– Siéntese.
Bernie se dejó caer en ella. En un rincón había una estufa de petróleo, así que en el cuarto hacía calor. El psiquiatra recorrió con una pluma plateada las columnas de un cuestionario. Bernie reconoció su propia letra. Los piojos de su barba se empezaron a mover, estimulados por el calor.
El psiquiatra levantó los ojos.
– ¿Es usted Piper, Bernard, inglés, de treinta y un años de edad?
– Sí.
– Yo soy el doctor Lorenzo. Hace tres años, cuando estaba en San Pedro, contestó usted a un cuestionario. ¿Lo recuerda?
– Sí, doctor.
– El propósito del estudio era establecer los factores psicológicos que pueden inducir a las personas a abrazar el marxismo. -Su voz era uniforme y monótona-. Casi todos los marxistas son personas ignorantes de la clase obrera, con escasa inteligencia y cultura. Queremos volver a examinar a las personas que no se ajustaban a estos criterios. Usted, por ejemplo. -El psiquiatra estudió detenidamente a Bernie.
– Lo que lleva a las personas hacia el marxismo es muy sencillo -dijo serenamente Bernie-. La pobreza y la opresión.
El psiquiatra asintió con la cabeza.
– Sí, eso es lo que yo esperaba que usted me dijera. Y, sin embargo, es posible que usted no haya estado sometido a ninguna de estas cosas; veo que estudió usted en una escuela privada inglesa.
– Mis padres eran pobres. Yo conseguí una plaza en Rookwood gracias a una beca.
Los ojos de Bernie se desviaron hacia un rincón de la estancia donde había un objeto alto, cubierto con una lona. Lorenzo golpeó bruscamente la superficie del escritorio con la pluma de plata.
/ -Preste atención, por favor. Hábleme de sus padres… ¿a qué se dedicaban?
– Trabajaban en una tienda propiedad de otra persona.
– ¿Y quizás usted se compadecía de ellos? ¿Los quería mucho?
Una imagen de su madre acudió a la mente de Bernie, de pie en el salón retorciéndose las manos. «Bernie, Bernie, ¿por qué te tienes que ir a esta guerra tan horrible?»
Se encogió de hombros.
– Que yo sepa, a estas alturas ya podrían estar muertos.
– ¿Les escribiría si pudiera?
– Sí.
Lorenzo hizo otra anotación.
– Este colegio, este Rookwood que le permitió establecer contacto con chicos de una cultura superior. Me interesa el hecho de que usted rechazara aquellos valores., Bernie se rió amargamente.
– Allí no hay cultura. Y su clase era enemiga de la mía.
– Ah, sí, la metafísica marxista. -El psiquiatra asintió con la cabeza y lo miró con expresión pensativa-. Nuestros estudios revelan que, cuando las personas inteligentes y privilegiadas se sienten atraídas por el marxismo, se debe a un defecto de carácter. No comprenden los valores más elevados como la espiritualidad o el patriotismo. Son seres antisociales y agresivos por naturaleza. El comandante me dice que usted, Piper, rechaza, por ejemplo, los intentos de rehabilitación del campamento, ¿verdad?
Bernie se rió por lo bajo.
– ¿Se refiere a la instrucción religiosa obligatoria?
Lorenzo lo estudió como a una rata de laboratorio en el interior de una jaula.
– Sí, parece que usted odia el cristianismo. Una religión que predica el amor y la reconciliación. Sí, esto está muy claro.
– Nos dan también otras lecciones.
El doctor Lorenzo lo miró, perplejo.
– ¿Qué quiere decir?
– Esto es un cuarto de torturas. Este armario que hay a su espalda seguramente está lleno de porras y de cubos para ahogamientos simulados.
Lorenzo meneó suavemente la cabeza.
– Fantasías.
– Pues entonces retire la lona de esa cosa que tiene a su espalda -dijo Bernie-. Hágalo. -Se percató de que su tono era cada vez más insolente y se mordió el labio. No quería que le presentaran una queja a Aranda.
El psiquiatra emitió un leve gruñido de hastío, se levantó y retiró la lona. Las facciones de su rostro se endurecieron al ver la alta estaca de madera con el asiento de metal, las correas de sujeción, el aro para el cuello y el pesado tornillo de latón con sus correspondientes manijas en la parte posterior.
– Las ejecuciones, doctor. Ha habido seis desde mi llegada aquí. Los colocan en fila en el patio y nos obligan a mirar.
El psiquiatra volvió a sentarse. Su voz no se había alterado. Miró fijamente a Bernie y después meneó la cabeza.
– Usted es un antisocial -dijo en tono pausado-. Un psicópata. -Volvió a menear la cabeza-. Los hombres como usted jamás se rehabilitan; sus mentes son anormales, incompletas. Por desgracia, el garrote es necesario para mantener a raya a individuos como usted. -Hizo una anotación en su cuestionario y después levantó la voz para llamar a Agustín-. ¡Guardia! Ya he terminado con este hombre.
Agustín acompañó a Bernie fuera de la estancia. El sol ya se había ocultado tras el horizonte, y un resplandor rojizo bañaba las barracas de madera que bordeaban el patio de tierra. No tardarían en encenderse los reflectores de la atalaya que se levantaba por encima de la alambrada de púas. Pegado al barracón del rancho había un poste enorme de más de metro ochenta del que colgaban unas cuerdas. Parecía un símbolo, pero no lo era: ataban a él a los hombres como castigo. Bernie deseó haber mencionado aquel detalle al psiquiatra.
Ya había llegado la hora de pasar lista; trescientos prisioneros empezaban a formar alrededor de la pequeña plataforma de madera que había en el centro. Agustín se detuvo y se echó el pesado fusil al hombro.
– Esta noche tengo que llevar a otros cinco al loquero -dijo-. Va a ser una noche muy larga.
Bernie lo miró con asombro. Los guardias tenían prohibido hablar con los prisioneros.
– El médico parecía enfadado -añadió Agustín.
Bernie lo miró, pero el guardia mantenía el enjuto rostro apartado.
– Ten cuidado -dijo Agustín en voz baja-. Ya vendrán tiempos mejores, Piper. Ahora no puedo decir más. Pero ten cuidado. Procura que no te castiguen, o te maten.
Bernie permanecía de pie junto a su amigo Vicente. El rostro chupado del abogado, enmarcado por una desgreñada mata de cabello gris y una enmarañada barba, ofrecía un aspecto ojeroso y cansado. Miró con una sonrisa a Bernie y después sufrió un acceso de tos mientras, desde lo más hondo de su pecho, se escuchaba una especie de gorgoteo líquido. Vicente sufría infecciones pulmonares desde el verano; parecía que se recuperaba, pero éstas lo volvían a atacar, cada vez con más saña. Algunos guardias le permitían encargarse de trabajos más ligeros a cambio de su ayuda en la tarea de rellenar impresos; sin embargo, aquella semana el sargento encargado de la cuadrilla de la cantera era Ramírez, un hombre brutal que había obligado a Vicente a pasarse todo el día cargando piedras. Parecía que a duras penas podía tenerse en pie.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó a Bernie en un susurro.
– Hay un psiquiatra que anda entrevistando a unos cuantos hombres de San Pedro. Me ha dicho que soy un psicópata antisocial.
Vicente sonrió con ironía.
– Eso demuestra lo que yo siempre he dicho, que eres un buen hombre, aunque seas bolchevique. Si alguien de aquí te dice que eres normal, ya puedes empezar a preocuparte. Te has perdido la cena.
– Resistiré -dijo Bernie.
Tendría que disfrutar de una buena noche de sueño para estar en condiciones de trabajar al día siguiente. El arroz que les daban a los prisioneros era espantoso, las barreduras de algún almacén de arroz valenciano mezcladas con polvo arenoso; pero, para poder trabajar, uno tenía que comer todo lo que pudiera.
Pensó en lo que Agustín le había dicho. No lo entendía. ¿Tiempos mejores? ¿Se habría producido algún cambio político en España? El comandante les había dicho que Franco se había reunido con Hitler y que España no tardaría en entrar en guerra; pero, en realidad, ellos no sabían nada de lo que ocurría fuera de allí.
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