C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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Se dirigió al dormitorio. La cama estaba recién hecha y se tumbó en ella, súbitamente cansado; había sido un día muy largo. Ahora que ya se habían ido los niños que jugaban, le volvió a llamar la atención el silencio del exterior, como si Madrid estuviera envuelto en un sudario. Era una ciudad ocupada, había dicho Tolhurst. Percibió el zumbido de la sangre en sus oídos; lo notaba más fuerte en el oído malo. Pensó que tenía que deshacer la maleta, pero dejó que su mente regresara a 1931, a su primera visita a Madrid. Él y Bernie, ambos de veinte años, habían acabado cerca de la estación de Atocha un día de julio con sus mochilas a la espalda. Recordó que, al salir de la estación y dejar atrás el olor a hollín que la impregnaba, había visto bajo la luz radiante del sol la bandera roja, amarilla y morada de la República ondear en el ministerio de la acera de enfrente, contra un cielo azul cobalto tan brillante que lo había obligado a cerrar los ojos.

Cuando Sandy Forsyth fue expulsado ignominiosamente de Rookwood, Bernie regresó al estudio y reanudó su amistad con Harry: dos muchachos reposados y estudiosos que preparaban su ingreso en Cambridge. Por aquel entonces, Bernie solía reservarse sus puntos de vista políticos. En el último curso consiguió formar parte del equipo de la llamada Rugby Union y disfrutó de la rápida brutalidad de aquel deporte. Harry prefería el criquet; cuando alcanzó el primer once, fue uno de los momentos más trascendentales de su vida.

Siete alumnos de sexto de aquel año eran candidatos al ingreso en Cambridge. Harry quedó segundo y Bernie primero, ganador del premio de cincuenta libras donado por un ex alumno. Bernie dijo que era más dinero del que jamás hubiera imaginado ver, y mucho menos poseer. En otoño ambos se fueron a Cambridge, pero a distintos colegios; por cuyo motivo sus caminos se separaron y Harry entró a formar parte de un serio y estudioso grupo de alumnos, mientras que Bernie se incorporaba a los grupos socialistas, cansados de los estudios. Seguían viéndose de vez en cuando para tomar una copa, aunque de forma cada vez más esporádica. Harry llevaba más de un mes sin ver a Bernie cuando éste entró en sus dominios una mañana de verano, a finales de su segundo curso.

– ¿Qué vas a hacer estas vacaciones? -preguntó Bernie en cuanto Harry hubo terminado de preparar el té.

– Me iré a Francia. Ya está decidido. Pasaré el verano viajando por allí para mejorar mis conocimientos de francés. En principio, mi primo Will y su mujer iban a acompañarme, pero ella se ha quedado embarazada. -Harry suspiró; se había llevado una decepción, y el hecho de viajar solo lo ponía nervioso-. ¿Tú volverás a trabajar en la tienda?

– No. Pasaré un mes en España. Allí están ocurriendo cosas extraordinarias.

Harry había elegido el español como segunda lengua y sabía que en abril de ese año la monarquía había caído. Se había proclamado la República con un gobierno de liberales y socialistas empeñados, según decían ellos, en llevar la reforma y el progreso a uno de los países más atrasados de Europa.

– Quiero verlo -dijo Bernie con el rostro iluminado por el entusiasmo-. Esta nueva Constitución es una Constitución del pueblo; se acabaron los terratenientes y la Iglesia. -Miró a Harry con expresión pensativa-. Pero a mí tampoco me apetece ir a España solo. He pensado que a lo mejor a ti te gustaría venir. A fin de cuentas, hablas el idioma. ¿Por qué no ir también a ver España, verla directamente en lugar de leer a viejos y polvorientos dramaturgos españoles? Yo podría ir a Francia primero si tú no quieres ir solo -añadió-. Me gustaría visitarla. Y después podríamos ir juntos a España -concluyó con una sonrisa.

Bernie siempre había sido muy convincente.

– Pero España es bastante primitiva, ¿verdad? ¿Cómo nos vamos a orientar allí?

Bernie se sacó del bolsillo un maltrecho carnet del Partido Laborista.

– Esto nos va a ser muy útil. Te presentaré a la hermandad socialista internacional.

Harry esbozó una sonrisa.

– ¿Puedo cobrar como intérprete?

Había comprendido que aquél era el motivo por el cual Bernie quería que lo acompañara y experimentó una inesperada tristeza.

Subieron al transbordador de Francia en julio. Pasaron diez días en París y después viajaron al sur en tren, pernoctando por el camino en albergues baratos. Fueron unos días perezosos y agradables en el transcurso de los cuales recuperaron el viejo compañerismo que los había unido en Rookwood. Bernie estudiaba a marchas forzadas una gramática española en su afán de conversar con la gente en su idioma. Transmitió a Harry parte de su entusiasmo por lo que él llamaba «la nueva España», y ambos miraron con ansia por la ventanilla cuando el tren entró en la estación de Atocha aquella calurosa mañana estival.

Madrid era un lugar emocionante y extraordinario. De paseo por el centro, ambos pudieron ver edificios engalanados con banderas socialistas y anarquistas, carteles de manifestaciones y convocatorias de huelgas cubriendo las desconchadas paredes de los viejos edificios. En cada rincón se veían iglesias quemadas, lo que hacía temblar a Harry pero provocaba en Bernie siniestras sonrisas de placer.

– No es precisamente el paraíso de los obreros -dijo Harry, enjugándose el sudor de la frente.

El calor era insoportable, un calor que ninguno de aquellos dos muchachos ingleses había imaginado que pudiera existir. Se encontraban en la ardiente y polvorienta Puerta del Sol. Los vendedores ambulantes, con sus carros tirados por asnos, sorteaban los tranvías mientras unos desarrapados limpiabotas permanecían tumbados a la sombra junto a las paredes de los edificios. Unas ancianas envueltas en negras manteletas caminaban con paso cansino; semejaban unos pajarracos polvorientos y hediondos.

– Pero, Harry, por Dios, esta gente lleva siglos de opresión -dijo Bernie-. En buena medida a manos de la Iglesia. Casi todos esos templos quemados estaban llenos de oro y plata. Se tardará mucho tiempo en volver a la normalidad.

Consiguieron habitación en el segundo piso de un hotel ruinoso, en una callejuela adyacente a la Puerta del Sol. En el balcón del edificio de enfrente solían descansar unas prostitutas que dirigían, entre risas, comentarios obscenos al otro lado de la calle. Harry se ruborizaba y se apartaba, pero Bernie les contestaba a gritos, diciéndoles que no tenían dinero para semejantes lujos.

El calor seguía causando estragos; durante las horas más calurosas del día, se quedaban tumbados en las camas del hostal con las camisas desabrochadas, leyendo o dormitando mientras saboreaban la menor brisa que se pudiera filtrar por la ventana. Después, a última hora de la tarde, salían a dar una vuelta por la ciudad antes de pasarse la noche en los bares.

Una noche entraron en un bar del barrio La Latina llamado El Toro, en el que se anunciaba baile flamenco. Bernie lo había visto, lleno de optimismo y esperanza, en el periódico El Socialista que había conseguido que Harry le tradujera. Al llegar allí, se asombraron al ver las cabezas de toro que adornaban las paredes. Los demás clientes, que eran obreros, miraron a Bernie y Harry con curiosidad mientras se daban divertidos codazos los unos a los otros. Los muchachos pidieron un grasiento cocido y se sentaron en un banco, bajo el anuncio de una huelga y junto a un corpulento sujeto moreno de bigotes caídos. Todos los murmullos de las conversaciones cesaron de golpe cuando dos hombres enfundados en ajustadas chaquetas y tocados con negros sombreros redondos se acercaron al centro del local guitarra en mano. Los siguió de inmediato una mujer ataviada con una ancha falda roja y negra, un ceñido y largo corpiño y una mantilla en la cabeza. Todos tenían el rostro enjuto y una piel tan oscura que a Harry le hicieron recordar a Singh, su compañero indio de Rookwood. Los hombres se pusieron a tocar y la mujer empezó a cantar con tal vehemencia que captó la atención de Harry pese a que no podía seguir sus palabras. Interpretaron tres canciones, cada una de ellas acogida con grandes aplausos. Después, uno de los hombres pasó el sombrero.

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