C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Un joven sentado a una mesa de la parte de atrás levantó una mano. Mientras ella se acercaba, el joven se levantó con una reverencia y le estrechó la mano con un fuerte y seco apretón.

– ¿Señora Forsyth?

– Sí -contestó ella en español, procurando no levantar la voz-. ¿Es usted Luis?

– En efecto. Tome asiento, por favor. Permítame que le traiga un café.

Mientras él se dirigía a la barra, Barbara lo estudió. Era un treintañero alto y delgado de cabello oscuro y rostro alargado y triste. Llevaba unos pantalones muy gastados y una chaqueta vieja cubierta de lamparones. Sus mejillas estaban cubiertas de una barba áspera, al igual que las de los otros hombres que se encontraban en el café; había escasez de cuchillas de afeitar en la ciudad. Caminaba como un soldado. Regresó con dos cafés y una bandeja con lo que parecían unas bolas de carne. Ella tomó un sorbo e hizo una mueca. Él la miró con una sonrisa irónica en los labios.

– Me temo que no es muy bueno.

– No se preocupe. -Barbara echó un vistazo a algo semejante a unas albóndigas pequeñas y marrones de las que asomaban unos delicados huesecillos-. ¿Qué son?

– Lo llaman pichones, pero yo creo que es otra cosa. No sé muy bien el qué. No lo recomendaría.

Barbara miró a Luis mientras comía, sacándose los huesecitos de la boca. Había decidido no decir nada y dejar que fuera él quien empezara. Se revolvió nerviosamente en su asiento y estudió aquel rostro de ojos grandes y oscuros.

– El señor Markby me ha contado que trata usted de localizar a un hombre que fue dado por desaparecido en el Jarama. Un inglés -precisó él en tono pausado.

– Sí, es cierto.

El joven asintió con la cabeza.

– Un comunista.

Con un estremecimiento de temor, Barbara se preguntó si sería un policía, si Markby la habría traicionado o lo habrían traicionado a él. Hizo un esfuerzo por conservar la calma.

– Mi interés es personal, no político. Era… era mi… mi novio antes de que yo conociera a mi marido. Pensé que había muerto.

Luis volvió a revolverse en su asiento y carraspeó.

– Usted vive en la España nacional y me han dicho que está casada con un hombre que tiene amigos en el Gobierno. Y, sin embargo, busca a un comunista que participó en la guerra. Perdone, pero me parece muy raro.

– Yo trabajaba en la Cruz Roja; éramos un organismo neutral.

Él esbozó una sonrisa amarga.

– Tuvo suerte. No hay ningún español que haya podido ser neutral durante mucho tiempo. -La miró detenidamente-. O sea que no es contraria a la Nueva España.

– No. El general Franco venció, y eso es lo que hay. Gran Bretaña no es enemiga de España. -«Al menos por el momento», pensó.

– Perdone -dijo Luis extendiendo las manos en un repentino gesto de disculpa-. Es que he de proteger mi propia situación, tengo que andarme con cuidado. ¿Su marido no sabe nada de esta… búsqueda?

– No.

– Pues procure que todo siga igual, señora. Si sus investigaciones trascendieran, podrían causarle problemas.

– Lo sé -reconoció Barbara. El corazón le empezaba a latir de emoción. Si él no tuviera ninguna información, no se habría mostrado tan precavido y cauteloso. Pero ¿de cuánto estaría al corriente? ¿Dónde lo habría encontrado Markby?

Luis volvió a mirarla con interés.

– Supongamos que usted encuentra a este hombre, señora Forsyth. ¿Qué desearía hacer en tal caso?

– Desearía que lo repatriaran. En su calidad de prisionero de guerra, tendrían que devolverlo a casa. Eso es lo que dice la Convención de Ginebra.

Luis se encogió de hombros.

– No es así como el Generalísimo ve las cosas. No le gustaría que un hombre que vino a nuestro país para combatir españoles fuera devuelto a casa sin más. Y, en caso de que se insinuara públicamente la existencia de prisioneros de guerra en España, puede que semejantes prisioneros desaparecieran. ¿Me comprende?

Ella lo miró directamente a los ojos, profundos e impenetrables.

– ¿Qué es lo que sabe? -le preguntó.

Él se inclinó hacia delante. Un olor áspero a carne escapaba de su boca. Barbara hizo un esfuerzo para no echarse hacia atrás.

– Mi familia es de Sevilla -dijo-. Cuando las tropas de Franco tomaron la ciudad, mi hermano y yo fuimos reclutados y nos pasamos tres años luchando contra los rojos. Después de la victoria, parte del ejército se disolvió, pero algunos de nosotros tuvimos que quedarnos, y a Agustín y a mí nos destinaron a servicios de guardia en un campo cerca de Cuenca. ¿Sabe usted dónde está eso?

– Markby me lo comentó. De camino a Aragón, ¿verdad?

Luis asintió con la cabeza.

– Así es. Donde están las famosas «casas colgadas».

– ¿Las qué?

– Son unas casas viejas construidas justo al borde de una garganta que discurre al lado de la ciudad y que parecen colgar por encima de ella. A algunos les parecen preciosas. -Suspiró-. Cuenca está en la zona más elevada de la meseta… te mueres de calor en verano y te congelas de frío en invierno. Ésta es la única época del año soportable; la nieve y las heladas no tardarán en llegar. Yo pasé dos inviernos allí y le aseguro que tuve más que suficiente.

– ¿Cómo es ese campo?

Luis se revolvió de nuevo en su asiento y bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

– Un campo de trabajos forzados. Uno de los campos que no existen oficialmente. Éste era para los prisioneros de guerra republicanos. A unos ocho kilómetros de Cuenca, allá arriba, en Tierra Muerta.

– ¿Dónde?

– En una zona de colinas peladas al pie de los montes de Valdemeca. Así es como la llaman.

– ¿Cuántos prisioneros?

Luis se encogió de hombros.

– Unos quinientos, más o menos.

– ¿Extranjeros?

– Unos cuantos. Polacos, alemanes, gente cuyos países no desean que vuelva.

Ella le sostuvo la mirada con firmeza.

– ¿Cuándo lo encontró el señor Markby? ¿Cuándo le contó usted todo esto?

Luis vaciló y se rascó las ásperas mejillas.

– Perdone, señora, eso no se lo puedo decir. Sólo le diré que algunos veteranos sin trabajo contamos con nuestros lugares de reunión y algunos tienen unos contactos que el Gobierno preferiría que no tuvieran.

– ¿Con periodistas extranjeros, por ejemplo, para venderles historias?

– No puedo decirle más -contestó él. Pareció lamentarlo sinceramente y volvió a recuperar su anterior aspecto de persona muy joven.

Ella asintió con la cabeza, respiró hondo y notó que se le formaba un nudo en la garganta.

– ¿Cómo eran las condiciones en el campo?

Luis sacudió la cabeza.

– No muy buenas. Unas barracas de madera rodeadas por una alambrada de púas. Tiene que comprenderlo; a esa gente jamás la pondrán en libertad. Trabajan en canteras y arreglan carreteras. No hay suficiente comida. Muchos mueren, que es lo que el Gobierno quiere que ocurra con todos.

Barbara se esforzó por conservar la calma. Tenía que comportarse como si Luis fuese un funcionario extranjero que estuviera hablándole de un campo de refugiados sobre el cual ella necesitaba información. Sacó una cajetilla de cigarrillos y se la ofreció.

– ¡Cigarrillos ingleses! -Luis encendió uno y saboreó el humo, cerrando los ojos. Cuando volvió a mirarla, la expresión de su rostro era dura e implacable-. ¿Era fuerte su brigadista, señora Forsyth?

– Sí, lo era. Un hombre fuerte.

– Sólo los fuertes sobreviven.

Barbara sintió que las lágrimas asomaban a sus ojos y parpadeó para contenerlas. Era la clase de cosa que él le habría dicho si la estuviera engañando; habría intentado apelar a sus emociones. Y, sin embargo, su relato sonaba a verdadero. Hurgó en su bolso, sacó la fotografía de Bernie y la deslizó sobre la mesa hacia Luis, que la estudió un momento y negó con la cabeza.

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