C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– En fin. El viento te ha coloreado las mejillas. Parecen dos rosas.

– ¿Y tú qué has hecho? ¿Has trabajado mucho?

– Sólo unos números para mi proyecto del Ministerio de Minas. -Apartó los papeles de la línea visual de Barbara y después tomó su mano en la suya-. Tengo una buena noticia. Ya sabes que me comentaste tu deseo de trabajar como voluntaria. Hoy he hablado con un hombre del Comité Judío cuya hermana es un pez gordo del Auxilio Social. Buscan enfermeras. ¿Te gustaría trabajar con los niños?

– No lo sé. Sería… una manera de hacer algo. -Una manera de apartar su mente de Bernie, del campo de Cuenca, de Luis.

– La mujer con quien tenemos que hablar es una marquesa. -Sandy arqueó las cejas. Fingía despreciar la esnobista adoración de la aristocracia que practicaba la clase alta española en tanta medida como la inglesa, pero Barbara sabía que le encantaba alternar con aquella gente-. Alicia, marquesa de Segovia. El sábado asistirá al concierto que se da en la Ópera; tengo entradas. -Sonrió y se sacó un par de entradas grabadas en letras doradas.

Barbara se sintió culpable.

– Oh, Sandy, siempre piensas en mí.

– No sé cómo será este concierto, pero también habrá algo de Strauss.

– Oh, gracias, Sandy. -Su generosidad la hacía sentirse avergonzada. Notó que las lágrimas asomaban a sus ojos y se levantó precipitadamente-. Será mejor que le diga a Pilar que empiece a preparar la cena.

– Muy bien, cariño. Yo todavía tengo para una hora.

Barbara bajó a la cocina, poniéndose los zapatos por el camino. No estaría bien que Pilar la viera caminar descalza.

La pintura de las paredes de la cocina era de un desagradable color mostaza, no blanca como la del resto de la casa. La chica estaba sentada a una mesa que había al lado de la vieja y enorme cocina económica. Contemplaba una fotografía. Mientras se la acercaba a la pechera del vestido y se levantaba, Barbara vislumbró fugazmente la imagen de un joven enfundado en un uniforme republicano. Era peligroso llevar encima una fotografía como aquélla; en caso de que le pidieran la documentación y un guardia civil la encontrara, le harían preguntas. Barbara fingió no haberla visto.

– Pilar, ¿podría empezar a preparar la cena? Hoy tenemos pollo al ajillo, ¿verdad?

– Sí, señora.

– ¿Tiene todo lo que necesita?

– Sí, señora. Gracias. -Había frialdad en los ojos de la chica.

Barbara habría querido explicarse, decirle que sabía lo que era aquello, que ella también había perdido a alguien. Pero no podía ser. Asintió con la cabeza y subió al piso de arriba para vestirse para la cena.

9

El Café Rocinante se encontraba en una callejuela de las inmediaciones de la calle Toledo. Al salir de la embajada, Harry vio al pálido joven español pisándole una vez más los talones. Soltó una maldición… Habría deseado volverse, pegarle un grito y arrearle un guantazo. Dobló un par de esquinas y consiguió despistarlo. Siguió adelante rebosante de satisfacción; pero, en cuanto vio el café y cruzó la calle, sintió que el corazón se le salía del pecho. Respiró hondo varias veces mientras abría la puerta. Repasó todo lo que habían preparado en Surrey con vistas a aquel primer encuentro. «Dé por sentado que se mostrará desconfiado -le habían dicho-; procure parecer cordial e ingenuo como corresponde a un recién llegado a Madrid. Muéstrese receptivo y dispuesto a escuchar.»

El café estaba muy oscuro; la luz natural que penetraba a través de la pequeña y polvorienta ventana sólo contaba con la ayuda de unas cuantas bombillitas de quince vatios distribuidas por las paredes. Casi todos los parroquianos eran hombres de mediana edad de la clase media, tenderos y pequeños comerciantes. Permanecían sentados a las mesitas, bebiendo café o chocolate y hablando, sobre todo, de negocios. Un escuálido muchacho de diez años se paseaba entre las mesas vendiendo los cigarrillos de una bandeja que llevaba atada alrededor del cuello con una cinta. Harry se sentía incómodo y miraba con disimulo en torno a sí para no llamar la atención. O sea que aquello era ser espía. Notaba una especie de silbido y de sordo zumbido en el oído malo.

Aparte de un par de mujeres de mediana edad que comentaban lo caras que se estaban poniendo las cosas en el mercado de estraperlo, sólo había otra mujer fumando en soledad con una taza de café vacía delante. Era una treintañera delgada y nerviosa, envuelta en un vestido desteñido. Miraba constantemente a los restantes clientes y sus ojos se movían con la rapidez de un rayo de una mesa a otra. Harry se preguntó si sería alguna especie de confidente. Llamaba demasiado la atención, pero la verdad es que también la llamaba su «espía».

Vio inmediatamente a Sandy, sentado solo a una mesa leyendo un ejemplar del ABC. En la mesa había una taza de café y un enorme cigarro apoyado en un cenicero. Si no hubiera visto las fotografías, no lo habría reconocido. Con su impecable traje a medida, su bigote y su cabello engominado peinado hacia atrás, poco le quedaba del compañero de colegio que Harry recordaba. Estaba más grueso, aunque no de grasa sino de músculo, y ya tenía unas cuantas arrugas en el rostro. Sólo le llevaba a Harry unos cuantos meses, pero aparentaba cuarenta años. ¿Cómo podía parecer tan mayor?

Se acercó a la mesa. Sandy no levantó la mirada y él se quedó allí de pie un instante, sintiéndose un poco ridículo. Carraspeó y entonces Sandy dejó el periódico y lo miró con semblante inquisitivo.

– ¿Sandy Forsyth? -Harry fingió sorprenderse-. Eres tú, ¿verdad? Soy Harry Brett.

Sandy se quedó momentáneamente en blanco, pero enseguida cayó en la cuenta. Se le iluminó todo el rostro y esbozó la ancha sonrisa que Harry recordaba, dejando al descubierto unos blancos dientes cuadrados.

– ¡Harry Brett! Eres tú. ¡No puedo creerlo! ¡Después de tantos años! Pero, Dios mío, ¿qué estás haciendo aquí? -Se levantó y estrechó con firmeza la mano de Harry. Harry respiró hondo.

– Trabajo como intérprete en la embajada.

– ¡Dios bendito! Sí, claro, te matriculaste en idiomas en Cambridge, ¿verdad? ¡Menuda sorpresa! -Se inclinó hacia delante y le dio una palmada en el hombro-. Jesús, has cambiado muy poco. Siéntate, ¿te apetece un café? ¿Qué haces en el Rocinante?

– Vivo muy cerca de aquí, a la vuelta de la esquina. Decidí salir a dar un paseo.

Se le hizo un nudo momentáneo en la garganta al soltar la primera mentira; pero, al ver la ingenua y jovial expresión de sorpresa en el rostro de Sandy, comprendió que éste se había tragado la trola. Experimentó una punzada de remordimiento, y después, de alivio al ver la alegría de Sandy, aunque ello no contribuyera precisamente a facilitarle las cosas.

Sandy chasqueó los dedos y un anciano camarero envuelto en una chaqueta blanca cubierta de lamparones se acercó de inmediato. Harry pidió chocolate caliente. El humo del cigarro se elevó en espirales desde la boca de Sandy, mientras éste estudiaba a Harry.

– Bueno, bueno, hay que ver. -Sandy meneó la cabeza-. Han pasado… ¿cuántos?… quince años. Me asombra que me hayas reconocido.

– Bueno, un poco sí que has cambiado. Al principio, no estaba seguro…

– Años atrás pensé que me habías olvidado.

– Esos días jamás se olvidan.

– Te refieres a Rookwood, ¿eh? -Sandy meneó la cabeza-. Has engordado un poco.

– Creo que sí. Te veo en muy buena forma.

– El trabajo me mantiene alerta. ¿Recuerdas aquellas tardes buscando fósiles? -Sandy volvió a sonreír con una expresión repentinamente rejuvenecida-. Fueron para mí los mejores momentos en Rookwood. Los mejores. -Lanzó un suspiro y su rostro pareció cerrarse mientras se reclinaba contra el respaldo de su asiento. Seguía sonriendo, pero su mirada revelaba un cierto recelo-. ¿Cómo terminaste trabajando para el Gobierno de su majestad?

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