C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Bernie se acercó a ella.

– ¡Sabes muy bien que no es eso! -contestó, también a gritos-. Ya conoces mis sentimientos, ¿o acaso estás ciega?

– Ciega con mis estúpidas gafas, ¿verdad?

– ¿No ves que te quiero? -exclamó él.

– ¡Mentiroso!

Salió corriendo de la iglesia y bajó por el sendero. Mientras cruzaba la verja, resbaló sobre una placa de nieve y se desplomó sollozando contra el muro de piedra. Bernie se acercó y le apoyó una mano en el hombro.

– ¿Por qué iba a mentir? ¿Por qué? Te quiero. Y tú sientes lo mismo, lo he visto, ¿por qué no quieres creerme?

Ella se volvió para mirarlo.

– Porque soy fea y torpe y… ¡No! -Se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar con desconsuelo.

Un niño que pasaba caminando descalzo con un cerdito en brazos se detuvo a mirarlos.

– ¿Por qué te aborreces tanto? -preguntó Bernie con dulzura.

Ella sentía deseos de ponerse a gritar. Se enjugó las lágrimas, lo apartó de un empujón y echó a andar calle abajo. De repente, el niño se puso a gritar.

– ¡Miren! ¡Miren!

Barbara se volvió; el niño se había colocado el cerdito, que no paraba de chillar, bajo el brazo, mientras con el otro señalaba muy nervioso hacia lo alto. Arriba, en el cielo, uno de los cazas alemanes había sido alcanzado y caía en picado. Se oyó una fuerte detonación en algún lugar, no muy lejos de allí, y el niño vitoreó. Tras echar una rápida mirada hacia el cielo, Bernie echó a correr tras ella.

– Barbara, espera. -Logró alcanzarla y le cortó el paso-. Escúchame, por favor. El sexo me da igual, me trae sin cuidado; pero te quiero, te quiero.

Ella meneó la cabeza.

– Dime que tú no sientes lo mismo -insistió él-, y ahora mismo me voy.

A la mente de Barbara acudió la imagen de una docena de chiquillas gritando a su espalda en el patio de recreo: «Cuatro ojos con ricitos, pelitos de zanahoria!»

– Lo siento, es inútil, no puedo… no.

– No lo entiendes, no te das cuenta…

Barbara se volvió para mirarlo y, al ver el dolor y la tristeza reflejados en su rostro, se le encogió el corazón. Después dio un respingo al oír un silbido procedente de lo alto. Levantó la mirada. El segundo caza alemán había sido alcanzado y caía sobre ellos. Ya se encontraba espantosamente cerca: las llamas brotaban de su costado formando una larga lengua de color rojo amarillento. Cayó a plomo; Barbara vio las hélices que todavía giraban, brillantes como las alas de un insecto. Bernie también miraba hacia arriba. Ella lo apartó de su lado de un empujón y, mientras él se tambaleaba hacia atrás, el aire se llenó de un rugido sobrecogedor. Barbara vio que el alto muro de la casa ante la que pasaban se le venía encima. De pronto sintió un dolor terrible e insoportable cuando algo le golpeó la cabeza.

Sólo permaneció un instante sin sentido. Cuando volvió en sí, fue consciente del dolor de cabeza y trató desesperadamente de recordar lo que había ocurrido y dónde estaba. Abrió los ojos y vio a Bernie inclinado sobre ella, pero desenfocado, pues había perdido las gafas. Había ladrillos y polvo a su alrededor. Bernie lloraba sin apartar los ojos de ella. Barbara jamás había visto llorar a un hombre.

– Barbara, Barbara, ¿cómo estás? ¡Oh, Dios mío!, pensaba que habías muerto. ¡Te quiero, te quiero!

Ella permitió que la incorporara. Después apoyó el rostro en su pecho y se echó a llorar; ambos estaban sentados en el suelo, llorando en mitad de la calle. Oyó pisadas a su alrededor, de gente que había salido de las casas y se congregaba en torno a ellos.

– ¿Cómo están? -preguntó alguien-. ¡Dios mío, miren eso!

– Estoy bien -contestó Barbara-. Mis gafas, ¿dónde están mis gafas?

– Aquí -contestó Bernie en un susurro.

Se las alcanzó, y ella se las puso. Vio que el muro del jardín se había derrumbado y no los había alcanzado por los pelos, aunque toda la calle estaba sembrada de ladrillos. Uno de ellos debía de haberla alcanzado. Las llamas y el humo negro salían por todas las ventanas de la mansión y la cola del aparato asomaba por el tejado hundido. Barbara distinguió una cruz gamada de color negro. La habían tapado con pintura amarilla, pero igualmente se veía. Se llevó la mano a la cabeza y la retiró manchada de sangre. Una anciana envuelta en un chal negro la rodeó con su brazo.

– Es sólo un corte, señorita. ¡Ay!, se ha salvado de milagro.

Barbara alargó una mano hacia Bernie, que estaba lívido y se acariciaba el brazo herido. Los abrigos de ambos estaban cubiertos de polvo blanco.

– ¿Te encuentras bien? -le preguntó.

– La explosión me ha tirado al suelo. Me he lastimado un poco el brazo. Pero, ¡oh, Dios mío!, pensaba que estabas muerta. Te quiero, por favor, créeme. ¡Ahora tienes que creerme! -Bernie volvió a echarse a llorar.

– Sí -dijo ella-, te creo. Perdóname, perdóname, por favor.

Ambos se fundieron en un abrazo.

El grupito de españoles, unos refugiados que tal vez tres meses atrás jamás habían salido de sus pueblos, permanecía a su lado contemplando los restos del aparato que asomaban por el tejado de la mansión en llamas.

Mientras contemplaba los leones marinos sentada en el banco, Barbara volvió a recordar el abrazo de Bernie. Cuánto le debió de doler el brazo herido mientras la estrechaba con fuerza. Consultó su reloj, el relojito de pulsera de la marca Dior que Sandy le había regalado. En su mente no había resuelto nada, simplemente se había emocionado recordando el pasado. Ya era hora de regresar a casa, Sandy la estaría esperando.

Sandy ya estaba en casa cuando ella regresó, había dejado el coche aparcado en el camino particular de la casa. Se quitó el abrigo. Pilar subió trotando desde el sótano y se quedó de pie en el recibidor con las manos cruzadas, como siempre hacía cuando Barbara regresaba a casa.

– No necesito nada, Pilar. Gracias.

– Muy bien.

La chica inclinó la cabeza y regresó a la cocina de abajo. Barbara sacudió los pies para quitarse los zapatos. Tenía los pies doloridos tras haberse pasado toda la tarde caminando.

Subió al estudio de Sandy. Éste solía trabajar largas horas allí arriba, examinando papeles y efectuando llamadas por teléfono. La estancia se encontraba en la parte de atrás de la casa y tenía una pequeña ventana que apenas dejaba entrar la luz. Sandy la había llenado de adornos y obras de arte elegidas por él mismo. Un cuadro expresionista con una distorsionada figura que conducía un asno a través de un asombroso paisaje desértico dominaba la estancia iluminada por una lámpara de pared.

Ahora estaba sentado detrás de su escritorio, envuelto en una maraña de papeles, pasando un lápiz por el margen de una columna de cifras. No la había oído acercarse y su rostro ofrecía el aspecto que a veces tenía cuando pensaba que nadie podía verlo: vehemente, calculador y, en cierto modo, depredador. En su mano libre sostenía un cigarrillo cuya larga cola de ceniza amenazaba con desprenderse de su extremo.

Ella lo estudió con una nueva mirada crítica. Llevaba el cabello todavía alisado hacia atrás con una gomina tan espesa que se podían ver las huellas del peine a través de él. Tanto el cabello engominado como el bigotito recto estaban de moda en los círculos falangistas. Al verla, esbozó una sonrisa.

– Hola, cariño. ¿Has tenido un buen día?

– No ha estado mal. He ido al Retiro esta tarde. Está empezando a hacer frío.

– Llevas las gafas puestas.

– Por Dios, Sandy, no puedo salir a la calle sin ellas y que me atropellen. Me las tengo que poner, sería estúpido no hacerlo.

Él la miró un instante y después volvió a sonreír.

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