C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Fue consciente de las voces que seguían gritando en el exterior. Se levantó y se acercó de nuevo a la ventana. Ahora el chico permanecía en posición de firmes con la pancarta al lado, lanzando improperios contra la embajada. Harry captó las palabras.

– ¡Muerte a los enemigos de España! ¡Muerte a los ingleses! ¡Muerte a los judíos!

El chico se detuvo en mitad de la frase. Abrió la boca y se ruborizó. Harry vio una mancha pequeña, oscura y redonda en la entrepierna de su pantalón corto. La mancha fue aumentando de tamaño y entonces Harry distinguió un brillante riachuelo que le bajaba por el muslo. Se había excitado hasta el extremo de orinarse encima. El chico se quedó rígido, mientras palidecía intensamente a causa del terror. Alguien gritó:

– ¡Lucas! ¡Lucas, continúa!

El muchacho, sin embargo, no se atrevía a moverse; de pronto, el que había quedado atrapado por la multitud era él. Harry miró hacia abajo.

– Te lo tienes bien merecido, pequeño hijo de puta -dijo en voz alta.

7

Poco después, los falangistas se dispersaron. Al final, el chico que se había orinado encima también tuvo que dar media vuelta y retroceder para reunirse con sus camaradas. Los otros le miraron los pantalones empapados y apartaron rápidamente los ojos. De todos modos, ya se estaban cansando; guardaron sus tambores y sus pancartas y se fueron. Harry se apartó de la ventana sacudiendo la cabeza. Se sentó al escritorio de Tolhurst, agradecido por el silencio. Tolhurst había sido sumamente amable. Le había sorprendido la fuerza de sus manos al arrastrarlo hacia dentro; debía de haber algo de músculo debajo de tanta grasa.

Miró alrededor. Un maltrecho escritorio, un viejo archivador y un armario. Había polvo en los rincones. El retrato del rey colgaba en la pared, pero no vio ninguna fotografía de carácter personal. Pensó en la fotografía de sus propios padres que ahora tenía en el apartamento. ¿Vivirían los padres de Tolhurst, se preguntó, o acaso la guadaña de la muerte también los había segado en la Gran Guerra? Cerró los ojos y, por un instante, volvió a ver la playa. La apartó de inmediato de sus pensamientos. Había actuado bien; no mucho antes, un incidente como aquél lo habría inducido a esconderse aterrorizado bajo una mesa.

Recordó el tiempo que había pasado en el hospital de Dover, el desengaño y la desesperación. Se había quedado parcialmente sordo y las enfermeras tenían que hablarle a gritos para que las oyera. Apareció un médico y le hizo unas pruebas. Este pareció mostrarse satisfecho. Se inclinó junto a la cama.

– Seguramente recuperará el oído -dijo-. El tímpano no ha sufrido daños graves. Ahora tiene que descansar, ¿comprende? Túmbese aquí y descanse.

– ¡Qué remedio! -contestó Harry levantando la voz, pero enseguida recordó que era él y no el médico quien estaba sordo, y entonces volvió a bajarla-. Si me levanto de la cama, me pongo a temblar.

– Es la conmoción. Eso también mejorará.

Y así había sido gracias a la determinación que lo sacó de la cama y de la sala y después lo indujo a salir al jardín. Pero ni su recuperación ni la victoria de las Fuerzas Aéreas en la batalla de Inglaterra pudieron sanar su sensación de airada vergüenza ante la retirada de Francia. Por primera vez en su vida, Harry ponía en tela de juicio lo que le habían enseñado en Rookwood, que las normas de allí eran buenas y acertadas e Inglaterra era un país destinado a gobernar el mundo. Ahora los fascistas ganaban en todas partes. Siempre los había odiado, del mismo modo que en la escuela siempre había odiado a los tramposos y a los matones. Eso le ofrecía algo a que aferrarse. Si los invadieran, él lucharía cuanto pudiera incluso por aquella Inglaterra rota y desgarrada. Por eso había respondido a esa llamada inoportuna de los espías, que le proponían trasladarse a España. Dio un brinco cuando se abrió la puerta y volvió a aparecer Tolhurst con un montón de papeles bajo el brazo.

– ¿Sigue ahí, Brett?

– Sí. Estaba mirando la trifulca. Uno de ellos se ha meado encima.

– Le ha estado bien empleado al muy cabrón. ¿Ahora ya se encuentra bien?

– Sí, estoy bien. Sólo necesitaba un minuto para reponerme. -Harry se levantó. Se miró el traje, todavía sucio de harina-. Tendría que cambiarme.

Tolhurst abrió el armario y sacó un arrugado traje oscuro y un sombrero de paño.

– Siempre digo que tengo que llevármelo para pasarle la plancha -dijo Tolhurst a modo de disculpa.

– No se preocupe. Gracias. Creo que me iré a casa, a menos que me necesiten para alguna otra cosa. Abajo no me queda ningún trabajo que hacer.

Tolhurst asintió con la cabeza.

– Muy bien. Por cierto, la semana que viene habrá un cóctel para algunos de los funcionarios más jóvenes de la embajada. En el Ritz. Últimamente, se ha convertido en lugar de reunión de los nazis; haremos acto de presencia. ¿Por qué no va?

– Gracias. Me gustaría. Gracias, Tolhurst.

– Ah, me puedes llamar Tolly. Todo el mundo lo hace.

– Entonces tú llámame Harry.

– De acuerdo. Por cierto, si te vas a casa, no cojas el metro, ha habido otro corte de corriente.

– El paseo me sentará bien.

– Me encargaré de que te limpien la chaqueta.

– Gracias otra vez… mmm… Tolly.

Harry dejó a Tolhurst con su trabajo. Fuera seguía sin llover, pero un viento frío y áspero soplaba desde las montañas. Se puso el sombrero y se estremeció levemente al percibir la humedad pegajosa de la vieja brillantina Brylcreem. Se encaminó hacia el centro de la ciudad. En la Puerta del Sol vio un grupo de mendigos gitanos apretujados en un portal.

– Una limosna -le pidieron a gritos-. Una limosna, por el amor de Dios.

Siempre había habido mendigos en España, pero ahora estaban por todas partes. Si uno los miraba a los ojos, se levantaban y lo seguían, de modo que al final uno procuraba no fijarse en ellos directamente. Durante su período de instrucción le habían hablado de la visión periférica. «Utilícela para averiguar si lo siguen; es asombroso lo mucho que uno puede llegar a ver sin que la gente se entere de que la están observando.»

En la calle Toledo, un restaurante había sacado la basura a la calle. Los cubos estaban volcados y el contenido se había esparcido por la acera. Una familia rebuscaba entre los desperdicios en busca de comida. Había una anciana, una mujer más joven que parecía su hija y dos chiquillos de vientre hinchado. La joven quizás hubiera sido guapa en otros tiempos, pero ahora su cabello negro estaba grasiento y enmarañado y sus pálidas mejillas mostraban las típicas manchas rojas de la tuberculosis. Una niña recogió una piel de naranja, se la acercó a la boca y empezó a chuparla con ansia. La vieja tomó un hueso de gallina y se lo guardó en el bolsillo. Los viandantes volvían la cabeza para evitarlos; al otro lado de la calle, una pareja de guardias civiles los miraba desde la entrada de una tienda. Un sacerdote elegantemente vestido de negro apuró el paso y apartó la mirada.

La joven estaba inclinada hurgando en la basura, cuando una súbita ráfaga de viento le levantó el negro vestido por encima de la cabeza. Ella soltó un grito y se incorporó agitando los brazos para sujetarlo. No llevaba ropa interior y su escuálido cuerpo había quedado repentinamente al descubierto con su impresionante palidez, sus prominentes costillas y sus pechos fláccidos. La vieja se acercó a ella corriendo y trató de alisarle el vestido.

Los guardias civiles cobraron vida. Cruzaron rápidamente la calle y agarraron a la mujer. Uno de ellos tiró del vestido y se lo rasgó, pero consiguió volverlo a bajar y cubrir a la mujer. Ella cruzó los brazos sobre el pecho, temblando violentamente.

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