– No tienes que dejarles a los demás la tarea de hacer que te gustes a ti misma. Lo sé porque antes yo también era así.
– ¿Tú? -Barbara lo miró con asombro. Siempre se le veía tan confiado, tan seguro de sí mismo.
– Sólo antes de tener la edad suficiente para pensar por mí mismo.
Barbara respiró hondo.
– Yo lo pasé muy mal en la escuela. Sufrí acoso escolar. -Hizo una pausa, pero él se limitó a asentir con la cabeza, animándola a seguir. Y entonces le contó la historia-. A veces me parece oír sus voces, ¿sabes? No, no las oigo, eso significaría que estoy loca; pero sí las recuerdo. Cuando estoy cansada y cometo errores en mi trabajo. Me digo que soy fea, la cuatro ojos con ricitos que no sirve para nada. Y eso me ocurre cada vez más a menudo desde que Bernie murió. -Inclinó la cabeza-. Nunca hablo de eso. Sólo Bernie lo sabía.
– Entonces, me considero privilegiado porque me lo has dicho.
– Presiento que te puedo contar cosas -dijo Barbara sin levantar la cabeza-. No sé por qué.
– Mírame -dijo Sandy en voz baja-. Mírame, no tengas miedo.
Ella levantó la cabeza y sonrió con valentía, parpadeando para reprimir las lágrimas.
– Diles que se vayan a la mierda -dijo Sandy-. Cuando las oigas, diles que están equivocadas y que tú se lo vas a demostrar. No exteriormente, sino dentro de tu cabeza. Es lo que yo hice. Con mis padres y mis profesores, que me decían que iba a terminar muy mal.
– ¿Y dio resultado? Sí, lo debió de dar… porque tú crees en ti mismo, ¿verdad?
– No queda más remedio. Tienes que decidir lo que quieres ser y lanzarte. No prestes atención a la opinión que tengan los demás de ti. La gente siempre anda buscando a alguien a quien humillar. Eso hace que se sienta segura.
– No todo el mundo. Yo, no.
– Bueno, pues casi todo el mundo. ¿Te puedo decir una cosa?
– Si quieres.
– ¿No te ofenderás?
– No.
– No sacas el mejor partido de ti misma. Es como si no quisieras que los demás te respetaran. Esfuérzate un poco con la ropa que vistes, con tu cabello; podrías ser una mujer muy atractiva.
Barbara volvió a bajar la cabeza.
– Eso es lo otro que pensé la noche en que nos conocimos.
Notó que las puntas de sus dedos rozaban las de los de Sandy y se hizo un momento de silencio. Recordaba con toda claridad la escena en la iglesia. El beso de Bernie. Apartó la mano y levantó los ojos.
– No estoy… no estoy preparada para esto. Después de Bernie, no creo que jamás pueda…
– Vamos, Barbara -le dijo él con dulzura-. No me digas que crees en esta idea tan romántica de que sólo hay una persona para cada cual.
– Pues me parece que lo creo. -Quería irse de allí, el torbellino de emociones que se agitaba en su interior le provocaba mareos. Sandy levantó una mano.
– De acuerdo, pues olvídalo.
– Sólo quiero que seamos amigos, Sandy.
– Necesitas a alguien que cuide de ti, Barbara -dijo Sandy sonriendo-. Siempre he querido tener a alguien de quien cuidar.
– No, Sandy. No. Simplemente amigos.
Sandy asintió con la cabeza.
– Está bien. Está bien. Pero, de todos modos, deja que te cuide un poco.
Ella apoyó la cabeza en la mano y se cubrió el rostro. Fuera la lluvia seguía cayendo con fuerza.
El otoño se convirtió en invierno. Corrían rumores de una nueva ofensiva nacional que pondría fin a la guerra. Durante algún tiempo, Burgos se llenó de soldados italianos; pero, después, éstos volvieron a desaparecer.
Sandy cumplió su palabra; dejó de hacerle insinuaciones románticas. Ella no sentía por él lo mismo que había sentido por Bernie, era imposible. Sin embargo, y muy a pesar suyo, la emocionaba e ilusionaba que otro hombre la encontrara atractiva. Se daba cuenta de que una parte, una pequeña parte, de su pena había sido por sí misma, por el hecho de haber perdido en un santiamén su única oportunidad de amar. Como si la declaración de Sandy hubiera abierto la puerta de algo, Barbara empezó a pensar en él como hombre, un hombre alto y fuerte.
A mediados de diciembre llegó la noticia de que los republicanos se habían adelantado a la ofensiva de Franco y lanzado la suya propia en Teruel, muy hacia el este. El tiempo era frío, las calles de Burgos estaban cubiertas de nieve y en la oficina les habían dicho que a algunos soldados les habían tenido que amputar los pies congelados en el mismo campo de batalla. La oficina de la Cruz Roja se encontraba de nuevo en plena actividad.
– Lo tendrías que dejar -le dijo Sandy cuando ambos se reunieron aquel jueves por la noche-. Te está dejando rendida.
La miró con preocupación, pero también con aquel atisbo de impaciencia que ella le había visto en los últimos tiempos. La semana anterior, por primera vez, Sandy había intentado tomarle la mano al salir del bar. Habían bebido más que de costumbre, porque él se había pasado el rato pidiendo más vino. Ella había retirado la mano.
Barbara suspiró.
– Es mi trabajo. Incluso he anulado el permiso de Navidad para poder echar una mano.
– Pensaba que ibas a regresar a casa. A Birmingham, ¿no?
– Esa era mi intención. Pero la verdad es que no me apetecía, me alegro de tener un pretexto. -Barbara lo miró-. ¿Y tú? Nunca hablas de tu familia, Sandy; lo único que yo sé es que tienes un padre y un hermano.
– Y una madre en algún lugar, si es que vive todavía. Ya te lo dije, rompí con ellos. Pertenecen al pasado. -La miró-. Pero me iré un par de semanas de todos modos.
– Ah, ¿sí? -Se le cayó el alma a los pies; confiaba en que se quedara con ella por Navidad.
– Una oportunidad de negocio. Importación de automóviles desde Inglaterra. No les gusta que los de fuera intervengan en sus negocios, eso ya lo he captado; pero necesitarán a alguien que domine el inglés para poder hacerlo. Y ahora me voy a San Sebastián a echarle un vistazo.
Barbara recordó al falangista con quien Sandy había discutido.
– Comprendo. Parece una buena oportunidad. Pero es una mala época del año para viajar y las carreteras estarán llenas de soldados, con esta batalla que…
– Las del norte, no. Intentaré estar de vuelta para el día de Navidad.
– Sí. Sería bonito que lo pudiéramos celebrar juntos.
– Lo intentaré.
Pero no pudo ser. La llamada a la oficina que ella esperaba jamás tuvo lugar. La afectó más de lo que imaginaba. El día de Navidad salió a dar una vuelta sola por las calles nevadas, contemplando envidiosa las casas con pesebres en los jardines y la gente que entraba y salía de las ceremonias en las numerosas iglesias de Burgos. Experimentó una repentina y enfurecida impaciencia contra sí misma. ¿Por qué no había aceptado lo que Sandy le ofrecía? ¿A qué esperaba? ¿A que llegara la vejez? Pensó en Bernie y la tristeza le volvió a atenazar el corazón; pero Bernie ya no estaba.
Sandy la llamó al despacho dos días después de Navidad.
– Perdona que haya tardado tanto -le dijo.
Barbara sonrió al oír su voz.
– ¿Cómo ha ido?
– Muy bien. Estás hablando con un hombre que dispone de un permiso de importación firmado por el mismísimo ministro de Comercio. Oye, ¿ quieres que nos veamos en el bar esta noche? Ya sé que no es jueves.
Ella se echó a reír.
– Sí, estaría bien. ¿A la hora de siempre?
– Nos vemos a las ocho. Tomaremos un poco de champán para celebrar el acuerdo.
Barbara se había puesto su nuevo abrigo, el verde que Sandy había elegido para ella porque decía que combinaba muy bien con el color de su cabello. Se presentó allí antes que ella, como de costumbre, con un paquete de gran tamaño envuelto en papel de regalo de vistosos colores sobre la mesa. La miró sonriendo.
Читать дальше