Harry se sintió incómodo.
– ¿Y dónde está ahora? -preguntó.
Sandy se encogió de hombros.
– No lo saben. O no lo quieren decir. -Esbozó una sonrisa-. Ella tenía razón, hay que divertirse un poco en la vida. ¿Por qué no vienes conmigo y con los de mi pandilla? Nos reunimos con unas chicas en la ciudad -añadió, enarcando las cejas.
Harry vaciló.
– ¿Y qué hacéis? -preguntó, con cierto recelo-. Cuando estáis con ellas, quiero decir.
– De todo.
– ¿De todo? ¿De verdad?
Sandy se echó a reír, se levantó de un salto de la roca en la que estaba sentado y le dio a Harry una palmada en el brazo.
– Bueno, en realidad, no. Pero algún día lo haremos, y yo quiero ser el primero.
Harry dio un puntapié a una piedra.
– No quiero meterme en líos, no merece la pena.
– Vamos. -Harry se sintió dominado por la fuerza de la personalidad de Sandy-. Yo lo organizo todo, me aseguro de que salgamos cuando no haya nadie a la vista, nunca vamos a ningún sitio en el que podamos encontrarnos con los profesores… o en el que, en caso de que topáramos con ellos, estuvieran más preocupados que nosotros de que alguien los viera.
Sandy se echó a reír.
– ¿Un tugurio de mala muerte? No sé si me apetece.
– No van a descubrirnos. En Braildon me pillaron saltándome las normas y ahora procuro tener más cuidado. Es divertido saber que intentan pillarte y tú los engañas.
– ¿Por qué te expulsaron de Braildon?
– Estaba en la ciudad, y un profesor me vio salir de un pub. Me denunció y me soltaron el sermón de siempre, que por qué no podía ser como mi hermano, que si él era mucho mejor que yo… -La furia volvió a asomar a los ojos de Sandy-. Pero se lo hice pagar.
– ¿Qué hiciste?
Sandy volvió a sentarse y se cruzó de brazos.
– Aquel profesor, Dacre, era joven y tenía un coche de color rojo. Al volante se sentía el amo del mundo. Yo sé conducir; una noche salí a escondidas y saqué el automóvil del garaje del profesor. Hay una colina muy escarpada cerca del colegio. Subí hasta arriba, salté del coche en marcha y dejé que cayese por el precipicio. -Sonrió-. Fue impresionante. Se estrelló contra un árbol y el morro se aplastó como si fuera de cartón.
– ¡Dios mío! Pero eso es muy peligroso.
– No si sabes hacerlo. Lo malo es que, cuando salté del coche, me arañé la cara con una rama. Me vieron y ataron cabos. Pero mereció la pena, y conseguí que me echaran de Braildon. No creía que me aceptaran en ningún otro sitio; sin embargo, mi padre tiró de unos cuantos hilos y me trajeron aquí. Mala suerte.
Harry hundió la punta del zapato en la tierra.
– Creo que es ir demasiado lejos. Destruir el automóvil de otra persona…
Sandy lo miró fijamente a los ojos.
– Hay que hacer a los demás lo que ellos te hacen a ti.
– Eso no es lo que dice la Biblia.
– Es lo que digo yo. -Sandy se encogió de hombros-. Vamos, será mejor que regresemos; más nos valdrá estar presentes cuando pasen lista; de lo contrario, tendremos problemas con nuestros amables profesores, ¿no te parece?
Durante el camino de vuelta apenas hablaron. El sol otoñal se fue ocultando muy lentamente, mientras teñía de rosa los charcos que salpicaban los embarrados senderos. Llegaron a la carretera desde la que se divisaban los altos muros del colegio. Sandy se volvió hacia Harry.
– ¿Sabes de dónde procede el dinero con que se creó este colegio y se financian las becas para alumnos como Piper?
– De unos comerciantes de hace un par de siglos, ¿verdad?
– Sí, pero ¿sabes a qué clase de negocio se dedicaban?
– ¿Sedas, especias y cosas por el estilo?
– Comercio de esclavos. Eran negreros. Capturaban a los negros en África y los enviaban por barco a América. Encontré un libro en la biblioteca. -Sandy hizo una pausa-. Es curioso la de cosas que puedes descubrir si te fijas. Cosas que la gente quiere mantener en secreto y que podrían ser muy útiles. -Volvió a esbozar su sonrisa enigmática.
Los problemas empezaron unas semanas más tarde en la clase de Taylor. Los alumnos tenían que hacer una traducción del latín y Sandy se la saltó. Lo llamaron para que leyera su escrito y metió tantas veces la pata que sus compañeros se echaron a reír. Otro chico se habría muerto de vergüenza; Sandy, en cambio, se quedó allí sentado riéndose junto al resto de la clase.
Taylor se enfureció. Se acercó a Sandy con el rostro congestionado por la cólera.
– Usted ni siquiera ha intentado hacer la traducción, Forsyth. Tiene la misma capacidad que cualquier otro alumno de esta clase, pero ni siquiera se ha tomado la molestia.
– No, señor -repuso Sandy con seriedad-. Es que me ha parecido muy difícil.
Taylor enrojeció aún más de ira.
– Usted cree que semejante insolencia quedará impune, ¿no es cierto? Hay muchas cosas que usted cree que puede hacer sin sufrir ningún castigo, pero lo estamos vigilando.
– Gracias, señor -dijo Sandy con frialdad.
La clase volvió a reír, pero Harry se percató de que Sandy había ido demasiado lejos. No se podía provocar a Taylor de aquella manera.
El profesor regresó al estrado y cogió la palmeta.
– Esto es una insolencia desvergonzada, Forsyth. ¡Haga el favor de acercarse!
Sandy apretó los labios. Estaba claro que no se lo esperaba. Los castigos físicos delante de la clase eran muy raros.
– No me parece justo, señor -dijo.
– Ya decidiré yo lo que es justo.
Taylor se acercó a Sandy y lo sacó de su sitio agarrándolo por el cuello de la camisa. Sandy no era alto pero sí muy fuerte, así que Harry se preguntó por un instante si opondría resistencia, pero no fue así, y se dejó arrastrar hasta la parte delantera del aula. Sin embargo, sus ojos reflejaban una furia que Harry jamás le había visto, mientras se inclinaba sobre el escritorio de Taylor y éste descargaba la palmeta una y otra vez.
Al terminar la clase, Harry se acercó a Sandy, que permanecía inclinado sobre la mesa. Estaba muy pálido y jadeaba.
– ¿Te encuentras bien?
– Me encontraré mejor… después. -Sandy hizo una pausa y añadió-: ¿Lo ves, Harry? ¿Te das cuenta de cómo nos controlan?
– No tendrías que haberlo provocado.
– Me vengaré -masculló Sandy.
– No digas tonterías. ¿Cómo vas a vengarte de él?
– Ya encontraré la manera.
Los alumnos del colegio comían sentados alrededor de unas mesas largas a cuya cabecera se sentaba el profesor de la clase. Una tarde, al cabo de una semana del incidente, Harry observó que Sandy y Taylor no estaban presentes.
A Sandy tampoco se le vio aquella noche, y otro profesor dio la clase a la mañana siguiente. Éste anunció que Alexander Forsyth ya no regresaría al colegio; lo habían expulsado por agredir al señor Taylor, que se tomaría un período de baja por enfermedad. Los chicos lo acribillaron a preguntas; pero el profesor, con una mueca de hastío, dijo que era algo demasiado desagradable para comentarlo. Aquella mañana, a través de la ventana de la clase, Harry vio al obispo Forsyth entrar en el patio con expresión de contrariedad. Sentado a su lado, Bernie le dijo en voz baja:
– No sé qué habrá hecho Forsyth, pero, en cualquier caso, estaremos mejor sin él.
A la hora del almuerzo, todos los chicos se preguntaron muy nerviosos qué habría ocurrido. Harry se saltó la comida y subió al dormitorio. Encontró a Sandy guardando cuidadosamente su colección de fósiles en una maleta.
– Hola, Brett -dijo Sandy con su acostumbrada sonrisa-. ¿Te has enterado de lo que ha pasado?
– Dicen que te vas. ¿Qué has hecho? No quieren explicárnoslo.
Sandy se sentó en la cama sin dejar de sonreír.
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