Estuvo casi a punto de contestar: «Quieren que vaya a Madrid», pero recordó que no tenía que hacerlo.
– Por lo visto, tienen algo para mí. Eso significa que tendré que irme al extranjero. Algo ultrasecreto.
– Hablar demasiado cuesta vidas -dijo solemnemente la niña.
– Cállate, Prue -la reprendió Muriel-. Tómate la sopa.
Harry esbozó una sonrisa tranquilizadora.
– No es peligroso. No es como lo de Francia.
– ¿Mataste a muchos alemanes en Francia? -preguntó Ronnie, alzando un poco la voz.
Muriel posó ruidosamente la cuchara en el plato.
– Te he dicho que no hagas esa clase de preguntas.
– Pues no, Ronnie -contestó Harry-. Pero ellos, en cambio, mataron a muchos de los nuestros.
– Ya se lo haremos pagar, ¿verdad? Y los bombardeos, supongo que también.
Muriel lanzó un profundo suspiro. Will se dirigió a su hijo.
– ¿Te he dicho alguna vez que conocí a Von Ribbentrop, Ronnie?
– ¡Anda! ¿Lo conociste? ¡Tendrías que haberlo matado!
– Entonces no estábamos en guerra, Ronnie. Simplemente era el embajador alemán. Siempre decía lo que no debía; lo llamábamos el Indiscreto.
– ¿Y cómo era?
– Un estúpido. Su hijo estudiaba en Eton, y una vez Von Ribbentrop fue a verlo allí. Se plantó en el patio con el brazo en alto y gritó: «Heil, Hitler!»
– ¿En serio? Eso en Rookwood no se lo habrían permitido. Espero ir allí el año que viene, ¿lo sabías, primo Harry?
– Quizá no podamos permitirnos pagar la matrícula, Ronnie.
– Eso, si es que todavía sigue allí -intervino Muriel-. Si no lo han requisado o no lo ha destruido una bomba.
Harry y Will la miraron en silencio. Ella se llevó la servilleta a los labios y se levantó.
– Voy por los bistecs -anunció-. Estarán resecos, los dejé debajo del grill -añadió mirando a su marido-. ¿Qué vamos a hacer esta noche?
– No iremos al refugio, a menos que suene la sirena, claro -contestó él.
Muriel abandonó la estancia. Prue se había puesto nerviosa. Harry observó que sostenía un osito de peluche en el regazo y que lo estrechaba con fuerza. Will suspiró.
– Cuando empezaron las incursiones, adquirimos la costumbre de ir al refugio después de cenar. Pero algunas personas de allí… ¿cómo diría?, son un poco vulgares; a Muriel no le gustan y se siente muy incómoda. Prue se asusta. O sea que nos quedamos en casa, a no ser que suenen las sirenas. -Volvió a lanzar un suspiro, mirando a través de la cristalera que daba al jardín. El crepúsculo daba paso a la noche y una clara luna llena se elevaba en el cielo-: Es una luna de bombardeo. Puedes irte, si quieres.
– No te preocupes -dijo Harry-. Me quedaré con vosotros.
El pueblo de su tío estaba situado en el «trayecto de los bombarderos», que discurría desde el Canal hasta Londres; las sirenas sonaban a cada momento al paso de los aparatos por encima de sus cabezas, pero ellos no les prestaban atención. Harry no soportaba el turbulento aullido de Winnie. Le recordaba el ruido que emitían los bombarderos que caían en picado: cuando regresó a casa después de Dunkerque, cada vez que se disparaban las sirenas apretaba tanto los dientes y los puños que éstos se le quedaban blancos.
– Si la cosa dura toda la noche, nos levantaremos y nos iremos al refugio -dijo Will-. Está al otro lado de la calle.
– Sí, ya lo he visto.
– Ha sido terrible. Diez días seguidos te dejan tremendamente agotado, y cualquiera sabe lo que va a durar todo eso. Muriel está pensando en llevar a los niños al campo. -Will se levantó y corrió las pesadas cortinas opacas que se utilizaban contra los bombardeos. Se oyó un ruido de cristales rotos procedente de la cocina, seguido de un grito de rabia. Will salió corriendo-. Será mejor que vaya a echarle una mano a Muriel.
Las sirenas rugieron a la una de la mañana. Empezaron en Westminster y, mientras otros barrios las seguían, el quejumbroso gemido se fue extendiendo hacia los suburbios. Harry despertó de un sueño en el que corría por las calles de Madrid y, entrando y saliendo rápidamente de las tiendas y los bares, preguntaba si alguien había visto a su amigo Bernie. Pero hablaba en inglés, no en español, y nadie le entendía. Se levantó y se vistió rápidamente, como le habían enseñado a hacer en el ejército. Tenía la mente despejada y centrada, y no sentía miedo alguno. No supo por qué había preguntado por Bernie y no por Sandy. Alguien había llamado del Foreign Office a las diez, pidiéndole que al día siguiente fuera a una dirección de Surrey.
Descorrió ligeramente la cortina. A la luz de la luna, unas sombras borrosas corrían por la calle en dirección al refugio. Los enormes haces de los proyectores atravesaban el cielo hasta donde alcanzaba la vista.
Salió al pasillo. La luz estaba encendida y Ronnie se encontraba allí de pie en pijama y bata.
– Prue está asustada -dijo-. No quiere venir. -Miró hacia la puerta abierta del dormitorio de sus padres.
Se oían los sollozos aterrorizados de una criatura.
Ni siquiera en aquel momento en que los gemidos de las sirenas resonaban en sus oídos Harry se atrevía a invadir el dormitorio de Will y Muriel; pero, haciendo un esfuerzo, lo consiguió. Ambos iban en bata. Muriel estaba sentada en la cama con rulos en el pelo. Acunaba en sus brazos a su llorosa hija, emitiendo tranquilizadores murmullos. Harry no la hubiera creído capaz de semejante dulzura. De uno de los brazos de la niña permanecía colgando el osito. Will las miraba sin saber qué hacer; con el ralo cabello de punta y las gafas torcidas, parecía casi más vulnerable que todos ellos. Las sirenas seguían sonando; Harry notó que le empezaban a temblar las piernas.
– Tendríamos que irnos -dijo bruscamente.
Muriel lo miró.
– ¿Y a ti quién te ha preguntado nada?
– Prue no quiere ir al refugio -explicó Will en voz baja.
– Está oscuro -gimoteó la niña-. Allí está todo muy oscuro, ¡por favor, dejad que me quede en casa!
Harry se acercó y cogió a Muriel por el huesudo codo. Era lo que había hecho el cabo en la playa tras la caída de la bomba, lo había levantado y acompañado con sumo cuidado al bote. Muriel lo miró con expresión de asombro.
– Tenemos que irnos. Los bombarderos se están acercando. Will, tenemos que llevárnoslos.
Su primo sujetó a Muriel por el otro brazo y ambos la levantaron dulcemente. Prue había hundido la cabeza en el pecho de su madre, sollozando y sujetando fuertemente al osito por el brazo. El peluche miró a Harry con sus ojos de vidrio.
– Bueno, ya puedo caminar sola -dijo Muriel con evidente mal humor.
Ambos la soltaron. Ronnie bajó ruidosamente por la escalera y los demás lo siguieron. El muchacho apagó la luz y abrió la puerta principal de la casa.
Resultaba extraño estar en un Londres nocturno sin farolas. Ahora no había nadie fuera, pero la sombra oscura del refugio se veía al otro lado de la calle, bajo la luz de la luna. Se oía un ruido lejano de artillería antiaérea y de algo más, un zumbido sordo y pesado procedente del sur.
– Mierda -dijo Will-. ¡Vienen hacia aquí! -De repente, se quedó perplejo-. Pero si es a los muelles adonde se dirigen, a los muelles.
– Quizá se hayan perdido. -«O pretenden socavar la moral de los ciudadanos», pensó Harry. Ya no le temblaban las piernas. Tenía que asumir el mando de la situación-. Vamos -añadió-. Crucemos la calle.
Echaron a correr, pero Muriel tenía dificultades por la niña que llevaba en brazos. En mitad de la calle, Will se volvió para ayudarla y resbaló. Se desplomó ruidosamente y soltó un grito. Ronnie, que marchaba en cabeza, se detuvo y se volvió para mirar.
– ¡Levántate, Will! -gritó histéricamente Muriel.
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