C. Sansom - Invierno en Madrid

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Invierno en Madrid: краткое содержание, описание и аннотация

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Año 1940. Imparables, los alemanes invanden Europa. Madrid pasa hambre y se ha convertido en un hervidero de espías de todas las potencias mundiales. Harry Brett es un antiguo soldado que conoció la Guerra Civil y quedó traumatizado tras la evacuación de Dunkerque. Ahora trabaja para el servicio secreto británico: debe ganarse la confianza de su antiguo condiscípulo Sandy Forsyth, quién se dedica a negocios turbios en la España del Caudillo. Por el camino, Harry se verá envuelto en un juego muy peligroso y asaltado por amargos recuerdos.

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– Sí, decidí seguir adelante contra viento y marea.

– ¿Estuvo tentado de no hacerlo? ¿De retirarse y… convertirse en un discapacitado?

Harry la volvió a mirar. Qué perspicacia la suya.

– Sí, sí, supongo que sí. Pero no lo hice. Así es la vida últimamente, ¿verdad? -contestó con aspereza-. Incluso cuando ves que todo lo que dabas por sentado, todo aquello en lo que creías, queda reducido a pedazos. -Suspiró-. Creo que el espectáculo de la retirada general en aquella playa, el caos, me afectó casi tanto como la granada que estuvo a punto de matarme.

– Pero seguir adelante contra viento y marea debió de ser una empresa muy solitaria.

Su voz se suavizó repentinamente. Harry notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

– Aquella noche en el refugio, fue todo muy extraño -dijo-. Muriel, la mujer de Will, me tomó de la mano. Jamás nos habíamos caído bien, siempre pensé que me tenía manía, pero me tomó de la mano. Y, sin embargo…

– ¿Sí?

– Se la noté muy seca, muy fría, y eso… me entristeció.

– Quizá porque no era la mano de Muriel la que usted quería.

Harry la miró.

– No, tiene usted razón -dijo con asombro-. Pero la verdad es que no sé la mano de quién quería.

– Todos necesitamos la mano de alguien.

– ¿De veras? -Harry soltó una carcajada-. Eso queda muy lejos de mi misión.

Ella asintió con la cabeza.

– Es que estoy tratando de conocerlo, Harry, simplemente tratando de conocerlo.

Harry despertó de sus ensoñaciones cuando el avión se inclinó hacia un lado. Se agarró al brazo del asiento y miró a través de la ventanilla, después se inclinó hacia delante y miró de nuevo. Habían vuelto a salir a la luz del sol y sobrevolaban España. Harry contempló el paisaje castellano, un mar amarillo y ocre salpicado de campos de labranza. Cuando el aparato descendía en círculo, distinguió unas carreteras blancas y desiertas, varias casas de tejado rojo y algunas ruinas dispersas de la Guerra Civil. Experimentó una mezcla de emoción y temor, seguía sin poder creer que, efectivamente, había regresado a Madrid.

Mirando a través de la ventanilla, vio a una media docena de guardias civiles en el exterior del edificio de la terminal que controlaba la pista. Harry reconoció sus uniformes verde oscuro y las fundas de pistola amarillas ajustadas a sus cinturones. Seguían luciendo sus siniestros y arcaicos tricornios de cuero redondos, con dos alitas en la parte de atrás, negros y lustrosos como el carapacho de un escarabajo. La primera vez que había estado en España, en 1931, los guardias civiles, desde siempre partidarios de la derecha, se encontraban bajo la amenaza de la República y el temor y la rabia se notaba en las duras facciones de sus rostros. Cuando regresó en 1937, en plena Guerra Civil, ya no estaban. Ahora habían regresado, y Harry notó la boca seca mientras contemplaba sus rostros y sus frías e inmóviles expresiones.

Se unió a los pasajeros que se dirigían a la salida. Un seco calor lo envolvió al bajar por la escalerilla e incorporarse a la fila que cruzaba la asfaltada pista de aterrizaje. El edificio del aeropuerto no era más que un bajo almacén de hormigón con la pintura desconchada. Uno de los guardias civiles se acercó y se situó a su lado.

– Por allí, por allí -ordenó autoritariamente, señalando una puerta con una placa que decía «Inmigración».

Harry llevaba pasaporte diplomático, por cuyo motivo lo hicieron pasar rápidamente tras haber marcado con tiza sus maletas sin echarles ni un vistazo. Miró a su alrededor en el desierto vestíbulo. Se respiraba olor a desinfectante, la nauseabunda sustancia que siempre se había utilizado en España.

Una figura solitaria que leía un periódico apoyada contra una columna lo saludó con la mano y se le acercó.

– ¿Harry Brett? Simón Tolhurst, de la embajada. ¿Qué tal el vuelo?

Era aproximadamente de la misma edad que Harry, alto y rubio y con modales amistosos y cordiales. Tenía una complexión parecida a la de Harry, con cierta tendencia a la obesidad; aunque, en su caso, el proceso ya había llegado algo más lejos.

– Muy bien. Casi todo el rato nublado, pero sin demasiadas turbulencias.

Harry observó que Tolhurst lucía una corbata de Eton cuyos vistosos colores contrastaban con su chaqueta blanca de hilo.

– Lo llevaré a la embajada, tardaremos aproximadamente una hora. No utilizamos chóferes españoles, son todos espías al servicio del Gobierno. -Soltó una carcajada y bajó la voz, a pesar de que no había nadie cerca-. Tuercen tanto las orejas hacia atrás para escuchar que piensas que se les van a juntar en la nuca. Demasiado evidente.

Tolhurst lo acompañó al exterior y lo ayudó a colocar la maleta en la parte de atrás de un viejo Ford impecablemente abrillantado. El aeropuerto estaba en plena campiña, rodeado de campos de labranza. Harry contempló el áspero paisaje de tonos marrones. En el campo que se extendía al otro lado de la carretera vio a un campesino trabajando la tierra con un arado de madera, como hacían sus antepasados. En la distancia, las desiguales cumbres de la sierra de Guadarrama se elevaban sobre un cielo intensamente azul, envuelto por la trémula luz del bochorno. Harry notó que el sudor le cosquilleaba las sienes.

– Mucho calor para ser el mes de octubre -dijo.

– Hemos tenido un verano tremendamente caluroso. Las cosechas han sido muy malas; están muy preocupados por la situación alimentaria. Aunque eso a nosotros nos puede beneficiar… porque es menos probable que entren en guerra. Será mejor que nos demos prisa. Tiene usted una cita con el embajador.

Tolhurst se adentró en una carretera larga y desierta flanqueada por unos polvorientos álamos cuyas hojas, que amarilleaban en las copas, semejaban antorchas gigantescas.

– ¿Cuánto tiempo lleva usted en España? -preguntó Harry.

– Cuatro meses. Vine cuando ampliaron la embajada y enviaron a sir Sam. Antes estuve una temporada en Cuba. Una situación mucho más relajada. Lo pasé muy bien. -Meneó la cabeza-. Me temo que éste es un país tremendo. Usted ya ha estado aquí otras veces, ¿verdad?

– Antes de la Guerra Civil y después, muy brevemente, durante la misma. En Madrid en ambas ocasiones.

Tolhurst volvió a menear la cabeza.

– Es un lugar más bien siniestro, si quiere que le diga la verdad.

Mientras circulaban por la pedregosa carretera llena de baches, hablaron de la guerra relámpago y ambos se mostraron de acuerdo en que, por el momento, Hitler había renunciado a sus planes de invasión. Tolhurst le preguntó a Harry en qué colegio había estudiado.

– Conque Rookwood, ¿eh? Buen sitio, o eso creo. Qué tiempos aquellos, ¿verdad? -añadió en tono nostálgico.

– Sí -reconoció Harry, esbozando una sonrisa triste.

Contempló la campiña. En el paisaje se advertía una nueva desolación. Sólo se cruzaron de vez en cuando con algún campesino con carro y asno, y sólo una vez con un camión del ejército que se dirigía al norte, un grupo de soldados jóvenes y fatigados que miraban con aire ausente desde la parte de atrás del vehículo. Las aldeas también estaban desiertas. Ahora hasta los ubicuos y esqueléticos perros de antaño habían desaparecido y sólo quedaban unas pocas gallinas picoteando en torno a las puertas cerradas. En la plaza de un pueblo había unos grandes carteles de Franco en todas las agrietadas y despintadas paredes, con los brazos confiadamente cruzados mientras su mofletudo rostro miraba el infinito con una sonrisa en los labios. ¡HASTA EL FUTURO! Harry respiró hondo. Vio que los carteles cubrían otros más antiguos cuyos bordes destrozados asomaban por debajo. Reconoció la mitad inferior del viejo lema ¡NO PASARÁN! Pero habían pasado.

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