– ¿Sigue Forsyth en contacto con su familia?
Hillgarth negó con la cabeza.
– Su padre lleva años sin saber nada de él.
Harry recordó la única vez que había visto al obispo; éste había acudido al colegio después del castigo de Sandy para interceder en favor de su hijo. Desde el aula, Harry lo había visto en el patio y lo había reconocido por la camisa roja episcopal que asomaba bajo el traje. Su aspecto era recio y aristocrático, nada que ver con el de Sandy.
– ¿Forsyth era partidario de los nacionales? -preguntó Harry.
– Creo que era más bien partidario de las cuantiosas ganancias -contestó Hillgarth.
– Usted no era partidario de los republicanos, ¿verdad? -preguntó Hoare, mirando a Harry con expresión inquisitiva.
– Yo no era partidario de ninguno de los dos bandos, señor.
Hoare soltó un gruñido.
– Creo que ésta era la gran línea divisoria antes de la guerra, entre los partidarios de los rojos en España y los de los nacionales. Me sorprende que un hispanista no fuera partidario de ninguno de los dos bandos.
– Pues yo no lo era, señor. Pensaba que representaba una desgracia para ambos.
«Es un matón cascarrabias de mucho cuidado», pensó Harry.
– Jamás logré entender que hubiera gente capaz de pensar que una España roja pudiera ser algo menos que un desastre.
Hillgarth parecía molesto por la interrupción. Se inclinó hacia delante.
– Forsyth no debía de hablar español cuando vino aquí, ¿verdad?
– No, aunque seguramente lo aprendió enseguida. Es listo. Por eso lo odiaban los profesores en el colegio. Era brillante, pero no daba golpe.
Hillgarth enarcó una ceja.
– ¿Odiar? Me parece una palabra muy fuerte.
– Pues creo que llegaron a ese extremo.
– Bien, según nuestro hombre está metido en el departamento de minería del Estado. Se encarga de asuntos sucios por cuenta de ellos; negocia suministros y cosas por el estilo. -Hillgarth hizo una pausa y continuó-: El sector de la Falange domina el Ministerio de Minas. Les encantaría que España pudiera pagar la importación de alimentos, en lugar de tener que suplicarnos préstamos a nosotros y a los norteamericanos. Lo malo es que no contamos con agentes infiltrados allí dentro. Si usted pudiera tratar directamente con Forsyth, sería una ayuda inestimable. Queremos averiguar si hay algo en estas historias que se cuentan sobre el oro.
– Sí, señor.
Hubo un momento de silencio en el transcurso del cual el suave zumbido del ventilador de techo se convirtió de repente en un ruido molesto; al cabo, Hillgarth prosiguió:
– Forsyth trabaja para una empresa que él mismo ha organizado.
Nuevas Iniciativas. Figura en la lista de la Bolsa de Madrid como compañía proveedora de suministros. Las acciones han ido subiendo y los funcionarios del Ministerio de Minas las han comprado. La empresa tiene un pequeño despacho cerca de la calle Toledo; Forsyth acude allí casi a diario. Nuestro hombre no ha conseguido averiguar su domicilio particular, lo cual es un fastidio… Simplemente sabemos que vive cerca de la calle Vigo con una putilla. Casi todos los días sale a la hora de la siesta a tomarse un café en un bar de la zona. Allí es donde nosotros queremos que establezca usted contacto con él.
– ¿Va solo?
– En el despacho sólo están él y una secretaria. Siempre se toma esa media hora para salir por la tarde.
Harry asintió con la cabeza.
– En el colegio le gustaba salir solo -dijo.
– Hemos estado vigilándolo. Es algo que te destroza los nervios-Temo que Forsyth descubra a nuestro hombre. -Hillgarth le pasó a Harry un par de fotografías de una carpeta que había encima del escritorio-. Le sacó éstas.
La primera imagen mostraba a Sandy bronceado y bien vestido, bajando por una calle en compañía de un oficial del ejército. Sandy inclinaba la cabeza para oír las palabras de éste con expresión solemne. En la segunda, caminaba tranquilamente con la chaqueta desabrochada, fumándose un pitillo. Su sonrisa denotaba seguridad y perspicacia.
– Parece que le van bien las cosas.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Bueno, dinero no le falta -dijo. Volvió a la carpeta-. El apartamento que le hemos conseguido se encuentra a un par de manzanas de su despacho. Linda con una zona más bien pobre, pero con la escasez de viviendas que hay ahora, resultará verosímil que albergue a un joven diplomático.
– Sí, señor.
– Me han dicho que su apartamento no está nada mal. Pertenecía a un funcionario comunista durante la República. Probablemente ya le habrán pegado un tiro. Instálese allí, pero no vaya todavía al café.
– ¿Cómo se llama, señor?
– Café Rocinante.
Harry esbozó una sonrisa irónica.
– £1 nombre del caballo de Don Quijote.
Hillgarth asintió y miró fijamente a Harry.
– Voy a darle un consejo -dijo con una sonrisa. El tono era cordial; la mirada, dura-. Se le ve demasiado serio, como si cargara sobre los hombros el peso del mundo. Anímese un poco, hombre, sonría. Tómeselo como una aventura.
Harry parpadeó. Una aventura. Espiar a un antiguo compañero que colaboraba con los fascistas.
El embajador soltó una carcajada áspera.
– ¡Una aventura! Dios nos libre. Cualquiera diría que hay demasiadas aventuras en este país. -Miró a Harry con expresión jovial-. Preste atención, Brett. Parece que lo tiene todo muy claro, pero ándese con muchísimo cuidado. Acepté sus servicios porque es importante que averigüemos lo que ocurre; pero no quiero que malogre ningún plan.
– No estoy muy seguro de haberle entendido, señor.
– Este régimen está dividido en dos. Casi todos los generales que ganaron la Guerra Civil son personas muy sensatas que admiran a Inglaterra y quieren que España se mantenga al margen de la guerra. Mi misión es tender puentes y fortalecer su influencia sobre Franco. No quiero que llegue a oídos del Generalísimo que tenemos espías por ahí husmeando en uno de sus proyectos preferidos.
Hillgarth asintió con la cabeza.
– Entiendo -dijo Harry. «Hoare no me quiere aquí de ninguna manera -pensó-. Estoy atrapado en medio de un maldito embrollo político.»
Hillgarth hizo ademán de levantarse.
– Bueno, tenemos una ceremonia en honor a los Héroes Navales de España. Será mejor que icemos la bandera, ¿no le parece, embajador?
Hoare asintió con la cabeza y Hillgarth se levantó, mientras Tolhurst y Harry hacían lo propio. Hillgarth cogió la carpeta y se la entregó a Harry. La carpeta llevaba una cruz roja en la parte anterior.
– Tolhurst lo acompañará a su apartamento. Tome el expediente de Forsyth y échele un buen vistazo, pero mañana tráigalo de nuevo. Tolhurst le indicará dónde firmar para retirarlo.
Cuando abandonaban la estancia, Harry se volvió hacia Hoare. Vio que el embajador miraba a través de la ventana, con expresión de desagrado, a los pilotos, que estaban de regreso en el jardín.
Fuera del despacho del embajador, Tolhurst esbozó una sonrisa de disculpa.
– Siento lo de Sam -dijo en voz baja-. No suele estar presente durante la instrucción de un nuevo agente, pero es que está nervioso por culpa de este trabajo. Se atiene a una norma: la recogida de información secreta está autorizada, no así el espionaje, y tampoco el antagonismo con el régimen. Hace unas semanas vinieron unos socialistas pidiendo ayuda para las guerrillas que luchan contra Franco. Algo tremendamente peligroso para ellos. Los mandó a freír espárragos.
A Harry no le gustaba Hoare, pero le seguía escandalizando el hecho de que Tolhurst lo llamara Sam.
– ¿Porque quiere mantener buenas relaciones con los monárquicos? -preguntó.
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