Había más gente en la calle, en especial trajeados oficinistas de clase media que regresaban a casa. Pasó por debajo de un arco y se encontró en la Plaza Mayor, el centro del viejo Madrid donde solían celebrarse festivales y pronunciamientos. Las dos grandes fuentes estaban secas, pero alrededor de la enorme plaza seguía habiendo cafés con mesitas donde unos cuantos empleados de oficina permanecían sentados tomando café o coñac. Pero incluso allí los escaparates estaban casi vacíos y la pintura de los viejos edificios medio desconchada. Los mendigos estaban acurrucados junto a algunos de los portales ornamentados. Una pareja de guardias civiles recorría el perímetro de la plaza.
Harry permaneció de pie sin saber qué hacer, preguntándose dónde se podría tomar un café. Las farolas, que proyectaban una luz débil y blanca, ya empezaban a encenderse. Harry recordó lo fácil que era perderse por las callejuelas o entrar en una taberna. Dos mendigos se habían levantado y se dirigían a él. Dio media vuelta.
Mientras abandonaba la plaza, observó que una mujer que caminaba delante se detenía en seco, dándole la espalda. Se trataba de una mujer elegantemente vestida de blanco con un sombrerito encasquetado sobre el cabello pelirrojo. El también se detuvo, asombrado. Seguro que era Barbara. El cabello y los andares no podían ser sino suyos. La mujer reanudó la marcha, dobló rápidamente la esquina de una calle lateral apurando el paso y su figura se desvaneció, convertida en una borrosa mancha blanca en plena oscuridad.
Harry echó a correr tras ella, pero se detuvo indeciso en la esquina sin saber si seguirla. Era imposible que fuese Barbara, seguro que no seguía viviendo allí. Además, Barbara jamás hubiera vestido semejante clase de ropa.
Aquella mañana Barbara había despertado, como de costumbre, al dar las siete en el reloj de la iglesia de la acera de enfrente. Salió del sueño rodeada por el calor del cuerpo de Sandy, que dormía a su lado con el rostro apoyado sobre su hombro. Se movió, y él emitió un murmullo suave como el de un niño. Entonces lo recordó, y una punzada de remordimiento la traspasó de parte a parte. Aquel día se tenía que reunir con el contacto de Markby; la culminación de todas las mentiras que le había estado contando.
Él se volvió sonriendo, con los ojos medio adormilados.
– Buenos días, cariño.
– Hola, Sandy -le dijo, acariciándole la barba áspera de la mejilla.
Sandy lanzó un suspiro.
– Será mejor que me levante. Tengo una reunión a las nueve.
– Desayuna como Dios manda, Sandy. Dile a Pilar que te prepare algo.
Sandy se restregó los ojos.
– No te preocupes, me tomaré un café por el camino. -Se inclinó con una picara sonrisa en los labios-. Te dejo con tu desayuno a la inglesa. Te puedes comer todas las palomitas de maíz.
Le dio un beso, se levantó y abrió el armario que había junto a la cama. Mientras él elegía la ropa que se iba a poner, Barbara contempló su tórax musculoso y su vientre plano. Sandy no hacía ejercicio ni se cuidaba en las comidas; era un milagro que conservase la figura, pero lo cierto es que la conservaba. El captó su mirada y esbozó aquella media sonrisa suya a lo Clark Gable.
– ¿Quieres que vuelva a la cama?
– Tienes que irte. ¿Qué te espera esta mañana, el comité judío?
– Sí. Han llegado cinco mil nuevas familias. Sólo con lo que pudieron llevarse de Francia.
– Ten cuidado, Sandy. No molestes al régimen.
– Franco no se cree su propia propaganda antijudía. Tiene que seguirle la corriente a Hitler.
– Me gustaría que me dejaras ayudarte. Tengo mucha experiencia en el trato con los refugiados.
– Son cosas de tipo diplomático. No es trabajo para una mujer; ya sabes cómo son los españoles en esto.
Ella lo miró muy seria y volvió a sentirse culpable.
– Lo que estás haciendo es una buena labor, cariño.
Sandy sonrió.
– Quiero expiar mis pecados -dijo-. Volveré tarde, tengo una reunión en el Ministerio de Minas que durará toda la tarde. -Se acercó a la mesa del tocador. Desde lejos y sin las gafas, el rostro de él se convirtió para Barbara en una mancha borrosa. Sandy colgó en el respaldo de una silla el traje que había elegido y se dirigió hacia el cuarto de baño. Ella alargó la mano para coger un cigarrillo y se quedó tumbada fumando mientras él tomaba una ducha. Sandy regresó a la habitación, se afeitó y se vistió. Se acercó de nuevo a la cama y se inclinó para darle un beso, ahora con las mejillas más suaves.
– Eso está muy bien para algunos -dijo.
– Eres tú quien me enseñó a ser perezosa, Sandy.
Barbara lo miró con una triste sonrisa en los labios.
– ¿Qué vas a hacer hoy?
– No gran cosa. Pensaba acercarme al Prado más tarde.
Se preguntó si Sandy se habría percatado del leve temblor de su voz al decir aquella mentira, pero él se limitó a acariciarle la mejilla con la mano antes de encaminarse hacia la puerta y convertirse de nuevo en una mancha borrosa.
Había conocido a Markby en el transcurso de una cena que ambos habían ofrecido tres semanas atrás. Casi todos los invitados eran funcionarios del Gobierno que iban acompañados de sus esposas; cuando las mujeres se levantaran de la mesa, los hombres se ocuparían de sus asuntos y quizá se entonara algún himno falangista. Pero también estaba Terry Markby, un reportero del Daily Express a quien Sandy había conocido en uno de los bares frecuentados por gente de la Falange. Era un hombre tímido de mediana edad, vestido con un esmoquin que le iba demasiado grande. Se lo veía incómodo, y Barbara se compadeció de él. Le preguntó en qué trabajaba y él se inclinó hacia ella y en voz baja contestó:
– Trato de averiguar algo sobre estos campos de concentración para presos republicanos. -Hablaba con un marcado acento de Bristol-. Beaverbrook no habría aceptado esa clase de reportajes durante la Guerra Civil, pero ahora es distinto.
– He oído rumores -dijo ella cautelosamente-. Pero, si hubiera habido algo así, estoy segura de que la Cruz Roja lo habría descubierto. Yo trabajaba para ellos, ¿sabe? Durante la Guerra Civil.
– ¿En serio? -Markby la miró con asombro. Barbara sabía que aquella noche se había mostrado más torpe e inepta que de costumbre y que incluso había cometido errores en español. Cuando entró en la cocina para supervisar las tareas de Pilar, los cristales de las gafas se le empañaron y, al salir, se los limpió con el dobladillo y vio que Sandy la miraba con expresión de reproche.
– Pues sí -contestó con cierta aspereza-. Y, si hubieran desaparecido muchas personas, ellos se habrían enterado.
– ¿En qué lado del frente estaba usted?
– En ambos, en distintos períodos.
– Fue algo tremendo.
– Era una guerra civil, español contra español. Hay que comprenderlo para poder entender las cosas que ocurrieron aquí.
El periodista hablaba en tono pausado. Sentada a su otro lado, Inés Vilar Cuesta encabezaba una enérgica petición de medias de nailon por parte de las señoras.
– Muchos han sido detenidos tras la victoria de Franco. Sus familiares pensaron que habían sido fusilados, pero un número importante de ellos fueron trasladados a campos. Y se hicieron muchos prisioneros durante la guerra, hombres dados por desaparecidos y presuntamente muertos. Franco los está utilizando como mano de obra forzada.
Barbara frunció el entrecejo. Había intentado decirse a sí misma durante mucho tiempo que, ahora que Franco había ganado, se le tenía que apoyar en la tarea de reconstruir España. Pero cada vez le resultaba más difícil cerrar los ojos ante lo que allí ocurría; sabía que lo que le estaba diciendo el periodista podía tener algo de verdad.
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