C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Sandy exhaló una nube de humo.

– No crea. La Iglesia sabe muy bien lo que le conviene; dejará que el régimen haga lo que le dé la gana. Estas gentes van a ganar, ¿sabe?, cuentan con las tropas y el dinero necesario. Lo saben, y se les nota en la cara. Es sólo cuestión de tiempo.

– ¿Usted cree?

– Sí.

– ¿Es usted católico?

– No, por Dios.

– Aquella amiga mía lo es. Pero sí, tiene usted razón. Van a ganar.

Barbara suspiró.

– Mejor que la alternativa.

– Tal vez.

– Puede que me quede aquí cuando todo termine. Estoy harto de Inglaterra.

– ¿No tiene vínculos familiares?

– No. ¿Y usted?

– Más bien tampoco.

– ¿Le apetece salir a tomar algo cualquier noche de éstas? Ahora estoy sin trabajo, en busca de empleo; pero aquí se siente uno muy solo.

Ella lo miró con asombro, no se lo esperaba.

– Sin compromiso -añadió Sandy-. Sólo para tomar unas copas. Traiga a su amiga Cordelia, si quiere.

– Muy bien, de acuerdo. ¿Por qué no?

Pese a constarle que a Cordelia no le gustaría Sandy.

Cuando llegó la noche de la cita, no le apetecía ir. Cordelia no podía acompañarla porque tenía que asistir a otra ceremonia en la iglesia, y ella se sentía cansada y deprimida después del trabajo. Pero había acordado ir y fue.

Se reunieron en un bar pequeño, tranquilo y oscuro muy cerca de la catedral. Sandy le preguntó qué tal le había ido en el trabajo. La pregunta la molestó un poco; se lo había preguntado como si ella trabajara en un despacho o una tienda.

– No muy bien, la verdad. Me han asignado la tarea de intentar evacuar a unos niños al otro lado del frente. Casi todos ellos son huérfanos. Y eso siempre resulta terriblemente desagradable. -Apartó el rostro mientras las lágrimas asomaban inesperadamente a sus ojos-. Perdone -añadió-. He tenido una jornada muy larga y este nuevo trabajo me trae… muy malos recuerdos.

– ¿Quiere hablar de ello? -le preguntó él con amable curiosidad.

Decidió contárselo. Cordelia tenía razón, de nada servía reprimirlo.

– Cuando trabajaba en Madrid, conocí a un hombre… un inglés de las Brigadas Internacionales. Estuvimos juntos el pasado invierno. Después, él se fue al Jarama. Desaparecido y dado por muerto.

Sandy asintió con la cabeza.

– Lo siento de veras.

– Sólo han pasado nueve meses y cuesta mucho superarlo. -Barbara lanzó un suspiro-. Es una historia muy corriente en estos momentos en España, lo sé.

Él le ofreció un cigarrillo y se lo encendió.

– ¿Uno de los voluntarios?

– Sí, Bernie era comunista. Aunque, en realidad, no pertenecía a la clase obrera; le habían concedido una beca para estudiar en un colegio privado, y hablaba con el mismo acento que usted. Más tarde averigüé que el partido lo consideraba ideológicamente sospechoso por sus complicados orígenes de clase. No era lo bastante duro.

Se fijó en Sandy y le sorprendió ver que éste se había reclinado en su asiento, desde donde la estudiaba con una mirada penetrante e inquisitiva.

– ¿En qué colegio estudió? -preguntó en voz baja.

– Un sitio llamado Rookwood, en el condado de Surrey.

– ¿Su apellido no sería Piper, por casualidad?

– Sí. -Ahora la sorprendida era ella-. Pues sí, exactamente. ¿Acaso usted…?

– Yo estudié en Rookwood durante algún tiempo. Conocí a Piper. No mucho, pero lo conocí. ¿Supongo que no le habló de mí? -Sandy soltó una extraña carcajada que sonó como un ladrido forzado-. La oveja negra de la clase.

– No. No hablaba demasiado de su colegio. Sólo decía que no se encontraba a gusto allí.

– No. En eso coincidíamos, recuerdo.

– ¿Eran ustedes amigos? -A Barbara le dio un vuelco el corazón; era como si una parte de Bernie hubiera regresado.

Sandy titubeó.

– Más bien no. Como ya le he dicho, no lo conocía muy bien. -Meneó la cabeza-. Pero qué coincidencia, Dios mío.

– Es algo así como el destino -dijo Barbara sonriendo-. Conocer a alguien que lo conoció.

El hecho de que Sandy hubiera conocido a Bernie, aunque no hubieran sido amigos, fue lo que atrajo a Barbara. Ambos adquirieron la costumbre de reunirse todos los jueves en el bar para tomarse unas copas. Al final, acabó esperando con ansia aquellas citas. Cordelia había regresado al frente y aquéllas eran ahora las únicas noches que tenía libres. Se fue una mañana, después de darle a Barbara un rápido abrazo y negarse a que ésta la ayudara a llevar las maletas a la estación. Barbara le agradeció que la hubiera ayudado a recuperarse un poco; pero Cordelia sonrió y le dijo que habría hecho lo mismo por cualquier otra persona, pues así se lo exigía su fe y su amor a Dios. Aquella respuesta impersonal le dolió y la hizo volver a sentirse muy sola. Averiguó que Sandy también conocía a Harry y había sido amigo suyo, ya que no de Bernie. En cierto modo, su actitud la desconcertaba. Era enigmático y apenas hablaba de sí mismo. En aquellos momentos no tenía ninguna gira turística a la vista, pero aun así se quedó en Burgos tratando de montar algún negocio, le dijo. Aunque nunca le reveló de qué clase. Iba siempre impecablemente vestido. Barbara se preguntaba si tendría novia en algún sitio, pero él jamás hacía el menor comentario al respecto. Se le llegó a pasar por la cabeza la posibilidad de que fuera marica, aunque no lo parecía.

Un jueves de diciembre, Barbara se dirigió a toda prisa al café bajo una lluvia torrencial que caía implacable desde un cielo encapotado. Al llegar, Sandy ya estaba allí, sentado a la mesa de siempre con un hombre vestido con un uniforme falangista. Ambos estaban inclinados el uno hacia el otro con las cabezas muy juntas y, aunque Barbara no pudo oír lo que decían, adivinó que estaban discutiendo. Se quedó indecisa mientras las gotas de lluvia se deslizaban por su chubasquero hasta caer al suelo. Al verla, Sandy le hizo señas de que se acercara.

– Perdona, Barbara, estaba terminando un asunto de negocios.

El falangista se levantó y la miró. Era un hombre de mediana edad y rostro extremadamente severo. Miró a Sandy desde arriba.

– El negocio tiene que ser para los españoles, señor -dijo-. Negocio español, beneficios españoles.

El hombre saludó a Barbara inclinando levemente la cabeza, dio media vuelta y se retiró haciendo sonar sus tacones sobre las tablas del suelo. Sandy lo miró con semblante enfurecido. Barbara se sentó, algo desconcertada. Sandy se calmó y soltó una carcajada incierta.

– Disculpa -le dijo-. Un plan que yo tenía para un trabajo se ha ido a pique. Aquí parece que no tienen mucha vista para los negocios. -Lanzó un suspiro-. No importa. Supongo que tendré que volver a las giras turísticas. -Fue por una copa para Barbara y regresó a la mesa.

– Quizá convendría que pensaras en la posibilidad de regresar a casa -le dijo Barbara-. Yo he estado pensando en lo que voy a hacer cuando termine la guerra. No creo que me apetezca regresar a Ginebra.

Sandy meneó la cabeza.

– Yo no quiero volver -dijo tranquilamente-. Allí no tengo a nadie. Inglaterra me resulta asfixiante.

– Entiendo lo que quieres decir. -Barbara levantó su copa-. Brindemos por el desarraigo.

Sandy la miró sonriendo.

– Por el desarraigo. Mira, aquella primera noche en que nos conocimos pensé, esta chica se mantiene al margen observándolo todo. Como yo.

– ¿De veras?

– Sí.

Barbara suspiró.

– Es que no me gusto demasiado -dijo-. Por eso me mantengo apartada.

– ¿Porque estás enojada con Bernie?

– ¿Con Bernie? No, no es eso. Él hizo que me gustara un poquito a mí misma. Durante algún tiempo.

Sandy la miró muy serio.

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