– La mejor venganza que te puedas imaginar. En realidad, fuiste tú quien me dio la idea. Arañas.
– ¿Cómo?
– ¿Recuerdas aquel día que salimos a buscar fósiles y te dije que los insectos y las arañas eran más antiguos que los dinosaurios?
Harry experimentó una sensación de desaliento. Recordaba que Taylor le había pedido que espiara a Sandy, aunque eso se lo había guardado para sí. A partir de aquel momento, Taylor se había mostrado muy distante con él.
– ¿Has estado alguna vez en las buhardillas? -continuó Sandy-. Están llenas de telarañas -añadió con una amplia sonrisa en los labios-. Y donde hay telarañas, hay arañas. Elegí las más grandes y llené con ellas una lata de galletas. Y ayer fui al estudio de Taylor mientras él estaba en la sala de los profesores. -Se echó a reír-. Las puse por todas partes. En los cajones, en la pitillera de su escritorio, hasta en sus viejas y malolientes zapatillas. Después me fui al estudio de al lado. Ya sabes que está desocupado desde que el viejo Henderson se retiró en Navidad. Y allí me senté a esperar. Sabía que Taylor regresaría sobre las cuatro para corregir exámenes. Quería oírlo gritar.
Harry apretó los puños. Sandy había echado mano de la información que él le había facilitado y ahora se sentía parcialmente culpable.
– ¿Y gritó? -preguntó.
Sandy se encogió de hombros.
– No. Me equivoqué. Lo oí salir al pasillo y cerrar la puerta, pero no hubo ningún ruido, sólo silencio. Yo pensé, vamos, cabrón, a estas alturas ya tienes que haberlas encontrado. Después oí que se abría su puerta y unas pisadas como de alguien que estuviera borracho y, a continuación, un ruido sordo. Luego se oyó una especie de gemido que parecía el maullido de un gato. El gemido se intensificó y se convirtió en una especie de crujido que hizo que otros profesores salieran de sus estudios. Oí que Jevons preguntaba. «¿Qué ocurre?» Y después la voz de Taylor. «Mi estudio está lleno de bichos.» Entonces Williams entró en el estudio y se puso a gritar que todo estaba lleno de arañas.
– Pero, hombre, Sandy, ¿por qué lo hiciste?
Sandy lo miró sin pestañear.
– Por venganza, naturalmente. Juré que me las pagaría. En cualquier caso, después oí a Taylor decir que se sentía mareado. Williams sugirió que lo llevaran al estudio vacío, y entonces abrió la puerta y todos se me quedaron mirando. -Sandy sonrió-. Merecía la pena sólo por ver la cara de Taylor. Se había mareado, estaba muy pálido y tenía toda la túnica manchada de vómito. Entonces Williams me agarró y me dijo: «Te hemos pillado, pequeño cerdo.» -Sandy cerró la maleta y se levanté)-. El director dijo que Taylor había estado en la guerra y que aquello lo había impresionado mucho, porque había visto un cadáver o no sé qué lleno de arañas. ¿Cómo iba yo a saberlo? -Sandy volvió a encogerse de hombros-. De todos modos, eso se acabó, me voy a casa. Papá suplicó y trató de convencerlos, pero no hubo nada que hacer. No importa, Harry, no tienes por qué enfadarte. No dije nada de que tú me habías contado lo de las arañas. Me negué a explicar cómo me había enterado.
– No es eso. Es que me parece una salvajada. Y fui yo quien la hizo posible.
– No sabía que se iba a volver loco. De todos modos, a él lo han enviado a no sé qué hospital y a mí me han expulsado. Así es la vida. Yo ya sabía que más tarde o más temprano iba a pasar algo. -Sandy le dirigió una mirada extraña. Por un instante, Harry vio lágrimas en sus ojos-. Es mi destino ¿comprendes? Mi destino es ser un mal chico. No habría podido evitarlo, por mucho que lo hubiese intentado.
Harry se incorporó desorientado; se había quedado dormido en el sofá. Y había soñado que quedaba atrapado en su estudio y fuera llovía a cántaros y Sandy y Bernie y otros muchos chicos aporreaban la cristalera y le pedían a gritos que los dejara entrar. Se estremeció; hacía frío y se había hecho casi de noche. Se levantó y descorrió las cortinas. Los edificios y las calles estaban tan silenciosos que no podía evitar sentirse nervioso. Contempló la plaza desierta donde la estatua del manco era como una vaga sombra bajo la pálida y tenue luz de una farola. No había el menor movimiento. Harry se percató de que no había visto ni un solo gato desde que había llegado; seguramente se los habían comido a todos, como a las palomas. Tampoco se veía ni rastro de su vigilante; a lo mejor, por la noche le permitían regresar a casa.
De repente, se preguntó si en Rookwood estarían enterados de lo que le había ocurrido a Bernie. En caso afirmativo, lo más probable era que no se hubieran sorprendido ni lo hubieran lamentado. Y el destino de Sandy, o lo que lo impulsaba a actuar, lo había dejado varado en aquel lugar, donde al día siguiente él empezaría a espiarlo, después de todo. Harry recordó que Jebb le había dicho que había sido Taylor quien les había facilitado su nombre, y entonces él esbozó una triste sonrisa ante aquella ironía. Tal y como giraban las ruedas de los acontecimientos, quizás hubiera algo de verdad en lo que se decía acerca del destino.
Aquella misma tarde Barbara salió a dar un largo paseo. Estaba nerviosa y preocupada, como le venía ocurriendo desde su encuentro con Luis. El tiempo era bueno después de la lluvia, pero todavía frío, por lo que, por primera vez desde la llegada de la primavera, se había puesto el abrigo.
Se fue al parque del Retiro; lo habían remozado desde el final de la guerra y habían plantado nuevos árboles para sustituir los que se habían cortado durante el sitio para que sirvieran de combustible. El parque volvía a ser lugar de encuentro para las mujeres respetables de Madrid.
Había refrescado y sólo las mujeres más valientes y solitarias se sentaban a conversar en los bancos. Barbara reconoció a la esposa de uno de los amigos de Sandy y la saludó con un movimiento de la cabeza, pero siguió adelante en dirección al zoo situado en la parte de atrás del parque; quería estar sola.
El zoo estaba casi desierto. Se sentó cerca del foso de los leones marinos, encendió un cigarrillo y se los quedó mirando. Había oído decir que los animales habían sufrido terriblemente durante el sitio; muchos habían muerto de hambre, pero ahora había un nuevo elefante donado por el Generalísimo. Sandy era aficionado a los toros, pero por mucho que él le hablara de la habilidad y el valor que todo ello suponía, Barbara no soportaba ver aquel animal fuerte y enorme atormentado hasta morir, los caballos moribundos y cubiertos de sangre, dando coces en la arena. Había visto un par de corridas y se negaba a volver. Sandy se había reído y le había dicho que no lo comentara delante de sus amigos españoles; la considerarían una inglesa sentimental de la peor clase.
Retorció el asa de su bolso de piel de cocodrilo. Unos pensamientos angustiosos a propósito de Sandy acudían incesantemente a su mente.
No era justo; aquel engaño lo ponía en peligro y podía destruir su carrera en el caso de que se llegara a descubrir lo que ella estaba haciendo. Se debatía entre el sentimiento de culpabilidad y la cólera que le producía la existencia limitada que llevaba desde hacía tiempo y la manera en que Sandy pretendía dirigirlo todo.
Al día siguiente de su reunión con Luis, había acudido al despacho del Express en la Puerta del Sol y había preguntado por Markby. Le dijeron que se había ido al norte para informar de que algunos oficiales alemanes cruzaban la frontera con Francia para comprar de todo.
Tal vez tuviera que interrogar a Luis. ¿Por qué le había dicho que había permanecido dos inviernos en Cuenca? ¿Acaso los estaba engañando tanto a ella como a Markby a cambio de dinero? A lo largo de toda la entrevista se había mostrado nervioso y preocupado, pero muy firme a la hora de exigir, el dinero que quería.
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