C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Agarró el juguete y tiró de él. El burrito se rompió por la mitad y el relleno blanco salió volando. La beata perdió el equilibrio y la niña pegó un brinco y huyó chillando. Después corrió a esconderse bajo una cama y allí se quedó acurrucada, con la cabeza del burrito -lo único que quedaba de él- apretada contra su rostro mientras seguía aullando sin descanso. La señora Blanco arrojó el resto del juguete al suelo.

– Pequeña bruja del demonio…

– ¡Quieta! -le gritó Barbara severamente.

La beata pareció ofenderse. Sor Teresa cruzó los brazos y contempló la escena con interés mientras Barbara se agachaba ante la niña.

– Perdona -le dijo en un susurro-. Ha sido un accidente. A lo mejor yo te puedo arreglar el burro.

La niña restregó la cabeza del peluche contra su mejilla.

Fernandito, Fernandito… ella me lo ha matado.

– Dámelo. Yo te lo volveré a coser. Te lo prometo. ¿Cómo te llamas?

La niña la estudió con recelo, no estaba acostumbrada a ser tratada con amabilidad.

– Carmela -contestó en voz baja-. Carmela Mera Várela.

Barbara se estremeció. Mera. El apellido de los amigos de Bernie. Los que vivían en Carabanchel. Recordó sus visitas allí tres años atrás… el corpulento y cordial progenitor, la madre agobiada de trabajo, el chico enfermo de tuberculosis. Y también había una niña pequeña que entonces debía de tener unos ocho años.

– ¿Tienes… tienes familia?

La niña denegó con la cabeza y se mordió el labio.

– Lanzaron una granada muy grande -dijo-. Después busqué un sótano vacío para mí y Fernandito. -La niña rompió a llorar en atormentados sollozos.

Barbara alargó la mano, pero la niña se escabulló, llorando con desconsuelo. Barbara se levantó.

– Dios mío, debe de llevar años viviendo a la intemperie. -Sabía que no podía decir que la conocía, que conocía a su familia. Una familia roja.

– ¿Le parece que nos la llevemos? -preguntó fríamente la señora Blanco.

Barbara volvió a agacharse.

– Carmela, te prometo que las monjas no te van a hacer daño. Te darán de comer, te podrán ropa abrigada. No te ocurrirá nada si haces lo que te mandan, pero se enfadarán si no obedeces. Si lo haces, te prometo que te arreglaré el burro, te lo coseré. Pero tienes que ser obediente y salir de aquí. -Esta vez la niña dejó que Barbara tirara de ella para sacarla de debajo de la cama-. Muy bien, Carmela. Ahora estate quieta y quítate la ropa para que yo te examine. Eso es, muy bien, dame a Fernandito, yo cuidaré de él. -Los brazos y las piernas de la niña estaban cubiertos de eczema; Barbara se preguntó cómo habría logrado sobrevivir-. Está muy desnutrida. ¿De dónde sacas la comida, Carmelita?

– Pido limosna. -Una mirada de desafío apareció en sus ojos-. Robo cosas.

– ¡Hala! -dijo bruscamente sor Teresa-. Vístete, que vamos a apuntarte en el registro. Y basta ya de bromas. Te darán un poco de comida si te portas bien. De lo contrario, probarás el bastón.

La niña volvió a ponerse el vestido. Sor Teresa apoyó firmemente una mano rechoncha y enrojecida en su hombro. Mientras se la llevaban, Carmela se volvió hacia Barbara y le dirigió una mirada de angustia.

– Te traeré a Fernandito dentro de uno o dos días -le dijo Barbara-. Te lo prometo. -La puerta se cerró a su espalda.

La señora Blanco soltó un bufido.

– Esto es una basura.

Se inclinó y recogió del suelo el resto del relleno de Fernandito. Lo comprimió todo en una bola apretada y lo arrojó a una papelera, junto con la otra mitad del burro peludo. Barbara se acercó, lo volvió a sacar todo y se lo guardó en el bolsillo.

– Le he prometido arreglarlo.

La beata resopló.

– Es una porquería. No le permitirán conservarlo, ¿sabe? -Se acercó un poco más a Barbara y la miró con los ojos entornados-.

Señora Forsyth, con toda mi caridad me pregunto si es usted adecuada para el trabajo que estamos llevando a cabo aquí. Ahora no podemos permitirnos el lujo del sentimentalismo en España. Quizá convendría que lo comentara con sor Inmaculada. -Con un movimiento brusco y arrogante de su ensortijada cabeza, la mujer abandonó el dispensario.

Aquella tarde, en casa, Barbara trató de recomponer el burro. Estaba sucio y grasiento, y tuvo que poner mucho cuidado en volver a colocar debidamente el relleno para que no acabara convertido en un objeto sin forma. Utilizó el hilo más fuerte que tenía, pero no estuvo muy segura de que pudiera resistir el constante maltrato de un niño. No podía dejar de pensar en Carmela. ¿Pertenecería a aquella familia, los amigos de Bernie? ¿Habrían muerto todos los demás?

Pilar entró para atizar el fuego y miró a Barbara con extrañeza. Barbara pensó que debía de tener una pinta muy rara, sentada allí en el suelo del salón vestida de aquella manera, cosiendo un juguete infantil con frenética concentración.

Cuando terminó, colocó el burro en el suelo. No había hecho un mal trabajo. Se preparó una tónica con ginebra, encendió un cigarrillo y se sentó a mirarlo. Tenía la expresión humilde y paciente de un burro de verdad.

A las siete entró Sandy. Se calentó las manos a la vera del fuego y la miró sonriendo. Barbara no se había tomado la molestia de encender la lámpara del techo y, exceptuando el charco de luz procedente de la lámpara de lectura en el cual se arremolinaba el humo de su cigarrillo, la estancia estaba en penumbra.

Sandy parecía contento y satisfecho.

– Hace mucho frío en la calle -dijo. Después miró al burro con asombro-. ¿Qué demonios es eso?

– Es Fernandito.

Sandy frunció el entrecejo.

– ¿Quién?

– Pertenece a una niña del orfelinato. Se rompió cuando me la llevaron al dispensario.

Sandy soltó un gruñido.

– Creo que será mejor que no te tomes demasiado a pecho lo de estos niños.

– Pensé que te sería útil que yo trabajara allí. Por la conexión con la marquesa. -Barbara alargó la mano hacia la botella de ginebra que descansaba sobre la mesa de costura y se preparó otro trago. Sandy la miró.

– ¿Cuántos te has tomado?

– Sólo uno. ¿Quieres?

Sandy tomó un vaso y se sentó frente a ella.

– Pasado mañana me volveré a reunir con Harry Brett. Creo que voy a poder introducirlo en algo.

Barbara suspiró.

– No lo metas en ningún asunto turbio, por lo que más quieras. A él no le gustaría. Trabaja en la embajada, tienen que andarse con cuidado.

– Es sólo una oportunidad de negocios. -Sandy la miró inquisitivamente.

– Si tú lo dices. -No solía hablar con él en aquel tono, pero estaba muy cansada y deprimida.

– Parece que no sientes demasiado interés por Harry -dijo Sandy-. Pensé que se había portado muy bien contigo cuando Piper murió.

Ella lo miró fijamente sin contestar. Por un instante, había visto en sus ojos una expresión desagradable, algo cruel y amenazador. Con sus facciones marcadas iluminadas por la lumbre, ofrecía el aspecto de un hombre disoluto de mediana edad. El se revolvió en la silla y luego sonrió.

– Le he dicho que tú te reunirías con nosotros después. Sólo nosotros tres.

– De acuerdo.

Sandy la miró de nuevo sonriendo.

– Harry es un tipo muy curioso -añadió, con tono pensativo-. A veces, no sabes en qué está pensando. Arruga la frente en silencio y te das cuenta de que le está dando vueltas a algo.

– A mí siempre me ha parecido muy sincero. ¿Quieres que encienda la lámpara del techo?

Los ojos oscuros de Sandy se clavaron en ella.

– ¿Qué te ocurre últimamente, Barbara? Pensé que el trabajo de enfermera te animaría un poco, pero te veo más abatida que nunca.

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