Después del desayuno, regresó a su habitación. El escritorio con espejo era una pieza del siglo XVIII que ella y Sandy habían comprado en el Rastro la primavera anterior. Seguramente procedía del saqueo de alguna lujosa mansión de Madrid al principio de la guerra. Allí estaba la fotografía de Bernie, tomada poco antes de su marcha al frente en un estudio fotográfico con meridianas y palmeras en macetas. Bernie aparecía de pie y de uniforme, con los brazos cruzados, sonriendo a la cámara.
Estaba bellísimo. Era una palabra que solía utilizarse para describir a las mujeres, pero es que allí el bello era él. Llevaba mucho tiempo sin contemplar la fotografía; el hecho de verla le seguía haciendo daño; lloraba la pérdida de Bernie tan profundamente como siempre. Y se sentía culpable porque Sandy la hubiera rescatado y ayudado a reponerse, pero lo suyo con Bernie había sido diferente. Lanzó un suspiro. No tenía que abrigar demasiadas esperanzas. No tenía que hacerlo.
Todavía se asombraba de que Bernie se hubiera interesado por ella; debía de parecer un monstruo en aquel bar, con el cabello rizado y alborotado y aquel jersey viejo y holgado. Se quitó las gafas y pensó que sin ellas habría resultado bastante atractiva. Volvió a ponérselas. Como de costumbre, incluso en medio de sus preocupaciones por Bernie, el mero hecho de pensar que era atractiva desencadenó un recuerdo, uno de los peores. Por regla general, trataba de apartarlos, pero esta vez no lo hizo, a pesar de que siempre la dejaba con la sensación de encontrarse al borde de un precipicio. Millie Howard y su pandilla de niñas de once años formando un círculo a su alrededor en el patio del colegio y cantando: «Cuatro ojos con ricitos, cuatro ojos con ricitos.» De no haber llevado las gafas que la identificaban como algo diferente y de no haber reaccionado ruborizándose con lágrimas en los ojos, ¿habría llegado a producirse aquel tormento que había durado tanto tiempo? Cerró los ojos. Y entonces vio a su hermana mayor, la resplandeciente Carol, que había heredado el cabello rubio de su madre y su rostro en forma de corazón, cruzando el salón de su casita de Erdington para ir a reunirse con uno más de sus pretendientes. Pasaba en medio de un revuelo de faldas, dejando una estela de perfume. «Qué guapa está, ¿verdad?», le decía su madre a su padre, mientras Barbara se moría de celos y tristeza. Poco antes se había derrumbado y le había revelado a su madre el acoso a que la sometían las otras niñas en el colegio.
– La belleza no lo es todo, cariño -le había dicho su madre-. Tú eres mucho más inteligente que Carol.
La mano le temblaba cuando se encendió un cigarrillo. Ahora su madre y su padre, Carol y su apuesto marido contable se encontraban bajo las incursiones aéreas. La guerra relámpago se había extendido más allá de Londres. En la edición censurada del Daily Mail que había comprado en la estación, había tenido noticias, con una semana de retraso, de las primeras incursiones sobre Birmingham. ¡Y ella sentada en una bonita casa, lamiéndose todavía las viejas heridas mientras su familia corría a los refugios antiaéreos! Era un comportamiento tan mezquino que se avergonzó. A veces se preguntaba si no tendría algún problema mental, si no estaría un poco chiflada. Se levantó y se puso la chaqueta y el sombrero. Visitaría el Prado y después iría a ver qué sabía aquel hombre. Se alegró de sentirse tan decidida.
El Museo del Prado tenía casi todas las paredes vacías; buena parte de los cuadros habían sido descolgados para que estuvieran más protegidos durante la guerra, y, hasta el momento, sólo unos cuantos habían vuelto a su sitio. El ambiente era frío y húmedo. Tomó un desayuno frugal en el pequeño café y se pasó un rato fumando hasta que llegó la hora de marcharse.
Sandy había observado que algo raro le ocurría; la víspera le había preguntado si se encontraba bien. Ella le había contestado que se aburría, y era cierto: desde que se habían instalado en la casa ella disponía de largas horas muertas. Entonces Sandy le preguntó si le gustaría trabajar como voluntaria; porque, en ese caso, quizás él pudiera encontrarle algo. Barbara respondió que sí para despistarlo, y él asintió con la cabeza, aparentemente satisfecho, y se fue al estudio a trabajar un poco más.
Sandy ya llevaba seis meses trabajando en lo que él llamaba su «proyecto de Ministerio de Minas». A menudo trabajaba hasta muy tarde y con frecuencia lo hacía en casa, mucho más duro de lo que Barbara hubiera visto jamás. Unas veces sonreía con un brillo de emoción en los ojos, como si guardara un maravilloso secreto; a Barbara no le gustaba aquella sonrisita enigmática. Otras veces se le veía distraído y preocupado. Decía que el proyecto era confidencial, que no le estaba permitido hablar de él. Y en ocasiones hacía misteriosas excursiones al campo. Colaboraba con un geólogo, un hombre apellidado Otero, que había visitado la casa en un par de ocasiones y que a Barbara le producía cierta desconfianza. Temía que ambos estuvieran implicados en algo ilegal; media España parecía estar trabajando en el estraperlo. Sandy tampoco hablaba demasiado de sus actividades en el comité de ayuda a los refugiados judíos de Francia. Barbara se preguntaba si Sandy creía que sus tareas de voluntario lo apartaban de la imagen que él quería proyectar de sí mismo como próspero y duro hombre de negocios, pese a que aquella faceta de su personalidad, la del hombre deseoso de ayudar a los necesitados, era precisamente la que le había atraído de él.
A las cuatro de la tarde dejó el Prado y se dirigió al centro. Mientras caminaba por las callejuelas sofocantes y polvorientas que olían a estiércol, vio que las tiendas empezaban a abrir después de la siesta. Los tacones de sus cómodos zapatos resonaban sobre los adoquines. Al doblar una esquina, vio a un anciano con una camisa gastada y sucia que trataba de subir a la acera un carro lleno de latas de aceite de oliva. Sujetaba el carro por las lanzas en un intento de sortear el alto bordillo. Detrás de él se alzaba un edificio recién pintado, encima de cuya puerta había un letrero con el yugo y las flechas. Mientras Barbara contemplaba la escena, dos jóvenes de camisa azul aparecieron en el umbral. Se inclinaron ante ella pidiéndole disculpas por impedirle el paso y le preguntaron al viejo si podían ayudarlo. El hombre soltó las lanzas con alivio y ellos tiraron del carro y lo subieron a la acera.
– Se me ha muerto el burro -les dijo el hombre-. Y no tengo dinero para comprarme otro.
– Muy pronto en España todo el mundo tendrá un caballo. Denos tiempo, señor.
– Lo tenía desde hacía veinte años. Me lo comí cuando se murió. Pobre Héctor, tenía una carne muy dura. Gracias, camaradas.
– De nada.
Los falangistas le dieron al viejo unas palmadas en la espalda y entraron de nuevo en la casa. Barbara bajó de la acera para permitirle el paso. Se preguntó si ahora las cosas empezarían a ir mejor. No lo sabía; después de cuatro años en España, se seguía sintiendo una forastera y había muchas cosas que no entendía.
Sabía que en la Falange había muchos idealistas que sinceramente deseaban mejorar la vida de los españoles; pero que muchos más se habían afiliado para aprovechar la ocasión de obtener beneficios ilícitos. Contempló una vez más el emblema del yugo y las flechas que, al igual que las camisas azules, le recordaba que los de la Falange eran fascistas, hermanos gemelos de los nazis. Vio que uno de los falangistas la miraba a través de la ventana, y apuró el paso.
El bar era un lugar oscuro y astroso. El obligatorio retrato de Franco, cubierto de manchas de grasa, colgaba detrás de la barra junto a la cual dos jóvenes charlaban tranquilamente. Una corpulenta mujer vestida de negro y con el pelo blanco lavaba vasos en el fregadero. Uno de los hombres iba con muleta; había perdido media pierna y llevaba los bajos de la pernera toscamente cosidos. Todos miraron a Barbara con curiosidad. Por regla general, únicamente las putas entraban solas en los bares, no las elegantes extranjeras con costosos vestidos y sombreritos redondos en la cabeza.
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