– Perdona. -Harry se volvió hacia ella-. No te he oído. Sigo estando un poco sordo de este oído. -La miró con expresión momentáneamente perdida y desconcertada.
– He dicho que Sandy ha sido muy bueno conmigo. Me ha convencido de que me dedique a esta tarea de voluntaria porque sabe que necesito algo nuevo. -Se preguntó con amargura: «¿Será la sensación de culpa la que me induce a defenderlo de esta manera?»
– Bien -dijo Harry en tono precavido y neutral.
Barbara pensó con repentino asombro: «Sandy no le gusta. Pero entonces, ¿por qué ha reanudado su amistad con él?»
– Está intentando ayudar a unos judíos que huyeron de Francia.
– Sí. Ya me lo comentó.
– Durante la invasión alemana, muchos de ellos vinieron aquí huyendo con nada más que lo puesto. Ahora quieren pasar a Portugal y, desde allí, a América. Les tienen pánico a los nazis. Hay un comité que intenta ayudarlos, y Sandy forma parte de él.
– Hace poco hubo una manifestación de la Falange ante la embajada, donde se gritaban lemas antisemitas a pleno pulmón.
– El régimen tiene que seguir la línea de los nazis, pero permite que el comité de Sandy siga actuando siempre y cuando sea discreto.
A lo lejos, las dos mujeres se habían detenido. Una de ellas lloraba mientras la otra la abrazaba. Barbara volvió a mirar a Harry.
– Sandy y yo no estamos verdaderamente casados, ¿te lo dijo?
Harry titubeó antes de contestar.
– Sí.
Ella se ruborizó.
– A lo mejor piensas que eso es terrible. Pero es que nosotros… no estábamos preparados para dar el paso.
– Lo comprendo -dijo Harry en tono avergonzado-. No son tiempos normales.
– ¿Tú sigues con aquella chica… cómo se llamaba?
– Laura. Eso terminó hace siglos. Estoy soltero, de momento. -Harry contempló el Palacio Real a lo lejos-. ¿Crees que te vas a quedar en España? -preguntó.
– No lo sé. No sé qué nos deparará el futuro.
Harry se volvió para mirarla.
– Yo aborrezco todo esto -dijo con repentina vehemencia-. Aborrezco lo que ha hecho Franco. Antes tenía una idea de España, el romanticismo de sus tortuosas callejuelas y sus decrépitos edificios. Y no sé por qué; quizá porque, cuando vine aquí en el treinta y uno, se respiraba esperanza, incluso entre las personas que no tenían nada como la familia Mera. ¿Te acuerdas de ellos?
– Sí. Pero mira, Harry, aquellos sueños, el socialismo… todo eso ha terminado…
– La semana pasada estuve en la plaza donde ellos vivían; la habían bombardeado o cañoneado. Su apartamento ha desaparecido. Había un hombre… -hizo una pausa y después siguió adelante con un destello de rabia en los ojos-… un hombre que fue atacado por unos perros asilvestrados. Yo lo ayudé y lo acompañé a su casa. Vive en un pequeño apartamento con su madre, que ha sufrido un ataque, y no creo que esté recibiendo la menor atención médica, un chiquillo que se volvió medio loco cuando se llevaron detenidos a sus padres y una hermana, una chica muy inteligente, que tuvo que abandonar sus estudios de medicina para trabajar en una vaquería. -Harry respiró hondo-. Ésta es la nueva España.
Barbara lanzó un suspiro.
– Lo sé, tienes razón. Me siento culpable por la manera en que vivimos en medio de todo esto. No se lo digo a Sandy, pero así es.
Harry asintió con la cabeza. Ahora parecía más calmado, su cólera había desaparecido. Barbara estudió su rostro. Adivinaba que su rabia y su desilusión obedecían a algo más que a su encuentro con una pobre familia, pero no comprendía qué podía ser.
De repente, sonrió.
– Perdona que te haya dicho todo esto. No me hagas caso, es que estoy un poco cansado.
– No, haces bien en recordármelo. -Barbara sonrió-. Pero no parece que sigas siendo tan neutral como antes.
Harry soltó una carcajada amarga.
– No. Puede que no. Las cosas cambian.
Habían llegado al Manzanares, el pequeño río que discurría al oeste de la ciudad. Más adelante, había un puente y unas escaleras que conducían a los jardines del palacio.
– Podemos regresar al palacio desde aquí -dijo Barbara.
– Sí, será mejor que regrese a la embajada.
– ¿Seguro que estás bien, Harry? -le preguntó ella de repente-. Pareces… no sé… preocupado.
– Estoy bien. Verás, es todo esto de Hendaya y lo demás. En la embajada, todo el mundo está nervioso. -Sonrió-. Tenemos que volver a comer juntos. Podríais venir a mi apartamento. Ya llamaré a Sandy.
Sandy estaba en casa cuando Barbara regresó. Se encontraba en el salón, leyendo el periódico y fumando uno de aquellos enormes cigarros suyos que llenaban la estancia de un humo denso y espeso.
– ¿Acabas de llegar? -le preguntó.
– Sí. Hemos ido a dar un paseo por la Casa de Campo.
– ¿Y qué habéis ido a hacer allí? Todavía está lleno de bombas sin detonar.
– Ahora es un lugar seguro. A Harry le apetecía ir.
– ¿Cómo estaba?
– Un poco deprimido. Creo que lo de Dunkerque lo afectó más de lo que él reconoce.
Sandy sonrió a través de la niebla del humo.
– Tiene que encontrar a una chica.
– Quizá.
– ¿Qué quieres hacer el jueves? ¿Una cena?
– ¿Cómo? -preguntó ella, mirándolo perpleja.
– Es el tercer aniversario del día en que nos conocimos. ¿Acaso lo habías olvidado? -dijo Sandy, aparentemente dolido.
– No… no, claro que no. Vamos a cenar a algún sitio, sería bonito. -Barbara sonrió-. Sandy, estoy un poco cansada, creo que voy a tumbarme un rato arriba antes de cenar.
– De acuerdo, me parece muy bien.
Barbara adivinó que estaba molesto por el hecho de que ella hubiera olvidado la fecha del aniversario. Pero la había olvidado por completo.
Cuando abandonó la estancia, vio que Pilar se acercaba por el pasillo. Ésta la miró con aquellos ojos suyos tan negros e inexpresivos.
– ¿Quiere que encienda el fuego, señora? Hace un poco de frío.
– Pregúntele al señor Forsyth, a ver qué le parece, Pilar. Está en el salón.
– Muy bien, señora.
La chica enarcó levemente las cejas; los asuntos domésticos correspondían a la señora. Pero a Barbara le importaban un bledo. Un profundo cansancio se había apoderado de ella mientras regresaba a casa de su encuentro con Harry, necesitaba tumbarse un rato. Subió y se tumbó en la cama. Cerró los ojos, pero en su mente se arremolinaban toda suerte de imágenes. La visita de Harry a Madrid tras la desaparición de Bernie, el final de la esperanza de que Bernie pudiera estar vivo y, después, Burgos. Burgos, donde había conocido a Sandy.
Había llegado a la capital de la zona nacional en mayo de 1937, cuando ya se acercaba el verano y una brillante luz azulada iluminaba los vetustos edificios de color pardo oscuro. Cruzar las líneas era imposible. Tendría que haber viajado de Madrid a Francia y después cruzar de nuevo la frontera con la España nacional. Por el camino, había leído un discurso del doctor Martí, el venerable delegado de la Cruz Roja a los miembros españoles. «No elijan ningún bando -había dicho éste-, busquen desde un punto de vista exclusivamente clínico la mejor manera de ayudar.» Y esto era lo que ella tenía que seguir haciendo, pensó. El hecho de trasladarse a la España de Franco no era una traición a Bernie; iba allí a hacer su trabajo, como había hecho en la zona republicana.
La pusieron a trabajar en la sección encargada de intentar enviar mensajes entre miembros de familias que la guerra había separado a ambos lados del frente. Buena parte de su labor consistía en tareas de carácter administrativo, muy ligeras comparadas con el trato directo con los prisioneros y los niños. Sabía, por su manera solícita de tratarla, que sus compañeros estaban al corriente de lo ocurrido con Bernie. Le molestaba que fueran tan amables y compasivos, ella que siempre asumía el mando de las situaciones y era una organizadora nata. Así que acabó tratándolos, a su vez, con irritable aspereza.
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