C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Vaya por Dios -añadió en voz alta.

Harry había quedado con Tolhurst para tomar unas copas en el Café Gijón. Pasó por delante del edificio cerrado de las Cortes y, después, del ministerio donde había conocido a Maestre y cuya calle patrullaban unos guardias armados con metralletas. Se subió el cuello del abrigo. El tiempo había vuelto a refrescar; después del sofocante calor del verano y de un otoño fallido, parecía que el invierno se acercaba.

La Gran Vía se había rebautizado con el nombre de «Avenida de José Antonio Primo de Rivera», en memoria del fundador de la Falange; pero era exactamente como Harry la recordaba en 1937: una larga arteria comercial. Las tiendas ya volvían a abrir después de la pausa de la siesta, y la luz amarillenta se derramaba sobre la acera. Incluso allí los escaparates estaban muy mal surtidos. Había oído hablar del Gijón, pero jamás había estado en él. Al entrar en el local adornado con espejos, vio a varias personas repartidas por las mesas. Había individuos con pinta de artistas con barba y bigotes extravagantes, pero no cabía duda de que todos debían de ser partidarios del régimen como lo era Dalí.

– El fascismo es el sueño convertido en realidad -decía un joven, entusiasmado, a su compañero-, lo surrealista hecho realidad.

«Y que lo digas», pensó Harry.

Tolhurst estaba sentado a una mesa, con su corpachón comprimido contra la pared. Harry lo saludó con la mano, después se acercó a la barra para pedir un brandy y se reunió con él.

– ¿Qué tal ha ido la cita? -le preguntó Tolhurst.

Harry tomó un sorbo de brandy.

– Esto está mejor. Bastante mal, en realidad. La chica es muy simpática pero es… cómo diría yo… sólo una niña. Llevaba carabina. El ex ordenanza o lo que sea de Maestre.

– Aquí tienen unas ideas muy anticuadas sobre las mujeres. -Tolhurst lo miró fijamente-. Procura no perderla de vista; es un nexo con Maestre.

– Quiere que vayamos a dar una vuelta por la sierra de Guadarrama.

– Ah -Tolhurst lo miró sonriendo-. Tú y ella solos, ¿eh?

– Con Gómez como chófer.

– Ah, bueno. -Tolhurst se chupó los carrillos mofletudos-. Santo cielo, a veces pienso que ojalá pudiera volver a casa. La echo de menos.

– ¿Echas de menos a tu familia?

Tolhurst encendió un cigarrillo y contempló cómo el humo se elevaba hacia el techo en espiral.

– No exactamente. Mi padre está en el ejército y llevo siglos sin verlo. -Suspiró-. Yo siempre quise vivir en Londres y disfrutar de la refinada existencia de allí. Jamás lo conseguí… primero el colegio y, después, el servicio diplomático. -Volvió a suspirar-. Probablemente ahora ya es demasiado tarde. Con los bombardeos y las ciudades a oscuras, toda esta clase de vida tiene que haber desaparecido. -Meneó la cabeza-. ¿Has echado un vistazo a los periódicos? Siguen comentando lo mucho que congenió Franco con Hitler en Hendaya. Y Sam está en plan muy conciliador; le ha dicho a Franco que Gran Bretaña estaría encantada de que España les arrebatara Marruecos y Argelia a los franceses.

– ¿Qué? ¿Como colonias españolas?

– Pues sí. Está alentando los sueños imperiales de Franco. Supongo que comprende su manera de pensar. Francia está acabada como potencia.

Tolhurst comentaba lo que «Sam» hacía como si fuera el confidente del embajador, era típico de él; aunque Harry sabía que probablemente se limitaba a repetir los chismes que circulaban por la embajada.

– Contamos con el bloqueo -dijo Harry-. Podríamos privarlos de sus suministros de alimentos y petróleo como quien cierra el grifo. Quizá ya va siendo hora de que lo hagamos. Para advertirlos sobre sus coqueteos con Hitler.

– No es tan sencillo. Si los dejamos sin nada que perder, puede que se unan a los alemanes y tomen Gibraltar.

Harry bebió otro trago de brandy.

– ¿Recuerdas la noche del Ritz? Le oí decir a Hoare que aquí no puede haber el menor apoyo británico para operaciones especiales. Tengo presente un discurso que pronunció Churchill poco antes de que yo me fuera. La supervivencia de Gran Bretaña enciende destellos de esperanza en la Europa ocupada. Podríamos ayudar a la gente de aquí en lugar de dar coba a sus dirigentes.

– Calma -dijo Tolhurst, soltando una carcajada nerviosa-. El brandy se te está subiendo a la cabeza. Si Franco cayera, los rojos volverían. Y serían peores que antes.

– ¿Y qué piensa el capitán Hillgarth? Aquella noche en el Ritz me pareció que estaba de acuerdo con sir Sam.

Tolhurst se removió muy inquieto en su asiento.

– Pues mira, Harry, si quieres que te diga la verdad, le molestaría bastante saber que alguien oyó sus comentarios.

– No lo hice a propósito.

– Aun así, yo de eso no sé nada -añadió Tolhurst en tono cansado-. Yo sólo soy el burro de carga. Arreglo las cosas, recibo información de las fuentes y controlo sus gastos.

– Dime una cosa -le preguntó Harry-, ¿tú has oído hablar alguna vez de los «Caballeros de San Jorge»?

Tolhurst entornó los ojos.

– ¿Dónde has oído eso? -preguntó en tono precavido.

– Maestre utilizó esa expresión el primer día que fui con Hillgarth para hacer de intérprete. Se refiere a los soberanos, ¿verdad, Tolly? -Tolhurst no contestó, se limitó a fruncir los labios. Harry siguió adelante, sin preocuparse por los protocolos que pudiera estar infringiendo-. Hillgarth también habló de Juan March. ¿Estamos implicados en una operación de soborno a los monárquicos? ¿Es éste el caballo por el que estamos apostando para mantener a España fuera de la guerra? ¿Por eso Hoare no quiere mantener ningún tipo de trato con la oposición?

– Mira, Harry, no conviene que seamos demasiado fisgones. -La voz de Tolhurst sonaba tranquila como al principio-. No nos corresponde a nosotros pensar en… bueno… los planes de acción. Y, por el amor de Dios, a ver si bajas un poco la voz.

– Entonces estoy en lo cierto, ¿verdad? Te lo leo en la cara. -Harry se inclinó hacia delante y murmuró en tono decidido-. ¿Y si todo fracasa y se viene abajo, y Franco se entera? Entonces nos hundiríamos en la miseria y lo mismo les ocurriría a Maestre y sus compinches.

– El capitán ya sabe lo que hace.

– ¿Y si la cosa da resultado? Estaremos atados a estos cabrones para siempre. Gobernarán España por siempre jamás.

Tolhurst respiró hondo. Estaba furioso y tenía la cara arrebolada por la emoción.

– Por Dios, Harry, ¿cuánto tiempo llevas dándole vueltas a todo eso?

– El otro día adiviné qué podían ser los Caballeros de San Jorge. -Se reclinó contra el respaldo de su asiento-. No te preocupes, Tolly, no diré nada.

– Más te vale no hacerlo, si no quieres ser acusado de alta traición. Es lo que pasa cuando se contratan los servicios de gente perteneciente al mundo académico -dijo Tolhurst-. Sois demasiado entrometidos. -Soltó una carcajada para intentar recuperar el tono amistoso-. No te lo puedo decir todo -añadió-. Eso lo tienes que comprender. Pero Sam y el capitán ya saben lo que hacen. Tendré que decirle al capitán que has descubierto todo esto. ¿Seguro que no se lo has dicho a nadie más?

– Te lo juro, Tolly.

– Entonces, toma otro trago y olvídate de todo.

– De acuerdo -dijo Harry, pensando que ojalá hubiera resistido el impulso de hacerle la pregunta a Tolhurst.

Tolhurst se levantó con cierta dificultad e hizo una mueca cuando la esquina de la mesa se le clavó en el vientre. Harry fijó la vista en el vaso. Experimentó un momento de pánico. Sus creencias acerca del mundo y del lugar que ocupaba en él se volvían a mover como arena bajo sus pies.

24

El dinero llegó el 5 de noviembre, la víspera del día en que Barbara tenía concertada su nueva cita con Luis. Ya desesperaba de recibirlo y se había preparado para suplicarle a Luis que esperara. A medida que su preocupación iba en aumento, Barbara comprendió que estaba cada vez más nerviosa y retraída. Sandy empezaba a preguntarse con toda claridad qué le ocurría. Aquella mañana se había hecho la dormida mientras él se vestía; porque estaba despierta, mirando la almohada mientras recordaba que era el día de Guy Fawkes, en que Gran Bretaña conmemoraba la detención de Guy Fawkes el año 1605 por su intento de hacer saltar por los aires las Cámaras del Parlamento. Aquel año no habría fuegos artificiales en Inglaterra; ya tenían suficiente con las explosiones reales de todas las noches. La BBC informaba de que no se habían registrado más incursiones en la región de los Midlands; en cambio, Londres seguía siendo bombardeada casi cada noche. Los periódicos de Madrid señalaban que buena parte de la ciudad había quedado reducida a escombros, pero ella se decía a sí misma que todo era propaganda.

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