C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Hillgarth pasó a recogerlo a las diez por su apartamento en un impresionante automóvil norteamericano, un Packard conducido por un chófer inglés. Harry se había puesto su chaqué, que había planchado cuidadosamente la noche anterior; Hillgarth volvía a vestir su uniforme de capitán.

– Vamos a ver al subsecretario de Comercio, el general Maestre -explicó Hillgarth, contemplando la lluvia con los ojos entornados-. Tengo que confirmar qué petroleros serán autorizados a entrar por parte de la Royal Navy. También quiero hacerle alguna pregunta sobre Carceller, el nuevo ministro del ramo.

Tamborileó un momento con los dedos sobre el brazo del asiento, pensativo. La víspera se había anunciado toda una serie de cambios en el gabinete; Harry había traducido los correspondientes comunicados de prensa. Los cambios favorecían a la Falange: el cuñado de Franco Serrano Súñer había sido nombrado ministro de Asuntos Exteriores.

– Maestre no tiene nada de malo -añadió Hillgarth-. Pertenece a la vieja escuela. Es primo de un duque.

Harry miró por la ventanilla. La gente caminaba inclinada bajo la lluvia, los obreros con sus monos de trabajo y las mujeres con la cabeza cubierta por los perennes chales negros. Nadie tenía prisa; ya estaban todos empapados. Tolhurst le había dicho que era imposible encontrar paraguas, incluso en el mercado negro. Al pasar por delante de una panadería, Harry observó que un grupo de mujeres vestidas de negro esperaba bajo la lluvia. Muchas iban acompañadas de escuálidos chiquillos, y a través de la cortina de agua Harry vio los hinchados vientres propios de la desnutrición. Las mujeres se apiñaban delante de la puerta, aporreándola y llamando a gritos a alguien que se encontraba al otro lado.

Hillgarth soltó un gruñido.

– Corren rumores de que han traído patatas. Seguramente el hombre tiene unas pocas y las guarda para el mercado negro. El organismo encargado del abastecimiento ofrece tan poco a los productores de patatas que éstos no quieren vendérselas. Por eso la Junta de Abastos se queda con parte de la cosecha antes de que ellos las revendan.

– ¿Y Franco lo permite?

– No puede impedirlo. La Junta es un organismo de la Falange. Corrupto hasta la raíz. Habrá carestía como no se anden con cuidado. Pero es lo que tienen las revoluciones: la escoria siempre asciende a lo más alto.

Pasaron por delante del edificio de las Cortes, cerrado y desierto, y entraron en el patio del Ministerio de Comercio. Un guardia civil les hizo señas desde el otro lado de la entrada.

– ¿Y esto es una revolución? -preguntó Harry-. Más bien parece… no sé cómo llamarlo… una ruina.

– Pues es una revolución en toda regla, al menos para los falangistas. Quieren un estado como el de Hitler. Tendría usted que ver con qué gente hemos de tratar. Se le ponen a uno los pelos de punta. A su lado, los libros que yo escribía parecen un juego de niños.

En un despacho de paredes revestidas de madera, bajo un enorme retrato de Franco los esperaba un hombre vestido con uniforme de general, con la raya del pantalón impecablemente planchada. Tenía cincuenta y pocos años y era alto y bien plantado. En su rostro moreno brillaban unos ojos castaño claro. El ralo cabello negro estaba cuidadosamente peinado para disimular la calva. Un hombre más joven vestido de paisano permanecía a su lado con semblante inexpresivo.

El militar sonrió y estrechó cordialmente la mano de Hillgarth, hablándole en español con su bien timbrada voz. Su compañero más joven tradujo sus palabras.

– Mi querido capitán, me alegro de verlo.

– Y yo de verlo a usted, mi general. Hoy seguramente podremos entregarle los certificados.

Hillgarth miró a Harry, y éste repitió sus palabras en español.

– Muy bien. Entonces ya se podría dar por resuelto el asunto. -Maestre le dedicó a Harry una breve sonrisa-. Veo que tiene usted un nuevo intérprete. Espero que al señor Greene no le haya ocurrido nada malo.

– Tuvo que regresar a casa por problemas familiares.

El general Maestre asintió con la cabeza.

– Vaya, cuánto lo siento. Espero que su familia no haya sido víctima de los bombardeos.

– No. Asuntos personales.

Se sentaron alrededor del escritorio. Hillgarth abrió su cartera de documentos y sacó los certificados que iban a permitir que determinados petroleros entrasen escoltados por la Marina británica. Hillgarth y Maestre los estudiaron y comprobaron fechas, rutas y tonelaje. Harry traducía las palabras de Hillgarth al castellano, y el joven español traducía las respuestas de Maestre al inglés. Harry tuvo un pequeño problema con uno o dos términos técnicos, pero Maestre se mostró amable y comprensivo con él. Aquel militar no se parecía a lo que Harry esperaba que fuera un alto cargo del régimen de Franco.

Al final, Maestre recogió los documentos y soltó un suspiro teatral.

– Ay, capitán, si usted supiera cómo se enfadan algunos de mis colegas por el hecho de que España tenga que pedir permiso a la Marina británica para importar artículos de primera necesidad. Es un insulto a nuestro orgullo, ¿sabe?

– Inglaterra está en guerra, señor; tenemos que asegurarnos de que nada importado por un país neutral sea vendido posteriormente a Alemania.

El general le pasó los certificados a su traductor.

– Fernando, encárguese de enviarlos al Ministerio de Marina.

El joven pareció vacilar por un instante, pero Maestre lo miró enarcando las cejas y entonces hizo una reverencia y se retiró. El general se relajó de inmediato.

– Así me lo quito de encima -dijo en un inglés perfecto. Al ver que Harry lo miraba boquiabierto, sonrió y añadió-: Pues sí, señor Brett, hablo inglés. Estudié en Cambridge. Este joven está aquí para impedir que diga cosas que no debo. Uno de los hombres de Serrano Súñer. El capitán ya sabe a qué me refiero.

– Lo sé perfectamente, señor subsecretario. Brett también estudió en Cambridge.

– ¡No me diga! -Maestre lo miró con interés y después sonrió con expresión nostálgica-. Durante la guerra, cuando luchábamos contra los rojos en la Meseta, en medio del calor y las moscas, yo solía recordar mis días en Cambridge: las frías aguas del río, los soberbios jardines, todo tan tranquilo y majestuoso. Necesitas estas cosas en la guerra para conservar la cordura. ¿En qué colegio estuvo usted?

– En el King's, señor.

Maestre asintió con la cabeza.

– Yo estuve un año en Peterhouse. Me pareció maravilloso. -Sacó una pitillera de oro-. ¿Fuma usted?

– No, gracias.

– ¿Alguna noticia sobre el nuevo ministro? -preguntó Hillgarth.

Maestre se echó hacia atrás en su asiento y exhaló una nube de humo.

– No se preocupe por Carceller -dijo-. Tiene muchas ideas falangistas… -Hizo una mueca de desdén-. Pero en el fondo es un pragmático.

– Sir Sam se alegrará de ello.

El general asintió lentamente con la cabeza. Después se volvió hacia Harry con una sonrisa cortés.

– Bien, joven, ¿cómo ve usted España?

Harry titubeó.

– Llena de sorpresas -respondió.

– Pasamos por delante de una larga cola de mujeres que esperaba a la entrada de una panadería -intervino Hillgarth-. Se habían enterado de que allí tenían patatas.

Maestre sacudió la cabeza con expresión de desaliento.

– Estos falangistas serían capaces de provocar una carestía en el Jardín del Edén. ¿Conoce usted el nuevo chiste, Alan? Hitler se reúne con Franco y le pregunta cómo matar de hambre a Inglaterra para que se rinda, porque con los submarinos alemanes no tienen suficiente. Franco le contesta: «Mein Führer, yo les enviaré mi Junta de Abastos. En tres semanas pedirán a gritos firmar la rendición.»

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