C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¿No se les podría trasladar a otro sitio? -le preguntó a Monique-. Este humo es muy malo para ellos.

Monique negó con la cabeza.

– Hay miles de refugiados en esta ciudad, y cada día son más. Tuvimos suerte de que un funcionario se tomara la molestia de encontrar un sitio para estos niños.

Fue un alivio salir otra vez al exterior a pesar del ardiente sol. Monique saludó con la mano a un miliciano.

– Salud -contestó éste.

Monique le ofreció a Barbara un cigarrillo y la miró inquisitivamente.

– Es así en todas partes -le dijo.

– No puedo soportarlo. Yo era enfermera antes de trasladarme a Ginebra. -Bárbara exhaló una nube de humo-. Pero es que… estos niños, ¿volverán a ser lo que eran cuando regresen a sus casas?

– Nadie en España volverá a ser jamás lo que era -contestó Monique en un súbito arrebato de furia y desesperación.

En noviembre de 1936 Franco ya había llegado a las afueras de Madrid. Pero sus fuerzas tuvieron que detenerse en la Casa de Campo, el antiguo bosque real situado justo al oeste de la ciudad. Ahora la aviación rusa protegía la ciudad y caían menos bombas. Se habían levantado unas cercas provisionales de tablas para cubrir los edificios bombardeados y en ellas se exhibían más retratos de Lenin y Stalin. Había pancartas en todas las calles. ¡NO PASARÁN! La determinación de resistir era aún más fuerte que en verano y Barbara la admiraba, aunque se preguntaba cómo podría sobrevivir al frío invernal. Con sólo una carretera de acceso a la ciudad todavía abierta, las provisiones ya empezaban a escasear. Barbara casi deseaba que Franco tomara Madrid de una vez para que así terminara la guerra, a pesar de las terribles historias que se contaban acerca de las atrocidades cometidas por los nacionales. En el bando republicano también abundaban; pero las de Franco, fríamente sistemáticas, parecían peores.

A los dos meses, Barbara ya se había acostumbrado en la medida en que una persona podía habituarse a semejante situación. Se había anotado muchos éxitos, había conseguido el intercambio de docenas de refugiados, y ahora la Cruz Roja intentaba negociar intercambios de prisioneros entre la zona republicana y la nacional. Se enorgullecía de la rapidez con que aprendía español. Pero los niños seguían en el convento… su caso había caído en una especie de abismo burocrático. Pese a que llevaba semanas sin cobrar, Anna, la enfermera, había permanecido en su puesto. Por lo menos, los niños no se darían a la fuga; les daban miedo las hordas rojas que había al otro lado de los muros del convento.

Un día Barbara y Monique se pasaron toda una tarde en el Ministerio del Interior, tratando una vez más de conseguir el intercambio de niños. Cada vez hablaban con un funcionario distinto, y el de ese día era aún menos servicial que los anteriores. Llevaba la chaqueta negra de cuero que lo identificaba como comunista pero que a él le sentaba un poco rara, porque era grueso y de mediana edad y tenía pinta de empleado de banca. Se pasó el rato fumando cigarrillos sin ofrecerles ninguno a ellas.

– No hay calefacción en el convento, camarada -dijo Barbara-. Con el frío que se avecina, los niños enfermarán.

El hombre soltó un gruñido. Se inclinó y cogió una sobada carpeta de entre el montón que tenía encima del escritorio. La leyó, dando caladas al pitillo, y después miró a las mujeres.

– Son niños pertenecientes a acaudaladas familias católicas. Si vuelven, les harán preguntas acerca de los dispositivos militares que tenemos aquí.

– Apenas han salido del edificio. Les da miedo hacerlo.

Barbara se sorprendió de la soltura con que hablaba español cuando estaba alterada. El funcionario esbozó una sonrisa siniestra.

– Sí, porque a los rojos nos temen. No me gusta la idea de que vuelvan a casa. La seguridad lo es todo. -Dejó la carpeta nuevamente en su sitio-. Todo.

Mientras abandonaban el ministerio, Monique meneó la cabeza con desesperación.

– La seguridad. La eterna excusa para las peores atrocidades.

– Tendremos que echar mano de otro plan de acción. ¿Y si desde Ginebra se pudieran poner en contacto con el ministro?

– Lo dudo.

Barbara suspiró.

– Habrá que intentarlo. Tendré que organizar el envío de más provisiones para ellos. Dios mío, qué cansada estoy. ¿Vamos a tomar algo?

– No, tengo que hacer la colada. Nos vemos mañana.

Barbara vio alejarse a Monique. Se dejó arrastrar por una oleada de cansancio. Era consciente de lo lejos que estaba de la confraternidad, la solidaridad que reinaba entre los habitantes de la ciudad. Decidió irse a un bar cercano a la Puerta del Sol en el que a veces se reunían súbditos ingleses, personal de la Cruz Roja, periodistas y diplomáticos.

El bar estaba casi desierto, no había ningún conocido. Pidió una copa de vino y fue a sentarse a una mesa del rincón. No le gustaba sentarse sola en los bares, pero tal vez más tarde entrara algún conocido.

Al cabo de un rato, oyó la voz de un hombre que hablaba el típico inglés de las escuelas privadas, con vocales largas y perezosas. Levantó los ojos y vio su rostro reflejado en el espejo que había detrás de la barra. Le pareció el hombre más atractivo que jamás hubiera visto.

Lo estudió con disimulo. El forastero permanecía de pie junto a la barra, hablando un titubeante español. Vestía una camisa barata y un mono de trabajo y llevaba un brazo en cabestrillo. Era un veinteañero de hombros anchos y cabello rubio oscuro. Tenía un rostro largo y ovalado, unos ojos muy grandes y una boca fuerte de labios carnosos. Se le veía incómodo por el hecho de encontrarse solo en aquel lugar. Su mirada se cruzó con la de Barbara a través del espejo, y entonces ella apartó la suya y experimentó un sobresalto cuando el camarero se le acercó envuelto en su delantal blanco y le preguntó si quería otra copa. El hombre sostenía la botella en la mano, y ella le golpeó involuntariamente el codo con el suyo; eso hizo que la botella se le cayera ruidosamente sobre la mesa y el vino se derramara sobre sus pantalones.

– Ay, perdón. Ha sido culpa mía, perdone.

El camarero parecía molesto. Quizá fuese el único par de pantalones que tenía. Empezó a secarse con una servilleta.

– Cuánto lo siento. Le pagaré la limpieza, yo…

A Barbara se le atragantaron las palabras y olvidó sus conocimientos de español. Después, oyó a su lado la pausada voz del inglés.

– Disculpe, ¿es usted inglesa? ¿Puedo ayudarla en algo?

– No… no, no se preocupe.

El camarero se tranquilizó y ella se ofreció a pagarle la botella junto con la limpieza de los pantalones; entonces el hombre se retiró más calmado para ir por otra copa. Barbara miró muy nerviosa al inglés.

– Qué estúpida soy. Siempre he sido muy torpe.

– Son cosas que pasan -dijo él, tendiéndole una mano de dedos largos bronceados por el sol. La muñeca, cubierta por un fino vello rubio, reflejaba la luz y brillaba como el oro. Barbara vio que tenía el otro brazo escayolado desde más arriba del codo hasta la muñeca. El muchacho tenía unos ojos grandes y de color aceituna oscuro, como si fuera español-. Bernie Piper -añadió, estudiándola con curiosidad-. Está usted muy lejos de casa.

– Barbara Clare. Pues sí, me temo que en efecto estoy muy lejos. Colaboro con la Cruz Roja.

– ¿Le importa que me siente? Hace semanas que no hablo inglés con nadie.

– Bueno, yo… no, siéntese, por favor. Y así empezó todo.

Alguien de la oficina del Daily Express en Madrid había llamado a Barbara tres días antes, diciéndole que había un hombre que tal vez pudiera ayudarla. Se llamaba Luis y podría reunirse con ella en un bar de la parte antigua de la ciudad el lunes por la tarde. Ella había pedido hablar con Markby, pero no estaba. Mientras colgaba el auricular, Barbara se preguntó si el teléfono estaría intervenido; Sandy le dijo que no, pero ella había oído que intervenían los teléfonos de todos los extranjeros.

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