C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– ¿Hay pruebas? -preguntó-. ¿Quién se lo ha dicho?

El hombre sacudió la cabeza.

– Lo siento, pero no se lo puedo decir. No estoy autorizado a revelar mis fuentes. -Miró alrededor con expresión de hastío-. Y mucho menos aquí.

Ella titubeó y después bajó la voz hasta convertirla en un susurro.

– Conozco a alguien que fue dado por desaparecido y se cree que ha muerto. Mil novecientos treinta y siete, en el Jarama. Un brigadista internacional inglés.

– ¿Del bando republicano?

Markby enarcó una pálida ceja.

– Jamás compartí sus puntos de vista políticos. No me interesa la política. Pero está muerto -añadió categóricamente-. Nunca encontraron su cuerpo. El Jarama fue espantoso, miles de muertos. Miles.

Incluso en aquellos momentos, después de tres años, se le encogía el estómago sólo de pensarlo.

Markby ladeó la cabeza con expresión pensativa.

– Me consta que casi todos los prisioneros extranjeros fueron enviados a casa. Pero tengo entendido que algunos escaparon de la red, por así decirlo. Si usted pudiera facilitarme su nombre y su graduación, quizá consiguiese averiguar algo. Los prisioneros de guerra están en un campo aparte, cerca de Cuenca.

Barbara miró a sus invitados. Las mujeres se habían congregado alrededor de un alto funcionario de la Dirección General de Abastecimiento, e insistían en que les consiguiera medias de nailon. Aquella noche vio la cara más desagradable de la Nueva España, voraz y corrupta. Sandy, a la cabecera de la mesa, los miraba a todos con una sonrisa sarcástica en los labios. Era un reflejo de la clase de seguridad que la educación privada le otorgaba a uno. A Barbara le llamó la atención el hecho de que, pese a sus treinta y un años, su engominado cabello negro peinado hacia atrás y su bigote, Sandy ofreciese el aspecto de alguien diez años mayor. Era una imagen que él cultivaba con esmero. Se volvió hacia Markby, respirando hondo.

– Es inútil. Bernie está muerto.

– Pues, si estuvo en el Jarama, no es probable que sobreviviera. Aunque nunca se sabe. Con probar no se pierde nada. -Markby la miró sonriendo.

Tenía razón, pensó Barbara, aunque sólo hubiera una mínima posibilidad.

– Se llamaba Bernard Piper -dijo rápidamente-. Era un soldado. Pero no…

– ¿Qué?

– Alimente falsas esperanzas.

Él la estudió con la mirada inquisitiva propia de un periodista.

– Jamás lo haría, señora Forsyth. Es sólo una remota posibilidad. Pero merece la pena echar un vistazo.

Ella asintió con la cabeza. Markby contempló al grupo de invitados en el que los esmóquines y los vestidos de alta costura se mezclaban con uniformes militares, y volvió a mirar a Barbara con perspicaz interés.

– Ahora se mueve usted en otros ambientes.

– Me enviaron a trabajar a la zona nacional después de que Bernie… Después de su desaparición. Allí conocí a Sandy.

Markby señaló con la cabeza a los invitados.

– Puede que a los amigos de su marido no les guste que usted ande buscando a un prisionero de guerra.

Barbara titubeó.

– No -dijo.

Markby le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

– Ya me encargaré yo. Veré si puedo averiguar algo. Entre nous.

– Dudo que pueda sacar un reportaje de todo eso -dijo ella, sosteniéndole la mirada.

Él se encogió de hombros.

– Cualquier cosa con tal de ayudar a un compatriota -repuso.

Esbozó una sonrisa dulce e ingenua, aunque de ingenuo no tenía nada. Si localizaba a Bernie, pensó Barbara, y la historia se divulgaba, sería el final de todo lo que ella había conseguido allí. Se escandalizó al darse cuenta de que lo único que le importaba era que Bernie estuviera vivo.

Se levantó y se puso la bata de seda que Sandy le había regalado por Navidad. Abrió la ventana; otro día caluroso con el jardín lleno de flores. Le resultó extraño pensar que, en cuestión de seis semanas, el invierno volvería a estar allí con sus nieblas y sus heladas.

Tropezó con una silla, soltó una maldición y sacó las gafas que guardaba en el cajón del tocador. Se miró en el espejo. Sandy insistía en que prescindiera de ellas siempre que pudiese y que se aprendiera debidamente la disposición de la vivienda para no tropezar con las cosas.

– Sería muy divertido, cariño -le decía-, pasear tranquilamente por ahí saludando a la gente sin que nadie supiera que eres un poco corta de vista.

Sandy no soportaba que llevase gafas; pero aunque a ella tampoco le gustaban, seguía poniéndoselas cuando estaba a solas. Las necesitaba, sencillamente.

– Menuda idiotez -musitó mientras se quitaba los rulos y se pasaba el peine por el espeso cabello cobrizo y ondulado.

Aquel peluquero era muy bueno, ahora iba siempre bien peinada. Se aplicó cuidadosamente el maquillaje, máscara para realzar sus claros ojos verdes y polvos para acentuar los pómulos. Todo aquello se lo había enseñado Sandy. «Puedes decidir tu aspecto, ¿sabes? -le había dicho-. Conseguir que la gente te vea tal como tú quieres. Si es que quieres.» Al principio, ella no se lo acababa de creer, pero él había insistido y, al final, había resultado que tenía razón: por primera vez en su vida había empezado a poner en duda su fealdad. Hasta con Bernie le había costado averiguar qué había visto en ella, pese a las incesantes muestras de cariño que él le ofrecía. Las lágrimas asomaron a sus ojos. Parpadeó rápidamente para contenerlas. Aquel día necesitaba ser fuerte y tener la mente despejada.

No se reuniría con el contacto de Markby hasta última hora de la tarde. Primero iría a El Prado. No soportaba quedarse encerrada en casa todo el día, esperando. Se puso su mejor vestido de calle, el blanco con estampado de rosas.

Llamaron a la puerta y apareció Pilar. La chica tenía un redondo rostro de expresión enfurruñada y un ensortijado cabello negro que pugnaba por escapar de debajo de su cofia de sirvienta. Barbara se dirigió a ella en español:

– Por favor, Pilar, prepare el desayuno. Hoy quiero un buen desayuno: tostadas, zumo de naranja y huevos, por favor.

– No hay zumo, señora, ayer no había naranjas en las tiendas.

– No importa. Dígale a la asistenta que salga más tarde a ver si encuentra algunas, por favor.

La chica se retiró. Barbara pensaba que ojalá sonriera alguna vez. Pero quizás hubiese perdido a algún familiar en la guerra, como le ocurría a casi todo el mundo. En ocasiones Barbara creía percibir una pizca de desprecio cuando Pilar la llamaba «señora», como si supiera que ella y Sandy no estaban realmente casados. Se decía que eran figuraciones suyas. No tenía experiencia con la servidumbre y, al llegar a la casa, se había sentido muy incómoda con Pilar, nerviosa y con ganas de complacer. Sandy le había dicho que tenía que impartir las órdenes con claridad y precisión y mantener las distancias. «Lo prefieren así, cariño.» Recordó lo que le había dicho María Herreira sobre la conveniencia de no fiarse jamás de las criadas: todas eran chicas de pueblo, y la mitad, rojas. Sin embargo, María era una mujer muy amable que trabajaba como voluntaria en el cuidado de ancianos por cuenta de la iglesia. Encendió otro cigarrillo y bajó a desayunar las palomitas de maíz que Sandy le conseguía como por arte de magia en un Madrid sometido a racionamiento y medio muerto de hambre.

Al estallar la guerra en 1936, Barbara llevaba tres años trabajando en el cuartel general de la Cruz Roja, en Ginebra. Estaba adscrita a la sección de Desplazados, donde se buscaba el rastro de miembros desaparecidos de familias de la Europa oriental desgarradas por la Primera Guerra Mundial y todavía desaparecidos. Comparaba nombres y documentos, escribía cartas a ministerios de Interior, desde Riga hasta Budapest. Conseguía poner en contacto a tantas personas con sus familias que la tarea merecía la pena. Aun en el caso de que todos los parientes hubieran muerto, al menos las familias lo sabían con certeza.

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