C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Casi bajó corriendo los peldaños del café donde acababa de reunirse con Milagros. Ella estaba sola, sentada al fondo del café. Harry se sorprendió al ver a un hombre sentado frente a ella. El hombre se volvió y Harry reconoció en él al acompañante de Maestre en el baile, el teniente Gómez. En su rostro severo y cuadrado se observaba una mueca de contrariedad. Milagros sonrió con alivio.

– Ah, señor Brett -dijo Gómez en tono de reproche-. Ya empezábamos a temer que no viniera.

– Les pido disculpas, me han entretenido en la embajada. -Harry se volvió para mirar a Milagros-. Le ruego que me perdone.

– No se preocupe -dijo ella-. Por favor, Alfonso, no es nada.

Lucía un costoso abrigo de pieles y se acababa de ondular el cabello castaño con una permanente. Pese a que iba vestida como una mujer de más edad, Harry reparó una vez más en la apariencia infantil de su rostro mofletudo.

Gómez soltó un gruñido, apagó el cigarrillo y se levantó.

– Les dejo. Milagros, la veré en la entrada a las cinco y media. Buenas tardes, señor Brett.

Su mirada era muy fría cuando le estrechó la mano. Harry recordó el cesto de rosas con aquellas cabezas de marroquíes en el centro que, según decían, Maestre había regalado a las monjas. Se preguntó si Gómez habría estado presente.

Se sentó frente a Milagros.

– Me temo que lo he ofendido.

Milagros denegó con la cabeza.

– Don Alfonso me protege demasiado. Me lleva a todas partes, es mi dama de compañía, mi carabina. ¿Las chicas de Inglaterra todavía tienen carabinas?

– No: Más bien no.

Milagros sacó una cajetilla de cigarrillos del bolsillo. Unos cigarrillos de calidad, Lucky Strike, no los ponzoñosos pitillos que fumaba Sofía. No sabía por qué, pero se había pasado todo el fin de semana pensando en Sofía.

– ¿Usted fuma, señor Brett?

Harry sonrió.

– No, gracias. Y llámeme Harry, por favor.

Milagros exhaló una larga columna de humo.

– Ah, así está mejor. No les gusta que fume, consideran que soy demasiado joven -explicó, ruborizándose-. Piensan que no es apropiado para una chica seria.

– Todas las mujeres que yo conozco fuman.

– ¿Le apetece un café?

– Ahora no, gracias. Quizá cuando hayamos visto los cuadros, ¿le parece?

– Me parece muy bien. Pues entonces, me termino el pitillo. -Milagros esbozó una sonrisa nerviosa-. Me encanta que me vean fumar en público. -Exhaló una nube de humo azulada, apartando el rostro para no arrojársela a Harry a la cara.

A Harry no le importaba visitar galerías de arte, siempre y cuando no tuviera que permanecer en ellas mucho rato; pero la verdad era que tampoco le entusiasmaban. La impresión de cavernoso vacío del Prado se fue intensificando progresivamente a medida que recorrían las salas en las que sólo se escuchaba el eco de sus pisadas. Casi todas ellas estaban vacías. Unos espacios en blanco en las zonas de las paredes antaño ocupadas por cuadros robados o desaparecidos durante la Guerra Civil. En los rincones, unos guardias uniformados de negro permanecían sentados en sillas, leyendo el Arriba.

Milagros era todavía más ignorante en arte que Harry. Se detenían delante de algún cuadro, él o ella hacían algún comentario grandilocuente y seguían adelante.

En la sala de Goya, el horror oscuro de las Pinturas Negras pareció poner muy nerviosa a Milagros.

– Pinta cosas muy crueles -dijo la muchacha en voz baja mientras contemplaba el Aquelarre.

– Había visto muchas cosas de la guerra. Bueno, creo que ahora ya lo hemos visto casi todo… ¿le apetece un café?

Ella le sonrió con gratitud.

– Oh, sí. Gracias.

Las salas estaban muy frías; en cambio, en la cafetería hacía demasiado calor. Cuando él llevó de la barra a la mesa dos tazas de pésimo café, Milagros ya se había quitado el abrigo y en torno a ella se percibía el intenso aroma almizcleño de un perfume muy caro. Se lo había aplicado en exceso. Harry se compadeció repentinamente de ella.

– Me gustaría ver las galerías de arte de Londres -dijo la joven-. Me gustaría ver todo lo que hay en Londres. Mi madre dice que es una gran ciudad.

– ¿La conoce?

– No, pero lo sabe todo de ella. A mis padres les encanta Inglaterra.

A los españoles no les gustaba que sus hijas salieran con extranjeros. Harry lo sabía; pero, en aquellos momentos, un lugar como Inglaterra debía de ser un destino muy apetecible a los ojos de alguien como Maestre. Contempló el rostro serio y mofletudo de la muchacha.

– Todos los países parecen mejores desde lejos.

– Quizá. -Milagros parecía abatida-. Pero tiene que ser mejor que España; aquí todo es tan sucio y miserable, tan inculto.

Harry pensó en Sofía y en su familia mutilada, que vivían en aquel pobre apartamento.

– Su padre tiene una casa muy bonita.

– Pero todo es muy inseguro. Tuvimos que huir de Madrid durante la guerra, ¿sabe? Ahora tenemos esta nueva guerra que se cierne sobre nosotros. ¿Y si lo volvemos a perder todo? -La muchacha pareció entristecerse momentáneamente, pero después volvió a sonreír-. Hábleme más de Inglaterra. He oído decir que la campiña es preciosa.

– Sí, todo es muy verde.

– ¿Hasta en verano?

– Especialmente en verano. Hierba verde y árboles gigantescos.

– Antes Madrid estaba lleno de árboles. Cuando volvimos, los rojos los habían cortado todos para hacer leña. -Milagros lanzó un suspiro-. Yo me sentía más a gusto en Burgos.

– Ahora la situación también es bastante insegura en Inglaterra. -Harry la miró sonriendo-. Recuerdo que en el colegio no había nada más bonito que un largo partido de criquet en una tarde estival.

Evocó las verdes canchas de juego, a los chicos con sus uniformes blancos de criquet y el sonido del bate y la pelota. Era un sueño tan lejano como el mundo de la fotografía en la que sus padres habían quedado atrapados.

– He oído hablar del criquet. -Milagros soltó una carcajada nerviosa que le otorgó, más que nunca, el aspecto de regordeta colegiala-. Aunque no sé cómo se juega. -Bajó la mirada-. Perdone, esta tarde… es que tampoco sé nada de pintura.

– Como yo, la verdad -contestó Harry, un poco avergonzado.

– Tenía que pensar en algún sitio adonde ir. Pero, si usted quiere, otro día podemos ir al campo; lo podría acompañar a ver la sierra de Guadarrama en invierno. Alfonso nos llevaría en coche.

– Sí, sí, tal vez.

Milagros se había vuelto a ruborizar; no cabía ninguna duda, se estaba enamorando de él. «Vaya por Dios», pensó Harry. Consultó el reloj de la pared.

– Ya es hora de marcharnos -dijo-. Alfonso estará esperando. No conviene que lo hagamos enfadar.

La boca de Milagros tembló levemente.

– No.

El viejo soldado esperaba en la escalinata del Prado, vuelto de cara al Ritz del otro lado de la calle, con un cigarrillo en los labios. Empezaba a oscurecer! Se volvió y, esta vez, miró con una sonrisa a Harry.

– Ah, justo a tiempo. ¿Lo ha pasado bien, Milagros?

– Sí, Alfonso.

– Tiene que comentarle a su madre los cuadros que ha visto. El automóvil está a la vuelta de la esquina. -El militar le dio a Harry un apretón de manos-. Puede que volvamos a vernos, señor Brett.

– Sí, teniente Gómez.

Harry estrechó la mano de Milagros. La chica lo miró expectante, pero él no le dijo nada acerca de la posibilidad de volver a verse. El rostro de Milagros reflejó decepción y Harry se sintió culpable; pero no tenía la menor intención de engañarla. Se los quedó mirando mientras ambos se alejaban. ¿Por qué se habría encaprichado aquella chica de él? No tenían nada en común.

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