C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Exacto. Después de la Guerra Civil, éstos aborrecen con toda su alma a los rojos, como es lógico.

Tolhurst enmudeció al salir a la calle, y los guardias civiles los saludaron al pasar. Abrió la puerta del Ford e hizo una mueca al tocar la manija ardiente de la puerta.

En cuanto se pusieron en marcha, reanudó la conversación.

– Dicen que Churchill envió a Sam aquí para quitárselo de encima -confesó jovialmente-. No lo soporta, y tampoco se fía de él. Por eso puso al capitán al frente del espionaje. Es un viejo amigo de Winston. Desde la época en que formaba parte del Gobierno.

– ¿Acaso no tendríamos que estar todos en el mismo bando?

– Hay mucha política interna.

– Y que lo diga.

Tolhurst sonrió con ironía.

– Sam es un amargado. Quería ser virrey de la India.

– Las luchas internas no pueden facilitar el trabajo de nadie.

– Tal y como están las cosas, muchacho -Tolhurst lo miró con expresión muy seria-, más le vale conocer la situación.

Harry cambió de tema.

– Recuerdo de cuando estaba en el colegio ciertos libros de aventuras de un tal Alan Hillgarth. ¿No será el mismo?

Tolhurst asintió con la cabeza.

– El mismo que viste y calza. No están nada mal, ¿verdad? ¿Leyó el que está ambientado en el Marruecos español? The War Maker. Franco es uno de los protagonistas. Novelado, claro. No sabe cuánto lo admiraba el capitán.

– No lo he leído. Sé que a Sandy Forsyth le encantaban.

– ¿De veras? -preguntó Tolhurst con interés-. Se lo diré al capitán. Le hará gracia.

Atravesaron el centro de la ciudad por un laberinto de callejuelas de edificios de cuatro pisos. Era última hora de la tarde y el calor empezaba a amainar. Unas sombras largas se proyectaban sobre la calle mientras Tolhurst circulaba con cuidado sobre los adoquines. Las casas de vecindad llevaban años abandonadas y el revoque se desprendía de los ladrillos como la carne se desprende de un esqueleto. Había varios edificios bombardeados, montones de piedras cubiertos de malas hierbas. No había otros coches circulando, y los viandantes contemplaban el vehículo con curiosidad. Un asno que tiraba de un carro subió a la acera para apartarse del camino y a punto estuvo de derribar al hombre que llevaba las riendas. Harry vio que éste trataba de recuperar el equilibrio y soltaba un juramento.

– Me pregunto cómo se les ocurrió reclutarme -dijo con fingida indiferencia-. Simple curiosidad. No se preocupe si no puede decírmelo.

– Bueno, no es ningún secreto. Estaban buscando antiguos contactos de Forsyth y un profesor de Rookwood lo mencionó a usted.

– ¿El señor Taylor?

– Ignoro su nombre. Cuando se enteraron de que usted hablaba español, se sintieron en el séptimo cielo. Fue entonces cuando se les ocurrió la idea del intérprete.

– Comprendo.

– Un auténtico golpe de suerte. -Tolhurst sorteó un boquete abierto en la calle por una bomba-. ¿Sabía usted que nuestra embajada de aquí fue el primer pedazo de territorio británico en ser alcanzado por una bomba alemana?

– ¿Cómo? ¡Ah!, ¿quiere decir durante la Guerra Civil?

– Cayó accidentalmente en el jardín cuando los alemanes bombardearon Madrid. Sam lo ha arreglado. También tiene sus cualidades. Es un organizador de primera, la embajada funciona como un reloj. Hay que reconocer los méritos de la Rata Rosa.

– ¿De quién?

Tolhurst esbozó ufla sonrisa confidencial.

– Es su apodo. Sufre crisis de pánico. Cree que España está a punto de entrar en guerra y que a él le pegarán un tiro; hay que convencerlo de que no huya a Portugal. ¿Sabe que la otra tarde entró un murciélago en su despacho y él se escondió debajo de la mesa, pidiendo a gritos que alguien lo sacara de allí? Ya puede usted imaginarse lo que piensa Hillgarth. Pero, cuando está en vena, Sam es un diplomático excelente. Le encanta exhibirse como representante del rey-emperador. Los monárquicos se pirran por cualquier cosa que tenga que ver con la realeza, naturalmente. ¡Ah!, ya hemos llegado.

Tolhurst había entrado en una plaza polvorienta en cuyo centro, sobre un pedestal, se elevaba la estatua de un soldado manco con prendas dieciochescas, y donde también había varias tiendas con los escaparates medio vacíos cubiertos de manchas de moscas. La plaza estaba rodeada de casas de vecindad, y las ventanas tras los oxidados balcones de hierro forjado tenían las persianas cerradas para protegerse del calor de la tarde. El lugar debió de tener cierto estilo en otros tiempos. Harry estudió los edificios a través de la ventanilla. Recordó un cuadro que había comprado en una tienda de un barrio humilde en 1931: una ruinosa casa de vecindad como aquéllas, con una sonriente muchacha asomada a una ventana mientras abajo un gitano le dedicaba una serenata. Lo había colgado en su habitación de Cambridge. Los edificios ruinosos tenían un aire romántico que, naturalmente, a los Victorianos les encantaba. Pero la cosa cambiaba cuando uno tenía que vivir en ellos.

Tolhurst señaló una callejuela que conducía al norte y cuyos edificios se encontraban aún en peor estado.

– Yo que usted, no me metería por allí. Es el barrio de La Latina, que lleva, cruzando el río, al de Carabanchel.

– Lo sé -dijo Harry-. Cuando estuve aquí en 1931 solíamos visitar a una familia de Carabanchel.

Tolhurst lo miró con curiosidad.

– Los nacionales lo bombardearon de mala manera durante el asedio, ¿verdad? -preguntó Harry.

– Sí, y desde entonces han dejado que se pudriera. Piensan que el lugar está lleno de enemigos. Me han dicho que hay gente que se muere de hambre y jaurías de perros asilvestrados en los edificios en ruinas. Han mordido a mucha gente y han transmitido la rabia.

Harry miró hacia el fondo de la larga y desierta calle.

– ¿Qué más necesita saber usted? -preguntó Tolhurst-. Los ingleses no tienen muy buena fama en general. Es cosa de la propaganda. Aunque la gente se limita a mirarlos con desprecio.

– ¿Qué hacemos con los alemanes si topamos con ellos?

– Cortarles la cabeza a los muy cabrones, eso es todo. Procure no saludar por la calle a nadie con pinta de inglés -añadió Tolhurst, abriendo la puerta del vehículo-. Lo más seguro es que pertenezca a la Gestapo.

Fuera el aire estaba lleno de polvo, y una brisa suave levantaba pequeñas espirales del suelo. Sacaron la maleta de Harry del automóvil. Una anciana escuálida vestida de negro cruzó la plaza sujetando con una mano el enorme fardo de ropa que sostenía sobre la cabeza. Harry se preguntó a qué bando habría pertenecido durante la Guerra Civil o si habría sido una de las miles de personas apolíticas atrapadas en medio. Su rostro, surcado por unas arrugas profundas, mostraba una estoica expresión de cansancio. Era una de las muchas personas que habían conseguido sobrevivir… por los pelos.

Tolhurst entregó a Harry una cartilla marrón.

– Sus raciones. La embajada recibe raciones diplomáticas y nosotros las distribuimos. Son mejores que las que recibimos en casa. Y mucho mejores que las que reciben aquí. -Sus ojos siguieron a la anciana-. Dicen que la gente arranca raíces de hortalizas para comérselas. Se pueden comprar cosas en el mercado negro, claro, pero resultan muy caras.

– Gracias. -Harry se guardó la cartilla en el bolsillo.

Tolhurst se acercó a una de las casas, sacó una llave y ambos entraron en una portería oscura con las paredes agrietadas y desconchadas. Goteaba agua en algún lugar y se respiraba un rancio olor a orina. Ambos subieron por unos peldaños de piedra hasta llegar al segundo piso, donde se toparon con las puertas de tres apartamentos. Dos chiquillas jugaban con unas muñecas maltrechas en el rellano.

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