– Un tardío regalo de Navidad. Para disculparme por haber permanecido tanto tiempo fuera.
Barbara lo abrió. Dentro había un broche en forma de flor, con unas piedrecitas verdes que brillaban en los pétalos.
– Oh, Sandy -dijo ella-. Es precioso. ¿Y esto…?
Él la miró sonriendo.
– Unas esmeraldas. Pero pequeñitas.
– No tendrías que haberlo hecho, te habrá costado un dineral.
– No, si sabes dónde buscar.
– Gracias. -A Barbara le temblaba el labio-. No soy digna de él.
– Pues yo digo que sí. -Sandy alargó la mano y tomó la suya. Esta vez, ella no la retiró.
La miró a los ojos.
– Quítate las gafas -le dijo-. Quiero verte sin ellas.
El miércoles, después de su paseo con Harry, Barbara acudió a su tercera cita con Luis. Era un cálido y soleado día de otoño. Mientras bajaba por la Castellana, oyó el crujir de las hojas secas bajo sus pies y notó el leve pero penetrante olor a humo de unas hojas que alguien debía de estar quemando en alguna parte. Barbara paseaba mucho últimamente; eso la ayudaba a pensar y, además, cada vez le gustaba menos quedarse en casa.
No le había llegado el dinero de Inglaterra y ya empezaba a perder las esperanzas de recibirlo alguna vez. Si Luis le facilitara la prueba que ella le había pedido para confirmar la presencia de Bernie en el campo, de algún sitio lo tendría que sacar.
Luis ya estaba en el café. Fumaba una buena marca de cigarrillos, y Barbara se preguntó si parte del dinero que ella le había entregado para el billete de tren a Cuenca la habría gastado en tabaco; no sabía lo que costaba el billete. Como es natural, sólo tenía su palabra de que había estado allí.
Luis se levantó y estrechó su mano tan educado como siempre, y después fue a la barra a buscarle una taza de café. El local estaba muy tranquilo; el veterano cojo con la pernera cosida permanecía acodado solo en la barra.
Barbara encendió un cigarrillo, mirando deliberadamente la cajetilla de Luis.
– ¿Estuvo usted en Cuenca? -preguntó.
– Sí, señora. -Luis la miró sonriendo-. Me volví a reunir con Agustín en la ciudad. -Se inclinó hacia delante-. Agustín ha conseguido echar un vistazo a la ficha de Bernie, pero le aseguro que no fue nada fácil. Me facilitó muchos detalles.
Barbara asintió con la cabeza.
– Sí.
– Nació en un lugar de Londres llamado la Isla de los Perros. Vino a combatir por la República en 1936 y sufrió una herida leve en el brazo en una de las batallas de la Casa de Campo. -Barbara sintió que se le aceleraban los latidos del corazón. No había manera de que Luis o Markby supieran algo de aquella herida si no era echando un vistazo a una ficha oficial-. Cuando se recuperó, lo enviaron al Jarama, donde resultó herido y hecho prisionero.
– ¿Herido? -preguntó Barbara bruscamente-. ¿De gravedad?
– No fue nada serio. Una herida superficial en el muslo. -Luis la miró sonriendo-. Por lo visto, tenía buena estrella.
– No tan buena, Luis, si acabó en el campo de prisioneros.
– Agustín me lo describió -siguió diciendo Luis-. Es un hombre de estatura elevada, hombros anchos y cabello rubio. Probablemente muy guapo, me dijo Agustín; aunque ahora, como es natural, lleva barba de dos días y tiene piojos. -Barbara hizo una mueca-. Tiene fama de ser un hombre difícil y de espíritu indomable. Agustín le ha dicho que tenga cuidado, que es posible que lleguen mejores tiempos, pero de momento sólo eso. -Luis la miró con una sonrisa burlona en los labios-. Dice que su hombre tiene duende. Cree que tiene voluntad de fugarse. Y muchos en el campo han perdido la voluntad o la fuerza necesaria para hacerlo. -El corazón de Barbara latía violentamente en el pecho. Ahora sabía que todo era verdad, estaba segura. Luis ladeó la cabeza-. ¿Está usted satisfecha, señora? ¿Cree que le he dicho la verdad?
– Sí. Sí, lo creo. Gracias, Luis. -Respiró hondo-. Todavía no he recibido el dinero de mi banco de Inglaterra. Cuesta recibir dinero de fuera del país.
El la miró con la cara muy seria.
– Es importante que todo se haga antes de que llegue el mal tiempo. Los inviernos son muy duros allá arriba y empiezan muy pronto. Ya hará frío.
– Y la situación diplomática puede cambiar. Lo sé. Insistiré, hoy mismo les volveré a escribir. ¿Le parece que nos volvamos a reunir aquí dentro de una semana? Para entonces, tendré el dinero como sea. Si lo recibiera antes, ¿hay alguna manera de contactar con usted?
– No tengo teléfono, señora. ¿Quiere que la llame yo?
Barbara lo miró, indecisa.
– Mejor no. No quiero que mi marido descubra nada, bastante preocupado está ya por mí.
– Entonces hasta dentro de una semana. Pero tendremos que empezar con los preparativos. Pronto estaremos en noviembre.
– Sí, lo sé.
Mientras hablaba, pensó: «Ya no hay tiempo para que les vuelva a escribir. ¿Y si le pidiera un préstamo a Harry?» Sabía que éste tenía dinero. Pero era un diplomático, podría ser peligroso para él…
Hizo un esfuerzo por regresar de nuevo al presente.
– ¿El plan sigue siendo el mismo? -le preguntó a Luis-. ¿Agustín lo ayuda a fugarse y yo lo recojo en Cuenca?
– Sí. Puede haber alguna manera de conseguirle ropa de paisano para que no llame tanto la atención. Agustín lo está estudiando. Entonces de usted dependería, señora, sacarlo de allí y llevárselo a la embajada.
– Puede que eso no sea tan fácil. He pasado por allí y siempre hay guardias civiles en la entrada.
– Eso lo tendrá que resolver usted, señora -dijo Luis con una triste sonrisa en los labios. Parecía que la cosa ya no le interesaba; en cuanto Barbara recogiera a Bernie, el problema dejaría de ser suyo.
– Le pagaré una parte cuando hayamos elaborado un plan definitivo, y el resto, cuando todo esté hecho -dijo Barbara-. A todos nos interesa que la empresa llegue a buen puerto.
Luis la miró.
– Usted ya se encargará de que así sea, lo sé.
Barbara volvió a pensar en Harry. Si ella pudiera trasladar a Bernie a Madrid y esconderlo en algún sitio. Lanzó un suspiro. Se dio cuenta de que Luis la estaba mirando con curiosidad.
– ¿Qué ocurre? -le preguntó.
– Disculpe la indiscreción, señora, pero ¿este asunto no tendrá consecuencias para usted y su marido? Si el señor Piper consigue llegar a la embajada, es probable que el asunto pase a dominio público. Por lo menos, se presentarán quejas ante nuestro Gobierno. Y su marido trabaja con el Gobierno, ¿no es cierto? Usted misma me lo dijo en nuestra primera reunión.
– Sí, Luis -dijo Barbara en un susurro-. Puede que haya consecuencias. Tendré que afrontarlas.
Luis la miró con semblante muy serio.
– Es usted una mujer muy valiente al poner en peligro su futuro de esta manera.
Ella lo estudió. Su rostro ofrecía un aspecto muy tenso y cansado. En realidad, era poco más que un muchacho obligado a manejar cosas terribles a una edad excesivamente temprana, como le ocurría a la mitad de los hombres del mundo en aquellos momentos.
– ¿Qué harán usted y su hermano, Luis, cuando esto termine y su hermano abandone el Ejército?
Luis sonrió tristemente.
– Sueño con ir a recoger a mi madre a Sevilla y llevarla a vivir al campo, cerca de Madrid, donde quizá podría cultivar verduras y hortalizas. Es algo que siempre me ha gustado, y una gran ciudad necesita verduras y hortalizas, ¿no cree? Así todos volveremos a ser una familia. -Su rostro se ensombreció-. La familia es importante para los españoles y la guerra separó a muchas… usted, que viene de Inglaterra, no puede comprender lo doloroso que resulta toda esta situación. Por eso tengo que hacer lo imposible con tal de estar juntos otra vez. ¿Lo comprende, señora?
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