– No lo sé, señor.
– El informe de tu maestro es bueno. ¿Te gusta el rugby?
– Nunca he jugado, señor. Yo juego al fútbol con los chicos del pueblo.
– El rugby es mucho mejor. Un juego de caballeros.
– Rookwood fue la escuela de tu padre, y también la mía -explicó tío James.
Harry levantó la mirada.
– ¿De mi padre?
– Sí. Tu pater, como dicen en Rookwood.
– ¿Sabes qué significa pater, Harry? -preguntó el señor Taylor.
– Significa padre en latín, señor.
– Muy bien -dijo el señor Taylor, sonriendo-. Creo que el muchacho será apto, Brett.
Hizo otras preguntas. Era muy amable; pero su aire autoritario, propio de una persona que espera obediencia de los demás, hizo que Harry se pusiera sobre aviso. Al cabo de un rato, lo mandaron retirarse de la estancia, mientras el señor Taylor proseguía la conversación con su tío. Cuando tío James lo volvió a llamar, el señor Taylor ya se había ido. Su tío le pidió que se sentara y lo miró con la cara muy seria, acariciándose el bigote canoso.
– Tu tía y yo creemos que ha llegado el momento de que acudas al internado, Harry. Es mejor que quedarte aquí con un par de vejestorios como nosotros. Además, debes relacionarte con chicos de tu clase, y no con los del pueblo.
Harry no tenía ni idea de cómo era una escuela privada. Le vino a la mente la imagen de un enorme edificio lleno de una luz radiante como la de la fotografía de sus padres dándole la bienvenida.
– ¿Qué te parece, Harry? ¿Crees que te gustaría? -Sí, tío, me gustaría.
Will vivía en una calle de chalets de falso estilo Tudor. Un nuevo refugio antiaéreo, una alargada construcción de hormigón, se levantaba incongruentemente al borde del césped.
Su primo ya estaba en casa y le abrió la puerta. Se había cambiado de ropa y se había puesto un jersey vistoso y largo. Miró jovialmente a Harry a través de los cristales de sus gafas.
– ¡Hola, Harry! ¿Todo bien, entonces?
– Muy bien, gracias. -Harry le estrechó la mano-. ¿Y tú cómo estás, Will?
– Pues aguantando, como todo el mundo. ¿Qué tal el oído?
– Casi normal. Un poquito sordo de uno.
Will hizo pasar a Harry al recibidor. Una mujer alta y delgada de cabello grisáceo y alargado rostro, torcido en una mueca de reproche, salió de la cocina secándose las manos con una servilleta de té.
– Muriel. -Harry se esforzó por esbozar una sonrisa cordial-. ¿Cómo estás?
– Voy tirando. No te doy la mano porque he estado guisando. He pensado que podríamos saltarnos la merienda y cenar directamente.
»Me las he ingeniado para conseguir un bistec. He conseguido llegar a un acuerdo con el carnicero. Bueno, pues, sube al piso de arriba, querrás lavarte las manos.
Harry ya había ocupado anteriormente el dormitorio de la parte de atrás. Había una espaciosa cama de matrimonio y pequeños adornos, sobre unos tapetitos en la mesa del tocador.
– Vamos -dijo Will-. Refréscate y bajas.
Harry se lavó la cara en el pequeño lavabo y se estudió en el espejo mientras se secaba. Estaba engordando: su recia figura empezaba a acumular grasa a causa de la reciente falta de ejercicio, y el mentón cuadrado se le había redondeado. La gente le decía que tenía un rostro atractivo, a pesar de que él siempre había pensado que sus regulares facciones bajo el cabello rizado y castaño eran un poco demasiado anchas para ser hermosas. Últimamente, le habían salido unas arrugas alrededor de los ojos. Trató de conseguir que su rostro adoptara un gesto lo más inexpresivo posible. ¿Podría Sandy leerle el pensamiento tras semejante máscara? Era lo que se solía hacer en la escuela para ocultar los propios sentimientos… Éstos sólo se revelaban por medio de una boca fuertemente apretada o una ceja enarcada. La gente buscaba las pequeñas señales. Ahora tenía que aprender a no dejar traslucir nada, ninguna emoción. Se tumbó en la cama recordando la escuela y a Sandy Forsyth.
A Harry la escuela le gustó desde el principio. Con sede en una mansión del siglo XVIII, en plena campiña de Sussex, el colegio de Rookwood había sido fundado por un grupo de hombres de negocios que comerciaban en Ultramar, con el propósito de facilitar la educación a los hijos de los oficiales de sus barcos. Los apellidos de La Casa reflejaban su pasado naval: Raleigh, Drake y Hawkins. Ahora estudiaban allí los hijos de funcionarios de la Administración y de aristócratas de segunda junto con un grupo de becarios, financiados por medio de donaciones.
El colegio y sus costumbres ordenadas le otorgaron una sensación de pertenencia y de propósito. Tal vez la disciplina fuera dura, pero raras veces se utilizaba el castigo de copiar líneas, y no digamos la palmeta. Se le daban bien casi todas las asignaturas, especialmente el francés y el latín… de hecho, casi todos los idiomas se le daban bien. Los deportes también le gustaban: el rugby y, especialmente, el criquet con su ritmo pausado; el año anterior había sido capitán del equipo juvenil.
A veces paseaba solo por el llamado Big Hall, donde colgaban las fotografías de las promociones de sexto curso de cada año, y permanecía de pie ante la foto de 1902, donde el rostro juvenil de su padre lo miraba desde una doble hilera de «prefectos»; es decir, los alumnos especialmente nombrados para ejercer autoridad sobre sus compañeros, que posaban muy tiesos para la posteridad con sus birretes. Después se volvía a contemplar la lápida situada detrás del escenario dedicado a los caídos de la Gran Guerra, cuyos nombres figuraban en ella labrados en letras doradas. Al ver también allí el nombre de su padre, asomaban a sus ojos unas ardientes lágrimas que él se apresuraba a enjugar por temor a que alguien lo viera. El día en que llegó Sandy Forsyth en 1925, Harry empezaba el cuarto curso. Aunque los chicos seguían pasando la noche en un gran dormitorio común, contaban desde el año anterior con unos estudios, unas pequeñas estancias para dos o tres alumnos con sillones anticuados y mesas rayadas. Los amigos de Harry eran generalmente los más serios y tranquilos, y él se alegraba de compartir un estudio con Bernie Piper, uno de los becarios. Piper entró, mientras él deshacía el equipaje.
– Hola, Brett -le dijo-. Ya sé que tendré que soportar el olor de tus calcetines todo el año que viene.
Bernie era hijo de un tendero del East End y, cuando llegó a Rookwood, hablaba con un cerrado acento cockney. Poco a poco, éste se había ido transformando en el pausado acento de la clase alta que utilizaban los demás chicos, aunque el gangueo de Londres se dejaba sentir durante algún tiempo cada vez que regresaba de las vacaciones.
– ¿Has tenido un buen verano?
– Un poco aburrido. Tío James estuvo enfermo mucho tiempo. Me alegro de estar de vuelta.
– Tendrías que haberlo pasado despachando a la gente en la tienda de mi padre. Entonces no sabrías lo que es aburrirse.
Otro rostro apareció en la puerta: un corpulento muchacho moreno. Depositó en el suelo una elegante maleta y se apoyó contra la jamba de la puerta con aire de desdeñosa indiferencia.
– ¿Harry Brett? -preguntó.
– Sí.
– Soy Sandy Forsyth. El chico nuevo. Me han asignado este estudio. -Arrastró la maleta por el suelo y se quedó mirando a los otros dos. Tenía unos ojos castaños grandes y perspicaces y se advertía cierta dureza en sus rasgos.
– ¿De dónde vienes? -le preguntó Bernie.
– Braildon. En Hertfordshire. ¿Habéis oído hablar de él?
– Sí -contestó Harry-. Dicen que es un buen colegio.
– Pues sí. Eso dicen.
– Este de aquí tampoco está mal.
– ¿No? Tengo entendido que la disciplina es muy severa.
Читать дальше