– Ahora mismo, España está arruinada -dijo Harry-. Franco no podría ganar otra guerra.
– Pero podría dejar pasar a Hitler. Hay divisiones de la Wehrmacht esperando en la frontera francoespañola. Los falangistas quieren entrar en guerra. -Jebb inclinó la cabeza-. Por otra parte, los generales leales a la monarquía desconfían de la Falange y temen una revuelta popular en caso de que entren los alemanes. No son fascistas, simplemente quieren derrotar a los rojos. Es una situación incierta, Franco podría declarar la guerra cualquier día de éstos. La gente de nuestra embajada en Madrid tiene los nervios a flor de piel.
– Franco es precavido -apuntó Harry-. Muchos piensan que si hubiera sido más audaz habría podido ganar la guerra mucho antes.
Jebb soltó un gruñido.
– Espero que tenga usted razón. Sir Samuel Hoare ha sido enviado allí como embajador para tratar de mantenerlos al margen de la contienda.
– Eso he oído.
– Su economía está arruinada, como usted dice. Esta debilidad es nuestra mejor carta, porque la Marina británica sigue controlando lo que entra y lo que sale.
– El bloqueo.
– Por suerte, los americanos no se oponen. Estamos autorizando la entrada de suficiente petróleo como para permitir que España siga funcionando, en realidad algo menos. Y acaban de sufrir otra mala cosecha. Tratan de importar trigo y de conseguir préstamos en el extranjero para pagarlo. Según nuestros informes, en las fábricas de Barcelona la gente se desmaya de hambre.
– Suena casi tan grave como durante la Guerra Civil. -Harry sacudió la cabeza-. Lo han pasado muy mal.
– Ahora nos llega de España toda clase de rumores. Franco está explorando todos los medios posibles para alcanzar la autarquía económica, buena parte de ellos totalmente descabellados. El año pasado un científico austríaco descubrió la manera de fabricar petróleo sintético a partir de extractos vegetales, y él le entregó dinero para que desarrollara la idea. Todo fue un timo, naturalmente. -Jebb volvió a soltar una carcajada que más parecía un ladrido-. Después dijeron que habían hallado unas grandes reservas de oro en Badajoz. Otro engaño. Pero ahora nos aseguran que han descubierto unos depósitos de oro en la sierra, cerca de Madrid. Tienen a un ingeniero con experiencia en Sudáfrica trabajando para ellos, un tal Alberto Otero. Y lo mantienen todo en secreto, lo cual nos induce a pensar que algo de cierto debe de haber en ello. Los científicos afirman que es geológicamente posible.
– ¿Y eso haría que España no dependiera tanto de nosotros?
– No tienen reservas de oro para respaldar su moneda. Durante la guerra Stalin hizo que las reservas de oro se enviaran a Moscú. Y, como es natural, se las quedó. Por eso les resulta tan difícil comprar en el mercado libre. En estos momentos están tratando de conseguir de nosotros y de los yanquis créditos a la exportación.
– O sea que, si los rumores son ciertos, dependerían menos de nosotros.
– Exactamente. Por eso se muestran más favorables a entrar en guerra. Cualquier cosa podría inclinar la balanza.
– Intentamos llevar a cabo allí una operación muy arriesgada -señaló la señorita Maxse-. Debemos calcular cuántas sanciones aplicar y cuántos incentivos ofrecer. Cuánto trigo dejar que pase, cuánto petróleo.
Jebb asintió con la cabeza.
– El caso, Brett, es que el hombre que presentó a Otero al régimen fue Sandy Forsyth.
– ¿Está en España? -Harry abrió los ojos como platos.
– Sí. No sé si vio usted unos anuncios en la prensa hace un par de años, sobre las giras por los campos de batalla de la Guerra Civil.
– Los recuerdo. Los nacionales organizaban recorridos para los ingleses. Un alarde propagandístico.
– Forsyth consiguió introducirse, no sé cómo. Fue a España como guía turístico. Los de Franco le pagaban muy bien. Después se quedó en el país y participó en toda una serie de negocios, supongo que algunos de ellos bastante turbios. Al parecer es un hombre de negocios muy hábil, aunque algo… impresentable. -Jebb torció la boca en una mueca de desagrado y después miró fijamente a Harry-. Ahora cuenta con algunos contactos importantes.
Harry respiró hondo.
– ¿Puedo preguntar cómo ha averiguado usted todo eso?
Jebb se encogió de hombros.
– A través de sinuosos y escurridizos confidentes que trabajan fuera del ámbito de nuestra embajada. Pagan a funcionarios de segunda a cambio de información. Madrid está lleno de espías, pero ninguno de ellos ha establecido contacto directo con Forsyth. No tenemos agentes en la Falange, y Forsyth actúa en colaboración con el sector falangista del Gobierno. Dicen que es muy listo y que enseguida se olería algo raro en caso de que apareciera un desconocido y empezara a hacer preguntas.
– Sí. -Harry asintió con la cabeza-. Sandy es listo.
– Pero ¿y si usted se dejara caer por Madrid? -dijo la señorita Maxse-. Por ejemplo, como traductor adscrito a la embajada. Podría topar con él en un café, como ocurre a menudo, y renovar una vieja amistad.
– Queremos que usted averigüe qué está haciendo -dijo directamente Jebb-. Y que procure que se pase a nuestro bando.
O sea que era eso. Querían que espiara a Sandy, como había hecho muchos años atrás el señor Taylor en Rookwood. A través de la ventana, Harry contempló el cielo azul donde los globos de barrera flotaban cual gigantescas ballenas grises.
– ¿Qué le parece? -preguntó suavemente la señorita Maxse.
– Sandy Forsyth está trabajando con la Falange. -Harry meneó la cabeza-. Y no es que necesite ganar dinero, precisamente… Su padre es obispo de la Iglesia anglicana.
– A veces, cuenta tanto la emoción como la política, Harry. Ambas cosas van juntas, en ocasiones.
– Es verdad. -Harry recordó a Sandy entrando sin resuello en el estudio, de vuelta de una de sus ilegales correrías de apuestas, y abriendo la mano para mostrar un arrugado billete de cinco libras. «Mira qué le he sacado a un primo»-. Trabaja con la Falange -continuó en tono pensativo-. Creo que siempre fue una oveja negra; pero, a veces…, un hombre puede hacer algo contra las normas y crearse una mala fama que luego empeora su situación.
– No tenemos nada en contra de las ovejas negras -dijo Jebb-. Las ovejas negras suelen ser inmejorables agentes. -Soltó una risita de complicidad.
Otro recuerdo de Sandy le vino a la mente a Harry. Miraba hacia el lado opuesto de la mesa del estudio y hablaba en un amargo susurro: «Sabes cómo son, cómo nos controlan, lo que hacen cuando nosotros intentamos escapar.»
– Veo que le gusta participar en el juego -dijo la señorita Maxse-. Es lo que esperábamos. Pero no podemos ganar esta guerra jugando limpio. -Sacudió la cabeza con expresión de tristeza-. No contra este enemigo. Habrá que matar, eso usted ya lo sabe. Y también habrá que engañar, me temo. -Esbozó una sonrisa de disculpa.
Harry sintió que en su interior se arremolinaban sentimientos encontrados, mientras el pánico empezaba a apoderarse de él. La idea de regresar a España lo entusiasmaba y lo horrorizaba. Había oído cosas muy malas por boca de exiliados españoles en Cambridge. En los Noticiarios Documentales había visto a Franco dirigirse a multitudes enfervorizadas que lo saludaban brazo en alto; pero se decía que, detrás de todo aquello, se ocultaba un mundo de denuncias y detenciones nocturnas. ¿Y Sandy Forsyth estaba metido en aquel fregado? Volvió a estudiar la fotografía.
– No estoy seguro -dijo muy despacio-. Quiero decir que no estoy seguro de poder hacerlo.
– Le hemos facilitado instrucción -dijo Jebb-. Ha sido un cursillo acelerado, porque las autoridades quieren una respuesta lo antes posible. -Miró a Harry-. Me refiero a personas del más alto nivel.
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