– A lo mejor, Agustín te quiere en su cama.
– Lo he pensado, pero no creo. No me mira de esa manera.
– Pues a mí alguien me ha mirado así al entrar -dijo Vicente en voz baja-. Lo he visto.
– ¿El padre Eduardo? Sí, yo también lo he visto.
Bernie había tenido que ayudar al abogado en la última etapa del camino de regreso desde la cantera, sujetándolo para ayudarlo a caminar. Mientras atravesaban el patio, había visto al joven sacerdote saliendo de la barraca de las clases. Se había detenido y los había seguido con la mirada mientras ambos avanzaban renqueando en dirección a su barraca.
– Ahora ya me tiene fichado -dijo Vicente-. Para él sería un buen trofeo.
El despacho de Sandy estaba situado en una mísera plaza llena de tiendas y de pequeños almacenes que anunciaban excedentes de quiebras. Caía una fría y fina llovizna. Desde el refugio de su quiosco, un viejo vendedor de periódicos contemplaba con aire melancólico a Harry mientras éste cruzaba la plaza. Al otro lado, unos hombres que descargaban cajas de un carro lo miraron con curiosidad. Que Harry supiera, en aquellos momentos no lo seguía nadie; pero, aun así, se sentía desprotegido. En el dintel de una puerta de madera maciza sin pintar figuraba una hilera de timbres eléctricos. Y una placa de madera al lado del de arriba decía «Nuevas Iniciativas». Harry pulsó el timbre y esperó.
Sandy lo había llamado a la embajada.
– Perdona que haya tardado tanto; pero, a propósito de esta oportunidad de negocio… ¿podríamos reunimos en mi despacho y no en el café? Quiero enseñarte unas cosas. Barbara se reunirá después con nosotros para tomar un café.
Aquella mañana Harry se había reunido con Tolhurst y Hillgarth en el despacho de Tolhurst para ponerlos al corriente. Hillgarth estaba de muy buen humor, y su rostro melancólico aparecía relajado y satisfecho.
– ¿A ver si será el oro? -preguntó, con expresión risueña.
– Ha estado muy evasivo al respecto -contestó Harry cautelosamente.
Hillgarth se pasó un dedo por la raya de los pantalones y frunció el entrecejo con aire pensativo.
– Sabemos que Franco trata de negociar el envío de suministros alimenticios de Argentina. Digo yo que querrán cobrar, ¿verdad Tolly?
– Sí, señor.
Hillgarth hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se reclinó contra el respaldo de su asiento.
– Ofrezca lo que ofrezca, creo que usted debería picar el anzuelo. -Soltó una risita suave-. No, no exactamente; aquí el anzuelo es usted, y él es el pescado. Muy bien, Tolly. El dinero.
Tolhurst abrió una carpeta y miró con la cara muy seria a Harry.
– Estás autorizado a ofrecer una inversión de hasta dos mil libras en cualquier proposición significativa de negocio de Forsyth. Si pide más, puedes recurrir a nosotros una vez más. Te facilitaremos el dinero, pero tú tendrás que enseñarle a Forsyth tu propia libreta de ahorro para demostrarle que dispones de fondos.
– Aquí la tengo -dijo Harry, empujando la pequeña cartilla de cartulina sobre la mesa.
Hillgarth la estudió con cuidado.
– Eso es mucho dinero.
– Recibí el capital de mis padres al cumplir los veintiún años. No gasto mucho.
– Tendría usted que vivir un poco. Cuando yo tenía su edad, dirigía una mina de estaño en Bolivia… qué no habría yo dado entonces por cinco mil libras.
– Es bueno que Brett las haya conservado -dijo Tolhurst-. A Londres no le gustan las libretas de ahorro falsas.
Los grandes ojos castaños de Hillgarth seguían clavados en Harry. Éste se revolvió un poco en su asiento, recordando que no les había dicho nada sobre Enrique. Había sido una estúpida testarudez por su parte, pero no lo había hecho. ¿Qué mal podía haber en ello?
– Maestre me dice que su hija tiene el corazón destrozado porque usted no se ha vuelto a poner en contacto con ella desde que la acompañó al Prado -dijo Hillgarth.
Harry titubeó antes de contestar.
– Preferiría no volver a verla, con toda franqueza.
Hillgarth se encendió un Gold Flake, y estudió a Harry por encima del encendedor.
– Una señorita encantadora, me deja usted de piedra.
– Es poco más que una niña.
– Lástima. Nos podría ser muy útil desde un punto de vista diplomático.
Harry no contestó. Ya estaba engañando a Sandy y a Barbara, ¿tenía que engañar también a Milagros?
– Supongo que alguien podría decir que es usted un agente ideal, Brett -dijo Hillgarth en tono pensativo-. Incorruptible. No persigue a las mujeres, no le interesa el dinero. Y ni siquiera bebe demasiado, ¿verdad?
– Nos tomamos unas cuantas copas la otra noche -dijo Tolhurst jovialmente.
– Casi todos los agentes son corruptibles. Quieren algo, aunque sólo sea emoción. Pero eso a usted tampoco le entusiasma, ¿verdad?
– Lo hago por mi país -dijo Harry. Sabía que sus palabras sonaban ampulosas y excesivas, pero le daba igual-. Porque me dijeron que sería útil para el esfuerzo bélico. Es otra forma de servir.
Hillgarth movió muy despacio la cabeza en gesto afirmativo.
– Eso es bueno, me parece estupendo. La lealtad. -Hillgarth lo pensó un poco-. ¿Hasta dónde estaría usted dispuesto a llegar por lealtad?
Harry titubeó, pero los modales despectivos de Hillgarth le habían caído tan mal que se envalentonó.
– No lo sé, señor, dependería de lo que se me pidiera.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– ¿Habría límites?
– Dependería de lo que se me pidiera -repitió Harry.
– Dudo que Forsyth tenga límites. ¿Usted qué cree?
– Sandy sólo te deja ver lo que él quiere que veas. La verdad es que no sé qué sería capaz de hacer. -Harry hizo una pausa-. Probablemente casi todo. -«Como usted», pensó.
– Bueno, ya veremos. -Hillgarth volvió a reclinarse en su asiento-. En cuanto a hoy, a ver qué es lo que le ofrece; dígale que está de acuerdo y después preséntenos su informe.
– Pero no te lances sin más, Harry -añadió Tolhurst-. Finge dudar y estar preocupado por tu dinero. Dile que necesitas saberlo todo antes de comprometerte.
– Sí -convino Hillgarth-. Ésta es la línea que hay que seguir. La manera de conseguir que le enseñe algo más.
Abrió la puerta una mujer regordeta de cincuenta y tantos años con la cara arrugada y el cabello gris recogido en un moño. -¿Sí? -preguntó. -Tengo una cita con el señor Forsyth. Me llamo Brett.
Lo acompañó, subiendo un angosto tramo de escaleras hasta un pequeño despacho con una máquina de escribir sobre un escritorio maltrecho. Llamó con los nudillos a una puerta y apareció Sandy, sonriendo de oreja a oreja. Vestía un traje de raya diplomática, con un pañuelo rojo en el bolsillo superior de la chaqueta.
– ¡Harry! Bienvenido a Nuevas Iniciativas. -Miró sonriendo a la secretaria, y ésta se ruborizó inesperadamente-. Ya veo que conoces a María, prepara el mejor té de Madrid. Dos tés y dos cafés, María.
La secretaria se retiró de inmediato.
– Vamos.
Sandy acompañó a Harry a una estancia sorprendentemente espaciosa. Una mesa de gran tamaño atestada de mapas y papeles ocupaba toda una pared. Harry se sorprendió al ver relucientes botes metálicos parecidos a termos apilados, también, sobre la mesa. Por encima de la mesa destacaba una reproducción de un lienzo del siglo XIX. Un mar tropical rebosante de vida salvaje, con unos reptiles gigantescos que se atacaban entre sí con sus mandíbulas ensangrentadas mientras en el cielo de arriba unos pterodáctilos circunvolaban la escena. Al otro lado, tras un enorme escritorio de madera de roble, dos hombres vestidos de paisano permanecían sentados fumando.
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