C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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El padre Jaime frunció el entrecejo ante la falta de seriedad del tono del comandante. El padre Eduardo se miró los pies. Entonces el padre Jaime alzó el muñeco en gesto amenazador, como si fuera un arma.

Uno a uno, los hombres se aproximaron arrastrando los pies y lo besaron. Algunos no acercaron del todo los labios a la madera y el sacerdote los llamó severamente al orden.

– ¡Otra vez! ¡Besa como es debido al Niño Jesús!

Hubo un anarquista que se negó. Tomás, el constructor naval de Barcelona. Se situó delante del sacerdote, mirándolo a los ojos. Era un hombre corpulento, así que el padre Jaime reculó un poco hacia atrás.

– No pienso besar su símbolo de superstición -dijo-. ¡Le escupo!

Y así lo hizo, dejando un reguero de saliva blanca en la frente de madera de la imagen. El padre Jaime lloró como si el niño fuera de verdad. Uno de los guardias le soltó a Tomás un guantazo que lo derribó al suelo. El padre Eduardo hizo ademán de acercarse a él, pero la mirada severa del padre Jaime se lo impidió. El sacerdote de mayor edad limpió con un pañuelo blanco la frente del muñeco.

Aranda brincó de la plataforma y se dirigió a grandes zancadas al lugar donde el hombre permanecía tumbado en el suelo.

– ¡Has insultado a Nuestro Señor! -gritó-. ¡ La Virgen del Cielo llora porque has escupido a su hijo!

Las palabras eran de indignación, pero el tono seguía siendo de guasa. Aranda tomó la fusta y empezó a azotar metódicamente al anarquista Tomás, empezando por las piernas y terminando con un golpe en la cabeza que lo hizo sangrar. Ordenó a un par de guardias que se lo llevaran y después se volvió hacia el padre Jaime. El sacerdote se había echado hacia atrás, abrazando al muñeco contra su pecho como para protegerlo de la escena.

Aranda inclinó la cabeza.

– Disculpe el insulto, padre. Siga, se lo ruego. Vamos a conducir a estos hombres a la religión, aunque en ello nos vaya la vida, ¿verdad?

Aranda hizo una seña al siguiente hombre de la fila. Bernie se alegró de ver un poco de miedo y cólera en los ojos del padre Jaime mientras el prisionero se acercaba arrastrando los pies e inclinaba la cabeza hacia el muñeco. Nadie más opuso resistencia.

– Recuerdo cómo olía el muñeco -le dijo Bernie a Vicente-. A pintura y saliva.

– Esos escarabajos negros son todos iguales. El padre Jaime es un bruto, pero este Eduardo es más taimado. Ahora estará en la barraca del polaco enfermo, tratando de averiguar si está a punto de morir y si es lo bastante débil para dejarse convencer de que acepte la absolución.

Bernie lo negó con un movimiento de la cabeza.

– Eduardo no es tan taimado. ¿Recuerdas que intentó conseguir que asignaran un médico al campo? ¿Y las cruces para el cementerio?

Pensó en la ladera de la loma, fuera del campo, donde se enterraba a los que morían en sepulcros anónimos. Cuando llegó al campo en verano, el padre Eduardo pidió cruces para señalar la localización de las tumbas. El comandante lo había prohibido; quienes estaban en el campo habían sido condenados por los tribunales militares a varias décadas de prisión, pero en la práctica ya estaban muertos. Algún día, el campo se clausuraría, y tanto las barracas como la alambrada de púas se retirarían sin dejar en la desnuda colina azotada por el viento la menor huella de su existencia.

– ¿Qué importan las cruces? -replicó Vicente-. Más símbolos de superstición. La bondad del padre Eduardo es falsa, todo lo que hace tiene un fin. Los escarabajos negros son todos iguales, intentan obligarte a hacer lo que ellos quieren cuando te estás muriendo y te encuentras en tu momento de máxima debilidad.

Fuera ya había oscurecido. En la barraca, algunos jugaban a las cartas o se remendaban los uniformes raídos a la mortecina luz de unas velas de sebo. Bernie cerró los ojos y trató de dormir. Pensó en la paliza que le habían propinado a Tomás; el anarquista había muerto unos días después. Y él mismo había corrido peligro con el psiquiatra aquella tarde. Había tenido suerte de que, por lo visto, el hombre lo considerará un simple ejemplar. Una parte de Bernie deseaba protagonizar un gesto de rebeldía como el de Tomás, pero el resto de su ser quería vivir. Si lo mataban, ellos alcanzarían su definitiva e irrevocable victoria.

Al final, se quedó dormido. Tuvo un sueño muy extraño. Entraba en la barraca con todo un grupo de colegiales de Rookwood a cuyo frente se encontraba el señor Taylor. Los chicos examinaban los jergones de madera y después se situaban alrededor de la mesa hecha con viejas cajas de embalar que había colocada en el centro. Decían que, si aquel era su nuevo dormitorio, pues muy bien, a ellos les daba igual. «No sean tan conformistas -les replicaba Taylor en tono de reproche-. Este no es el estilo de Rookwood.»

Se despertó sobresaltado. La barraca estaba completamente a oscuras y él no podía ver nada. Tenía frío. Empujó la fina manta hacia abajo para cubrirse los pies. Era la primera noche auténticamente fría. Septiembre y octubre eran los meses más fáciles. El calor sofocante del verano se iba desvaneciendo cada semana en unos pocos pero bienvenidos grados y la temperatura, por la noche, era lo bastante agradable para que uno pudiera dormir a gusto. Sin embargo, ahora ya había llegado el invierno.

Permaneció despierto en la oscuridad, prestando atención a las toses y los murmullos de los demás hombres. Se oían unos crujidos cuando algunos se movían inquietos en sus jergones, quizá también a causa del frío. Pronto habría heladas cada mañana; por Navidad, la gente se empezaría a morir.

Oyó un susurro procedente de la litera de al lado.

– Bernardo, ¿estás despierto? -Vicente volvió a toser.

– Sí.

– Presta atención.

La voz sonaba apremiante. Bernie se volvió, pero no vio nada en medio de la espesa oscuridad.

– No creo que aguante todo el invierno -dijo Vicente.

– Pues claro que aguantarás.

– Si no aguantara, quiero que me prometas una cosa. Al final vendrán los escarabajos negros e intentarán darme la absolución. No se lo permitas. Puede que mi determinación se debilite, sé que a muchos les ocurre. Sería una traición a todo aquello por lo que he vivido. Por favor, impídeselo de la manera que sea.

Bernie sintió el escozor de las lágrimas en sus ojos.

– Muy bien -contestó en un susurro-. Si alguna vez se plantea esta situación, te prometo que lo haré.

Vicente alargó el brazo, encontró el de Bernie y lo apretó con su escuálida mano.

– Gracias -le dijo-. Eres un buen amigo. Tú me ayudarás a cumplir mi último desafío.

22

El uno de noviembre amaneció muy húmedo y frío en Madrid. El apartamento de Harry ofrecía un aspecto sombrío, a pesar de las acuarelas de paisajes ingleses que había pedido prestadas a la embajada para cubrir las paredes desnudas.

A veces pensaba en el comisario desaparecido. Se preguntó qué clase de comisario habría sido Bernie si hubiera vivido y su bando hubiera ganado la guerra. Su misión había consistido en alentar a Barbara a que le hablara de Sandy cuando ambos se reunían y, en tales ocasiones, apenas habían mencionado el nombre de Bernie; lo cual le producía una extraña sensación de vergüenza, como si lo hubieran tachado de sus vidas. «Bernie habría sido un comisario muy competente», pensó; poseía la dureza y la furia necesarias para ello, junto con una conciencia social profunda y compasiva. Sin embargo, no se lo imaginaba convertido en uno de aquellos individuos de quienes había oído hablar y que durante la Guerra Civil condenaban a los soldados a ser fusilados por protestar.

De pie junto a la ventana, se tomó una taza de té de la marca Liptons facilitado por la embajada. Había encendido el brasero y un agradable calor se difundía por toda la estancia desde el pequeño recipiente metálico situado bajo la mesa. La lluvia caía muy despacio desde los balcones de la acera de enfrente. Le había resultado muy desagradable hacer preguntas a Barbara acerca de Sandy y sonsacarle información, y en cambio le había alegrado descubrir que ésta no sabía aparentemente nada. Debía de ser porque él no era gran cosa como espía.

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