C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Aquella mañana había actuado como intérprete en una sesión celebrada en el Ministerio del Interior y después se había vuelto a reunir con Sandy en el Café Rocinante. Lo había telefoneado al día siguiente de su paseo con Barbara por la Casa de Campo. Le dijo que en la embajada no tenía mucho trabajo y le preguntó si le apetecería volver a quedar. Sandy había aceptado encantado.

Bajó por la calle para dirigirse al café. Miró atentamente alrededor como de costumbre, pero no se veía la menor señal de que Enrique hubiera sido sustituido por otro espía más eficiente.

Cuando llegó, Sandy ya estaba en el Rocinante, sentado a una mesa y con un pie apoyado en un bloque de madera mientras un desarrapado chiquillo de diez años le lustraba los zapatos. Sandy lo llamó agitando el brazo.

– ¡Estoy aquí! Perdona que no me levante.

Harry se sentó. El local estaba muy tranquilo aquella tarde; a lo mejor, la gente se había quedado en casa por la lluvia y la niebla.

– Qué tiempo más desagradable, ¿verdad? -dijo Sandy alegremente-. Es como si estuviéramos en casa.

– Perdona el retraso.

– No te preocupes. He llegado hace unos minutos. Me temo que ya está aquí el invierno.

El niño se sentó en cuclillas mientras Sandy inspeccionaba sus zapatos.

– Muy bien, niño -dijo Sandy, entregándole una moneda al chiquillo, que inmediatamente desvió sus grandes y tristes ojos hacia Harry.

– ¿Le limpio los zapatos, señor?

– No, gracias.

– Vamos, Harry, son sólo cinco céntimos.

Harry asintió con la cabeza y el niño colocó el bloque de madera bajo sus pies y empezó a sacar brillo a los zapatos negros que él mismo se había lustrado apenas una hora antes. Sandy llamó al camarero por señas, y ambos pidieron café. El niño terminó con los zapatos de Harry, éste le entregó una moneda y entonces el chiquillo pasó a otros clientes, preguntándoles con un triste y lastimero tono de voz:

– ¿ Limpiabotas?

– Pobre criatura -dijo Harry.

– La semana pasada intentó venderme unas postales guarras. Una cosa horrorosa, unas prostitutas maduras que se remangaban las bragas. Como no se ande con cuidado, los guardias civiles lo pillarán.

El camarero les sirvió los cafés. Sandy estudió a Harry con semblante pensativo.

– Dime una cosa -preguntó-, ¿qué te pareció Barbara cuando la viste?

– Bien. Fuimos a dar un paseo por la Casa de Campo.

Pero lo cierto era que no le había parecido bien en absoluto; había en ella un no sé qué de cerrado y reservado que jamás le había visto anteriormente, pero no tenía la menor intención de comentárselo a Sandy. Era una lealtad que podía permitirse el lujo de no traicionar.

– ¿No te pareció inquieta o preocupada?

– Pues la verdad es que no.

Sandy encendió un cigarro.

– Hay algo en ella desde hace unas semanas. Me dice que no es nada, pero yo no estoy tan seguro. -Sandy miró sonriendo a Harry-. En fin, puede que este trabajo de voluntaria la esté agotando demasiado. ¿Te ha hecho algún comentario al respecto?

– Sí. Y me pareció bueno.

– También tuvisteis un encuentro con la Falange en el restaurante.

Sandy arqueó las cejas.

Harry hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

– Una pequeña muestra de grosería.

Sandy se rió.

– Hitler dijo una vez que el fascismo podía convertir un gusano en un dragón. Es lo que les ha ocurrido a unos cuantos gusanos de aquí. Bueno, hay que dejarles soltar su fuego y su humo. Aunque cansa un poco. -Sonrió con repentino afecto-. Resulta agradable ver de vez en cuando un apacible rostro inglés.

– Te debe de resultar extraño trabajar con esta gente. Trabajas sobre todo con el Ministerio de Minas, ¿verdad? Me lo comentabas el otro día.

Sandy asintió con la cabeza y se pasó una mano por el bigote.

– Exacto. Al final, todas aquellas excursiones a la caza de dinosaurios me fueron muy útiles, ¿sabes? Más útiles que el latín con que nos llenaban la cabeza. Sé algo de geología… conocí hace algún tiempo a un ingeniero de minas en el teatro y acabamos yendo directamente al grano.

– Ah, ¿sí? -«Éste es Otero», pensó Harry, procurando disimular su interés.

– La política económica de Franco se orienta a convertir España en un país lo más autosuficiente posible, para no tener que estar a merced de las potencias extranjeras. Conceptos típicamente fascistas. O sea que, si tú te dedicas a prospecciones mineras, las oportunidades son ilimitadas. Hasta te subvencionan los gastos si tú ofreces experiencia a cambio. -Sandy hizo una pausa, estudiando tan intensamente a Harry que, por un instante, éste temió que su amigo supiera algo-. ¿Recuerdas cuando la otra noche te dije que te podría hacer algunas sugerencias sobre negocios?

– Sí.

– Aquí se puede ganar mucho dinero si sabes dónde invertir.

Harry hizo un movimiento afirmativo con la cabeza para animarlo a seguir adelante.

– Yo he ahorrado una parte considerable de mi asignación a lo largo de los años. Algunas veces he pensado que me gustaría hacer algo con mi dinero, en lugar de guardarlo simplemente en el banco.

Sandy se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el brazo.

– Entonces soy tu hombre. Me encantaría ayudarte a ganar un poco de dinero. Especialmente, en el sector de la explotación minera, en agradecimiento por haberme acompañado a todas aquellas expediciones a la caza de fósiles. -Sandy bajó la cabeza-. No te aburrían, ¿verdad?

– No, al contrario. Me gustaban.

– A mí me siguen fascinando. Las cosas que hay ocultas en la tierra. -Sandy miró a Harry con expresión juiciosa-. Veré qué puedo hacer. Tendré que andarme con un poco de cuidado; los falangistas del ministerio hacen una excepción conmigo, pero no les gustan los británicos. -En sus labios se dibujó una sonrisa-. Ya se me ocurrirá algo. Me gustaría que vieras el éxito que he tenido. -Hizo una pausa y le dirigió a Harry una de sus perspicaces miradas de siempre-. Tú tenías ciertas dudas al respecto, ¿a que sí?

– Bueno…

– Lo leí en tu cara, Harry. Te preguntabas qué hacía yo con esta gente. Barbara se lo sigue preguntando, también lo he visto en su cara. Pero no hay que tener remilgos en los negocios.

– Lleva tiempo comprender… lo complicadas que pueden ser las cosas aquí.

Sandy le dirigió una mirada rápida e irónica.

– Vaya si lo son. ¿Fuiste a aquella fiesta en casa del general Maestre?

– Sí. Tengo que acompañar a su hija al Prado. -La tendría que llamar aquella noche; lo había estado aplazando.

– ¿Buena chica?

– Muy joven. Todos eran monárquicos en la fiesta. No les gustaba la Falange en absoluto.

– Ellos lo que quieren es una monarquía autoritaria en la que los aristócratas corten el bacalao como hace cincuenta años. Pero todo se volvería a derrumbar.

– Son proaliados.

– No los interpretes mal, Harry. Son más duros que una piedra. Todos combatieron al lado de Franco en la guerra; Juan March, el compinche de los monárquicos, financió la rebelión inicial.

– Últimamente oigo mucho este nombre.

– La Falange cree que está conspirando con los monárquicos y que mantiene vínculos con los Aliados. Dicen que está sobornando a los generales y que compra su apoyo a la idea de mantener España al margen de la guerra.

Y entonces Harry lo vio, fue como si se hubiera encendido una luz en su cerebro. Soborno. De eso habían estado hablando Hillgarth y Maestre aquel día. Los Caballeros de San Jorge eran una clave para designar a los soberanos, la moneda en cuyo reverso figuraba san Jorge matando al dragón. Les pagarían en soberanos. Respiró hondo.

– ¿Te ocurre algo? -le preguntó Sandy.

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