba la luz.

– ¿Lleva mucho tiempo trabajando en la embajada? -preguntó Sofía.

– En realidad, sólo unas cuantas semanas. Dejé el ejército por invalidez.

– ¿O sea que usted combatió? -preguntó otra vez, con un nuevo tono de respeto en la voz.

– Sí. En Francia.

– ¿Y qué le pasó?

– Sufrí una lesión en el oído cuando estalló una granada. Ya estoy mejor. -Sin embargo, la presión en la cabeza aún no había desaparecido.

– Tuvo suerte.

– Sí. Supongo que sí. -Harry titubeó-. También sufrí neurosis de guerra. Ahora ya no.

Ella preguntó tras dudar un poco:

– O sea que usted ha luchado contra los fascistas.

– Sí. Sí, en efecto. -La miró-. Y lo volvería a hacer.

– Sin embargo, muchos admiran al Generalísimo. Durante la Guerra Civil conocí a un voluntario, un chico inglés. Me dijo que muchos ingleses piensan que Franco es un digno caballero español.

– Pues yo no, señorita.

– Era de Leeds, ese chico. ¿Conoce usted Leeds?

– No, yo soy del norte.

– Mi padre lo conoció en las batallas de la Casa de Campo. Los dos murieron allí.

– Lo siento. -Harry se preguntó si habría sido su amante.

– Ahora tenemos que sacar todo el provecho que podamos de la situación.

Sofía sacó un pitillo y lo encendió.

– ¿No hay ninguna posibilidad de que usted reanude sus estudios de medicina?

Ella denegó con la cabeza.

– ¿Teniendo que atender a mamá y a Paquito? ¿Y también a Enrique?

– Con un tratamiento, quizá pueda volver a trabajar.

– Sí, pero esta vez en otra cosa. -Arrojó con rabia la ceniza del cigarrillo a un platito de postre-. Le dije que no debería haber aceptado este trabajo. -Volvió a mirar a Harry con perspicacia-. ¿Cómo puede ser que hable usted tan bien el español?

– Soy profesor, lector, en Inglaterra; al menos, lo era antes de que estallara la guerra. Nuestra guerra -añadió-. Visité España en 1931, ya se lo dije; supongo que fue entonces cuando nació mi interés.

Ella sonrió con tristeza.

– Nuestro tiempo de esperanza.

– El amigo con quien yo vine aquí en 1931 regresó para combatir en la Guerra Civil. Resultó muerto en el Jarama.

– ¿Usted también era partidario de la República?

– Bernie, sí. Era un idealista. Yo era neutral.

– ¿Y ahora?

Harry no contestó. Sofía sonrió.

– En cierto sentido, me recuerda usted al chico de Leeds; su cara reflejaba el mismo desconcierto. -Sofía se levantó-. Y ahora voy a buscar a un médico. Ahora mismo.

Harry la acompañó de nuevo al salón.

– Enrique, he estado hablando con el señor Brett -le dijo Sofía a su hermano-, voy a buscar a un médico. Ahora mismo. Enrique lanzó un suspiro de alivio.

– Gracias a Dios. Mi pierna no es muy agradable de ver. Gracias, señor. Mi hermana es una pesada.

La anciana trató de incorporarse.

– Es usted muy amable con nosotros.

– De nada -contestó tímidamente Harry.

El niño lo miró con expresión atemorizada. Harry volvió a mirar alrededor, respirando el olor a moho de la atmósfera mientras contemplaba las manchas de humedad bajo la ventana. Se avergonzó de su riqueza y de la seguridad de que él disfrutaba.

– La señora Ávila volvía a fisgonear cuando llegó el señor Brett -le dijo Sofía a su madre.

– Esa beata -musitó la anciana, arrastrando las palabras-. Cree que, si les cuenta suficientes detalles a los curas, Dios la convertirá en una santa.

Sofía se ruborizó.

– ¿Le importaría salir usted primero, señor Brett? Si nos ven salir juntos, correrán rumores.

– Claro -dijo Harry algo azorado.

Enrique se incorporó.

– Gracias una vez más, señor.

Harry se despidió de todos y regresó muy despacio a la parada del autobús de la Puerta de Toledo. Miró al suelo para evitar los baches y los desagües sin tapa que arrojaban un nauseabundo olor a la calle. Si uno no iba atento, se podía romper una pierna.

Le entristeció pensar que ahora quizá sólo recibiría la cuenta de los honorarios de un médico y ya no habría nada más. Ellos no esperarían que regresara. Pero, en cierto modo, él ya había decidido volver a ver a Sofía.

23

El lunes siguiente fue un día de mucho ajetreo en la embajada. Harry había acordado reunirse con Milagros Maestre en el Prado a las cuatro, pero tuvo que traducir al español un comunicado de prensa de la embajada acerca de las victorias británicas en el norte de África y llegó con un cuarto de hora de retraso.

La había llamado el fin de semana. No le apetecía, pero no tenía más remedio que hacerlo; habría sido una grosería. Tolhurst le había dicho que Maestre se ofendería y ellos no podían permitírselo. Milagros parecía encantada, así que aceptó la invitación de inmediato.

Harry ya había visitado el Prado anteriormente, una tarde de 1931 con Bernie. Entonces el museo le había parecido un hervidero de actividad; en cambio, ahora, el enorme edificio estaba muy tranquilo. Compró la entrada y cruzó el vestíbulo principal. Apenas había visitantes, menos que los vigilantes que paseaban lentamente por las salas haciendo tintinear las llaves que llevaban al cinturón mientras el eco de sus pisadas resonaba con un rumor sordo. Había muy poca luz, y aquella triste tarde de invierno el edificio producía una impresión de sombrío abandono.

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