– No. Hubo alguien, pero no salió bien.
– Pues aquí hay montones de señoritas muy guapas.
– De hecho, estoy invitado a una fiesta la semana que viene, por parte de uno de los subsecretarios al que serví como intérprete. Los dieciocho años de su hija.
– Ah, ¿y quién es? -preguntó Sandy con interés.
– El general Maestre.
Sandy entornó los ojos.
– Nada menos que Maestre. Te estás moviendo en ambientes muy exclusivos. ¿Qué tal es?
– Muy amable. ¿Lo conoces?
– Me lo presentaron brevemente una vez. Tenía muy mala fama durante la Guerra Civil. -Sandy hizo una pausa como de reflexión-. Vas a tener ocasión de conocer a mucha gente del Gobierno en tu profesión.
– Supongo que sí. Yo voy simplemente donde me mandan.
– Me han presentado a Carceller, el nuevo jefe de Maestre. He tratado con algunas personas del Gobierno. Incluso he conocido al Generalísimo -añadió Sandy con orgullo-. Durante una recepción que ofreció a hombres de negocios extranjeros.
«Quiere impresionarme», pensó Harry.
– ¿Y cómo es?
Sandy se inclinó hacia delante y bajó la voz.
– No como tú te imaginas al verlo pavonearse en los noticiarios. Parece más un banquero que un general. Pero es listo, como buen gallego. Seguirá aquí cuando gente como Maestre lleve tiempo desaparecida. Y dicen que es el hombre más duro del mundo. Firma las sentencias de muerte mientras se toma el café de la noche.
– ¿Y si ganamos nosotros la guerra? Seguro que Franco cae, aunque no se haya aliado con Hitler. -Le habían dicho que se mantuviera al margen de la política, pero Sandy había sacado el tema a colación. Era una oportunidad para averiguar lo que éste opinaba del régimen.
Sandy meneó confiadamente la cabeza.
– No entrará en guerra. Le da demasiado miedo el bloqueo naval. El régimen no es tan fuerte como parece; si los alemanes marcharan sobre España, los rojos empezarían a salir de sus escondrijos. Y, si ganamos nosotros -Sandy se encogió de hombros-, Franco nos será muy útil. No hay nadie más anticomunista que él. -Sonrió con ironía-. No te preocupes, no estoy ayudando a un enemigo de Inglaterra.
– Lo dices muy seguro.
– Es que lo estoy.
– Pues aquí la situación parece desesperada. La pobreza. Se respira una atmósfera auténticamente sombría.
Sandy se encogió de hombros.
– España es así. Como siempre ha sido y siempre será. Necesitan mano dura.
Harry inclinó la cabeza.
– Jamás habría imaginado que te gustara la idea de recibir órdenes de una dictadura, Sandy.
Sandy se echó a reír.
– Lo de aquí no es una auténtica dictadura. Es demasiado caótico para eso. Hay muy buenas oportunidades de negocio si mantienes alerta los cinco sentidos. Tampoco es que tenga intención de quedarme aquí para siempre.
– Podrías irte a otro sitio.
Sandy se encogió de hombros.
– Quizás el año que viene.
– Aquí parece que la gente está al borde de la inanición.
Sandy lo miró con la cara muy seria.
– Las dos últimas cosechas han sido desastrosas a causa de la sequía. Y la mitad de las infraestructuras fueron destruidas en la guerra. Gran Bretaña tampoco está ayudando mucho, francamente. Sólo se autoriza la entrada de la gasolina necesaria para mantener el transporte en marcha. ¿Has visto los gasógenos?
– Sí.
– Todo eso es una pesadilla burocrática, naturalmente; pero el mercado triunfará. Personas como yo les mostramos el camino. -Sandy miró a Harry a los ojos-. Y eso les servirá de ayuda. Porque yo quiero ayudar de verdad a esta gente.
La mujer los miraba. Harry se inclinó sobre la mesa y dijo en voz baja:
– ¿Has visto a la de aquella mesa? Se ha pasado el rato mirándonos desde que yo entré. Temo que sea una confidente.
Sandy se quedó momentáneamente en blanco y después echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada. Los demás clientes se volvieron para mirarlos.
– ¡Oh, Harry, Harry, eres increíble!
– ¿Cómo? ¿Qué quieres decir?
– Es una puta, Harry. Siempre está aquí, buscando negocio.
– ¿Cómo?
– Tú te pasas el rato mirándola, cruzas la mirada con la suya y después apartas los ojos, y la pobre chica está que no se aclara. -Sandy la miró sonriendo. La mujer no comprendió sus palabras, pero se ruborizó al ver la burlona expresión de sus ojos.
– De acuerdo, pues no lo sabía. Pero no tiene pinta de puta.
– Muchas no la tienen. Probablemente es la viuda de algún republicano. Muchas se tienen que prostituir para llegar a fin de mes.
La mujer se levantó. Rebuscó en su bolso, dejó unas monedas encima de la mesa y salió. Sandy la vio alejarse sin dejar de sonreír en plan de guasa ante su visible azoramiento.
– De todos modos, hay que vigilar -añadió Sandy-. Hace poco tuve la sensación de que me seguían.
– ¿De veras?
– No estoy seguro. Pero después pareció que se largaban. -Sandy consultó su reloj-. Bueno, tengo que regresar a mi despacho. Deja que te invite.
– Gracias.
Sandy volvió a sonreír, meneando la cabeza.
– No sabes cuánto me alegro de verte. -Su voz denotaba sincero afecto-. Ya verás cuando se lo diga a Barbara. ¿Puedo ir a recogerte a la embajada el martes?
– Sí. Pregunta por el departamento de traducción.
Ya en la calle, Sandy le estrechó la mano a Harry.
– Inglaterra ha perdido la guerra, ¿sabes? Yo tenía razón… todas aquellas ideas de Rookwood, todo aquello del Imperio y de que si noblesse oblige y de que hay que participar en el juego, no son más que bobadas. Le pegas una patada y todo se desploma. La gente que se crea sus propias oportunidades, que se hace a sí misma, es el futuro. -Meneó la cabeza-. En fin. -Casi pareció lamentarlo.
– Aún no ha terminado.
– No del todo. Pero casi. -Sandy esbozó una sonrisa compasiva, después dio media vuelta y se fue.
Las puertas del Teatro de la Ópera estaban abiertas de par en par y la luz de las arañas de cristal llegaba hasta la plaza de Isabel II. Aquella noche de octubre era muy fría, y los guardias civiles acunaban las armas en sus brazos alrededor de la plaza, entre las sombras del anochecer. Una alfombra roja cubría los peldaños de la entrada y bajaba hasta el bordillo de la acera, a la espera del Generalísimo. El resplandor de las luces indujo a Barbara a parpadear mientras se acercaba del brazo de Sandy.
La noche anterior había llegado un poco más lejos en su engaño a Sandy. Tenía unos ahorros en Inglaterra y había escrito a su banco para que le enviaran el dinero a España. También se había vuelto a pasar por la oficina del Express y les había pedido que enviaran un telegrama a Markby diciéndole que necesitaba hablar con él, pero allí nadie sabía dónde estaba.
Esperó en el salón a que Sandy regresara a casa. Había pedido a Pilar que encendiera la chimenea y ahora la estancia resultaba cómoda y acogedora, con una botella de su whisky preferido y un vaso en una mesita al lado de su sillón. Se sentó a esperar, como hacía casi todas las noches.
Sandy regresó a las siete. Barbara se había quitado las gafas al oír sus pisadas; pero, aun así, vio que estaba muy contento por algo. Sandy la besó cariñosamente.
– Mmm. Me encanta este vestido que llevas puesto. Realza la blancura de tu piel. Oye, ¿a que no te imaginas a quién me he encontrado hoy en el Rocinante? No lo adivinarías ni en un millón de años. Esto es Glenfiddich, ¿verdad? Delicioso. Jamás lo adivinarías. -Su entusiasmo era propio de un colegial.
– No lo sabré si no me lo dices.
– Harry Brett.
Se quedó tan sorprendida que tuvo que sentarse.
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