C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Es viejo. Y en cuanto al broche, no es más que vidrio de colores. Lo compré en Ginebra.

– Aun así, se considera una ostentación. La gente de aquí está viviendo un infierno. Ahora la solidaridad lo es todo, tiene que serlo.

Barbara se quitó el broche.

– Pues fuera con él. ¿Así le parece mejor?

– Está muy bien. Una persona entre tantas.

– Claro que usted, por ir de uniforme, siempre debe de conseguir lo mejor.

– Soy un soldado. -Bernie pareció ofendido-. Visto de uniforme para demostrar mi solidaridad.

– Disculpe. -Barbara se maldijo por haber vuelto a meter la pata. ¿Por qué demonios se interesaba Bernie por ella?-. Hábleme de ese colegio al que asistió.

Bernie se encogió de hombros.

– Rookwood hizo de mí un comunista. Al principio, me encantaba: lleno de hijos del Imperio, el criquet, un juego de caballeros, el viejo y querido himno de la institución… Pero muy pronto comprendí lo que había debajo de todo eso.

– ¿Se sintió a disgusto allí?

– Aprendí a ocultar mis sentimientos. Eso es lo único que te enseñan. Cuando me fui y regresé a Londres, me pareció… una liberación.

– Pues no le queda el menor acento de Londres.

– No, ésta es la única cosa que Rookwood me arrebató para siempre. Si ahora intento hablar cockney, sueno estúpido.

– Pero debió de tener amigos allí, ¿verdad? -No se lo imaginaba sin ningún amigo.

– Tenía a Harry -contestó Bernie-, que estuvo aquí conmigo hace cinco años. Me caía bien. Tenía el corazón donde hay que tenerlo. Ahora hemos perdido el contacto -añadió con tristeza-. Seguimos caminos distintos. -Hizo una pausa y se apoyó contra el tronco de un árbol-. Muchas personas excelentes acaban abrazando la ideología burguesa.

– Supongo que me considera una burguesa.

– Usted es otra cosa. -Bernie le guiñó el ojo.

Noviembre dio paso a diciembre, y unas lluvias frías y torrenciales bajaron desde la sierra de Guadarrama. Los fascistas habían quedado incomunicados en la Casa de Campo. Habían intentado abrir una brecha por el norte, pero allí también los habían repelido. El fuego de mortero seguía como siempre; en cambio, la crisis de desesperación ya se había superado. Ahora había bombarderos rusos en el cielo, unos rápidos monoplanos de morro achaparrado gracias a los cuales, en caso de que se aproximara algún bombardero alemán, éste era inmediatamente perseguido y obligado a alejarse. A veces se producían combates aéreos sobre la ciudad. Muchos decían que los rusos se habían apoderado de todo y que la República estaba a merced de ellos. Ahora los funcionarios gubernamentales se mostraban más antipáticos que antes y, en ocasiones, hasta parecían asustados. Los niños de los orfelinatos habían sido trasladados, de la noche a la mañana, a un campamento del Estado situado en algún lugar de las afueras de Madrid, por supuesto sin consultar con la Cruz Roja.

Bernie seguía viéndose con Barbara, la cual se pasaba casi todas las tardes con él en el Gijón o bien en algunos de los bares del centro. Los fines de semana se iban a pasear por la zona oriental de la ciudad, más segura, y a veces salían al campo que se extendía más allá. Ambos compartían el mismo sentido irónico del humor y se reían hablando de libros y de política y de sus infancias solitarias, cada una a su manera.

– La tienda en que trabaja mi padre es una de las cinco que posee el propietario -le explicó Bernie a Barbara un día. Estaban sentados en el murete divisorio de un campo de labranza de las afueras, aprovechando el sol en un día insólitamente templado. Las nubes se perseguían unas a otras y sus sombras se cernían sobre los campos. Costaba creer que el frente se encontrara a escasos kilómetros de distancia-. El señor Willis vive en Richmond, en una casa enorme, y le paga una miseria a mi padre. Sabe que éste jamás podría conseguir otro trabajo, ya que la guerra lo dejó muy… tocado. Mi madre es la que se encarga de casi todo, con la ayuda de una chica.

– Supongo que, en comparación con eso, yo estaba mejor -dijo Barbara-. Mi padre tiene un taller de reparación de bicicletas en Erdington. Siempre le ha ido muy bien. -Sintió la tristeza que siempre la embargaba al recordar su infancia; casi nunca hablaba de ella, pero de pronto se lo estaba contando todo a Bernie-. Cuando nació mi hermana, soñó con un hijo que algún día pudiera hacerse cargo del negocio, pero me tuvo a mí. Y después mi madre ya no pudo tener más hijos. -Encendió un cigarrillo.

– ¿Se lleva bien con su hermana? A menudo he pensado que me habría gustado tener una.

– No. -Barbara volvió el rostro-. Carol es muy guapa y siempre le ha encantado exhibirse. Sobre todo, delante de mí. -Miró a Bernie, y éste le dirigió una sonrisa de aliento-. Pero yo era más inteligente, la que pudo seguir estudiando.

Se mordió el labio inferior al pensar en los recuerdos que aquellas palabras le hacían evocar, y después volvió a mirarlo y decidió que lo mejor era seguir adelante. Por mucho que le doliera, le contó que había sido víctima del acoso de sus compañeras desde el primer día de clase hasta el último, a los catorce años.

– El primer día se burlaron de mis gafas y mis rizos, y yo me puse a llorar -continuó-. Así empezó todo, ahora lo comprendo. Supongo que eso me señaló como alguien a quien se podía atormentar y hacer llorar. Allí donde fuera, las niñas se burlaban de mí. -Lanzó un profundo suspiro y se estremeció-. Las niñas pueden ser muy crueles.

De pronto Barbara se sintió fatal y pensó que no debería habérselo contado, que había sido una estupidez. Bernie levantó la mano como para tomar la suya, pero después la dejó caer de nuevo.

– En Rookwood ocurría lo mismo -dijo-. Si tenías algo que se salía un poco de lo corriente y no contraatacabas, te elegían como víctima. Empezaron conmigo cuando llegué, a causa de mi acento; «plebeyo», me llamaban. Tumbé a unos cuantos y la cosa se resolvió. Pero me pareció curioso que esas cosas ocurrieran precisamente en las escuelas privadas. -Sacudió la cabeza-. Y en los colegios de chicas también, ¿eh?

– Sí. Ojalá les hubiera dado una paliza, pero estaba demasiado bien educada. -Barbara arrojó lejos el cigarrillo-. Tanto sufrimiento sólo porque llevaba gafas y tenía una pinta un poco rara. -Se levantó bruscamente y dio unos pasos, contemplando la ciudad que, desde allí, era una mancha lejana y borrosa. En su extremo más alejado se divisaban unos minúsculos resplandores que parecían señales indicadoras justo en los lugares que los fascistas bombardeaban.

Bernie se acercó a ella y le ofreció otro cigarrillo.

– No es verdad.

– ¿No es verdad el qué?

– Que tenga una pinta un poco rara. Es una tontería. Además, me gustan esas gafas.

Barbara se enfureció, como siempre cuando alguien le hacía un cumplido. Simplemente pretendían que ella se sintiera más a gusto con su aspecto. Se encogió de hombros.

– Bueno, al final me largué -dijo-. Querían que me quedara en aquel infierno y que fuera a la universidad, pero me negué. Tenía catorce años. Trabajé como mecanógrafa hasta que tuve edad suficiente para estudiar enfermería.

Bernie permaneció un rato en silencio. Barbara habría preferido que no la mirara tanto.

– ¿Cómo ingresó en la Cruz Roja? -le preguntó él.

– A la escuela solían ir personas que ofrecían charlas los miércoles por la tarde. Una mujer nos habló de la labor que llevaba a cabo la Cruz Roja, ayudando a los refugiados de Europa. La señorita Forbes… -Barbara sonrió-. Era una mujer fornida de mediana edad, con el cabello canoso y un estúpido sombrero con flores; pero era tan amable y se esforzó tanto por hacernos comprender lo importante que era aquel trabajo que decidí unirme a ellos, al principio como voluntaria juvenil. Yo había perdido la confianza en el género humano, y ellos me la devolvieron. Al menos en parte. -Las lágrimas asomaron a sus ojos.

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